miércoles, 30 de septiembre de 2020

Las casas sin nadie

 Tomelloso casa adosada calle - Trovit                                                                                                         Se venden las casas, se venden muchas casas y nadie las compra. Paso por las calles de pueblos distantes y veo, que hay letreros de ventas de casas. Se venden las casas llenas de recuerdos con muebles y ropas, con vidas que fueron hermosas. Se venden los rostros de nuestros vecinos, su sueños, sus risas, sus muchos fracasos y su sufrimiento.
Se venden y a veces hay ventanas abiertas que muestran las cosas. Los muebles que fueron cobijo y primor. Cuando cae la noche en las casas esas, al pasar por ellas crujen las paredes y se oyen quebrados lamentos extraños.  Nadie lo confiesa. Quien los escucha se queda callado. Nadie dice nada pero nadie quiere pasar por las noches junto a las viviendas donde nadie hay. 
Yo habité una casa llena de esperanza donde tuve sueños y me hice mayor. Yo habité una casa de bellas estancias con un mirador que alumbraba el sol cuando por el este, el sol se asomaba. Yo habité una casa donde recibía a muchos amigos, donde en navidad  se vestía la mesa con las mejores galas. Allí celebré  muhos cumpleaños, pedidas de mano, y en el gran salón hay fotografías de hermosas muchachas vestidas de novia. En aquella casa de amplias estancias se murió una anciana de dulce recuerdo, de cabello rubio y sonrisa tenue como la alborada. Nadie mas que ella allí se murió. Un día la casa se quedó desierta con todos sus muebles solos, sin personas que los utilizaran. Sola sin la risa ni el llanto de nadie. Sola con los muebles en las habitaciones esperando ellos, los muebles, que todos volvieran  a ocupar las sillas, a hundir los sillones, a encender el fuego de las dos cocinas, a poner los platos de alguna vajilla en alguna mesa de los comedores... A dormir en alguna de esas alcobas de camas que aguardan que alguien se acueste y se duerma en ellas... 
Yo vi que un hombre pedía a gritos regresar a ella, a la casa amada, a la casa suya donde lo enjendraron. Andaba gimiendo, rogando que a ella lo llevaran una noche tragica cuando en Viernes Santo por unas esquinas pasaba Jesús en su cruz clavado: le faltaba poco para a ella llegar, y como a Jesús camino del Gólgota, al hombre le  flaqueó el cuerpo. Un cuerpo cansado de anciano que se resistía a morir lejos de sus casa amada. Siempre hay cirineos... Apoyado en ellos el hombre callaba mientras los tambores de Semana Santa tocaban y el clarín hería la noche de todas las calles cuando Dios pasaba.  Como a Jesucristo, al hombre, una samaritna le dió a beber agua. Mi casa, pedía, llevarme a mi casa. Se quedó la casa esperando su vuelta y el hombre llorando nunca volvió a ella. 
Yo voy a la casa y siento la pena de morir en vida. A nadie lo cuento, a nadie lo digo, pero es tan triste que muero por dentro.
Los pueblos se quedan vacios, en sombras oscuras, con  casas vacias que nadie recorre. Sin pasos, sin risas, sin algún enfado y el beso robado que en ella nació...Todo se ha perdido. Todo pereció. Los pueblos se mueren y ni los fantasmas acuden a ellos. La congoja es tanta que solo el silencio es dueño de ellos.
Cuando amanece un rayo de luz llena los rincones y entonces, solo entonces veo caer lágrimas de  muchos rincones. Y el sol, asustado se va a los campos para no escuchar llorar a las casas vacias de todos los pueblos. A veces yo creo que al despertar abriré los ojos en mi antigua casa, en mi calle amada,allí con aquellos vecinos de antaño que ahora no están. A veces me niego a pasar por aquella calle donde está mi casa con ese letrero donde se reclama que alguien la compre. A veces ignoro si todo es un mal sueño y he de despertar.
A veces, a veces la vida se acaba y nos asomamos a las viejas casas para recordar
 
 
 
Natividad Cepeda

Recordando a los poetas: Eladio Cabañero López


 Eladio Cabañero Nació en Tomelloso (Ciudad Real) España el  6 de diciembre de 1930. Falleció en Madrid  el 22 de julio de 2000. Enterrado en el cementerio Municipal de Tomelloso

 

 DE ELADIO CABAÑERO Y DE SU LIBRO “DOCE POETAS ALREDEDOR DE UNA MESA” (1958-1961

PUBLICADO EN 1970 EN Barcelona POR Plaza Y JANÉS

 

El POEMA

 

Amigo Carlos

                             (A Carlos Sahagún, joven amigo nuestro)

 

Bello es estar delante de un paisaje

sin sombrero, de frente,

a media altura el corazón del traje,

sin tapa, transparente.

 

Prudentes hay que desconfían

del tiempo más que de la muerte,

hombres que no varían,

piedras calladas, roca fuerte.

 

Tú, Carlos, con un ave de alegría,

con un pájaro listo en la cabeza,

eres, apenas hombre todavía,

un rehén de la belleza.

Tú, amigo, enamorado de la gente

-bien se te ve en la cara-, tú aterido

de amor, de mundo de repente

tan niño huérfano afligido.

 

Tú, Carlos, sabedor que lo de menos

es ya que el paraíso sea mentira,

que Eva baile y se chispe, si entendemos

que es bueno el aire cuando se respira,

que es bueno hablar a veces de otras cosas,

robar panes y libros, no dinero,

desconfiar un poco de las rosas

que se crían -¡ milagro¡- en el tintero.

 

Es bueno gastar bromas, mover risa,

hablar mal de los tontos y los malos,

aborrecer la brisa

que no orean otras frentes, quebrar halos.

 

Y es bueno hallar verdades verdaderas,

mirar la hierba verde, verde,

no recordar otoños, primaveras,

todo eso que se pierde…

 

 

Cuando Eladio Cabañero estaba ingresado en una cama del Hospital de la Princesa de Madrid, yo toqué la puerta de su habitación para pedir permiso, tímidamente, para poder pasar y verle; desde adentro me dijo una voz de mujer, adelante: abrí despacio la puerta y Eduarda Moro, su esposa, se acercó a mí y me acercó a la cama. Sonriendo le dije a Eladio que probablemente no me recordaba y él, tendiéndome sus manos, con una amplia sonrisa me dijo que sí, que como no y hasta me acuerdo de cuando comí en tu casa con tus niñas sardinas fritas y un huevo frito.

En un ángulo de la habitación, sentado y en silencio, estaba Carlos Sahagún, su amigo. Después en aquella calurosa mañana del  22 y 23 de julio del año 2000, en el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Tomelloso, por la tarde y la noche sentado en silencio estaba velando al poeta su amigo, Carlos Sahagún. Ningún otro poeta. Fue su amigo hasta la muerte. Por eso he  elegido este poema de Eladio Cabañero, en homenaje a los dos poetas y a la amistad.

 

 

                                                       Natividad Cepeda

sábado, 26 de septiembre de 2020

La actualidad de Francisco de Goya y Francisco de Quevedo en nuestra triste actualidad diaria.


 

Es triste para mi contemplar este cuadro de Francisco de Goya que se ha dado en llamar  “A garrotazos” Es triste porque tiene razón hoy también este cuadro cuando ha pasado el tiempo sobre el cuadro y no sobre algunas malas mentes.

Yo, que durante tanto tiempo creí en la bonanza donde mis hijos perduraran respetando ideas y creencias sin atacar las leyes que mi generación votó para en paz prosperar en cultura y bienes…

Yo, compruebo, que ahora esa bonanza se está resquebrajando sin límites negando desde las instituciones el respeto a las leyes que rigen mi país.

Yo, que no temo a mi muerte, pero si temo la muerte de la libertad y los derechos arrasados de una sociedad herida en su salud, herida en su economía camino de la pobreza y la mendicidad, que es una verdad y no una mentira, como las que escuchamos a diario en tantos portales de noticias asfixiadas por  el poder constituido…

Yo, al ver ese cuadro del pintor Francisco de Goya, me pregunto ¿por qué hemos de volver a la pelea, olvidando al pueblo sufriente y olvidado, ese pueblo que calla y no alborota, que trabaja y no medra a costa de los otros, de esos que clavan su aguijón en las economías y viven, gracias a su costa, aludiendo e invocando, salir a pelear a garrotazos, por plazas de todas las ciudades con el mandato cruel y despiadado de lanzar los unos a los otros mientras ellos, los que lanzan proclamas,  se llenan los bolsillos y viven como reyes sin corona  en palacios con sequito incluido?

Yo, después de tantas muertes ocurridas en los meses de atrás, y también ahora, a diario los muertos, sin darles importancia como si esos muertos no fueran de este mundo, me pregunto, ¿A dónde está el raciocinio, la voluntad de no herir más de lo que ya estamos?  ¿Adónde  la lógica y el mirar por nosotros? ¿Adónde nos llevará este incierto presente que nos prepara tan mal futuro?

Yo, en éste empezado otoño me resisto a volver a vivir a garrotazos, esos garrotazos verbales que se alzan para deshabilitar la democracia y volver a la miseria y al odio sin ética ni moral, sin principios de buena convivencia.

Yo,  que solo pido pan y trabajo y respetar las leyes, no entiendo que la gente del pueblo no vea el engaño de azuzarnos los unos contra los otros para herirnos, y dejar en las cunetas actuales, la sangre de todos: nuestra sangre de padres y de hijos… De jóvenes sin horizonte de verdad,

He vuelto a leer a Francisco de Quevedo en ese poema de la pobreza y el dinero  por su actualidad. Confieso mi admiración por su grandeza de escritor y poeta y. mi dolor, por lo que afirma que hoy de nuevo es actualidad cuando afirma…

 

¿Quién con su fiereza espanta

el Cetro y Corona al Rey?

¿Quién, careciendo de ley,

merece nombre de Santa?

¿Quién con la humildad levanta

a los cielos la cabeza?

La Pobreza.

 

¿Quién los jueces con pasión,

sin ser ungüento, hace humanos,

pues untándolos las manos

los ablanda el corazón?

¿Quién gasta su opilación

con oro y no con acero?

El Dinero.

¿Quién la Montaña derriba

al Valle; la hermosa al feo?

¿Quién podrá cuanto el deseo,

aunque imposible, conciba?

¿Y quién lo de abajo arriba

vuelve en el mundo ligero?

El Dinero.

 

Francisco de Quevedo

 

Siglos de ignorancia nos condujeron a la manipulación de los poderosos igual que hoy, por eso la pintura de Goya y el poema de Quevedo tristemente son actualidad.

 

Natividad Cepeda

sábado, 19 de septiembre de 2020

Bombos de Tomelloso surgieron de las manos de hombres y mujeres

            Surgieron de la piedra del terreno y de las manos de hombres y mujeres en su afán de lograr un futuro. Llegaron y no había cuevas donde guarecerse. Tampoco alquería ni cortijo. Tomaron un trozo de tierra, escasas fanegas de tierra sin río y desmontaron, primero las marañas del monte bajo ya esquilmado, después clavaron el arado y surgieron las piedras. Esa costra caliza que fueron amontonando para que el grano sembrado al voleo no tuviera tantos impedimentos.

Desperdigados quedaban en el magín  aquellas leyendas perdidas en la noche de los siglos. Les contaron que para defenderse en la llanura de tribus enemigas construyeron con hiladas de piedra, circunferencias unidas alrededor del pozo que habían excavado. El pozo era la vida para las familias y para los ganados. Al pozo había que defenderlo, también al grano cosechado y, como no, a las vasijas de aceite y de vino. Más ¿cómo ver venir con antelación al enemigo ladrón en mitad de la tierra a cielo abierto?

Piedra a piedra surgieron las motillas y fueron baluarte de despensa y, de guerra, si era necesario. Conquistaron los ejércitos romanos la llanura, y antes que ellos, otros muchos guerreros. Con piedra caliza sin argamasa ni mortero hicieron las motillas, y con piedra labrada los castillos, los circos romanos, las iglesias románicas y godas; los circos y teatros y las ciudades que surgían en tiempos de bonanza.

Pasaron de cien en cien los siglos. Pasaron las epidemias y la muerte de miles de víctimas. Se derrumbaron aldeas cuando se quedaron sin gentes porque casi todos estaban enterrados y los que quedaron se fueron buscando sobrevivir en otros lugares.

Pasaron las estaciones y el pozo se mantuvo intacto. El viento Abrego y el Cierzo azotaban caminos y veredas polvorientas… Las tierras habían recobrado tomillares, allozos,  higueras romeros en flor en primavera. Florecía el cardo en su cardencha y el esparto se movía suavemente en sus ramos por  aquí y por allá. Los villares, aquellos núcleos que fueron habitados, yacían casi sepultados. Pasaban cruzando los ganados de la poderosa Mesta y abrevaban en el pozo rodeado de tomillares.

Los sueldos eran pocos y escasos, con los pocos dineros que tenían cansados de ser explotados, unas familias famélicas, vieron la tierra sin labrar y la hicieron su tierra prometida. Recordaron aquellas confortables viviendas de piedra y en vez de desechar las piedras construyeron en hiladas y su cúpula falsa, el bombo genuino de piedra. Vivian en el campo con sus granos y rebaños, con su plantación de viñedo y en el paisaje agreste surgieron los bombos tomelloseros.  Piedra sobre piedra  se fueron multiplicando por los campos, y eran y son, seña de identidad de un pueblo.

El látigo del tiempo ha destruido algunos, otros permanecen como vigías del pasado. Los amo y los admiro. Los contemplo como se contempla la imagen de todo lo que es sagrado. Bombos y chozos manchegos descendientes de la piedra milenaria y de todos  aquellos que con ella construyeron sus primeras viviendas. Os admiro, y con vosotros y a vuestro lado, toco esa piedra que acoge en su interior con su termal cobijo, la vida de tantas vidas desde ayer.

 Nadie los protege. Las administraciones públicas les restan importancia y en alguna ocasión si es imprescindible, alaban las manos que los alzaron en el paisaje rural de hoy, Aunque los pobres bombos también pagan impuestos. Avaricia del fisco que no tiene emoción ni amor por esa cúpula redonda que desde la carreta y los caminos admiramos, desde esa distancia del viajero que cruza y se para a pernoctar en nuestros pueblos. Sí, porque por aquí vivir del turismo sigue siendo un sueño… Y todavía hay quien asegura que defendemos lo nuestro. Escasa memoria se tiene. Y poca cordura cuando están ahí y seguimos sin verlos.

 

Natividad Cepeda

jueves, 17 de septiembre de 2020

 Llegue ante las ruinas del castillo, allí donde nadie  había. Las losas enterradas entre la tierra de los siglos verdeaban por la humedad que el agua había dejado. Soplaba un viento que silbaba al pasar por los huecos de lo que fueron  puertas en la muralla. Hice un esfuerzo para imaginar la magnificencia del lugar y  cerré los ojos para escuchar los cascos de los caballos pasando por el puente de madera encima del foso, Los defensores asomados en las altas torres, y las damas, tiritando de frío entre los tapices que cubrían las paredes de los sillares de piedra.

Los caballos de los alférez subían por las anchas escaleras y allí, el señor de la fortaleza ayudado por sus pajes bajaba del caballo pesándole su cota de maya, casi oxidada, y aun con fatiga y mucho orgullo, intentaba bajar con el gesto más altivo que lo que el cuerpo le permitía sin soltar su escudo. La espada y el casco eran otra tortura para el cuerpo magullado y las rozaduras  por donde la camisa de lana se había rota le habían ocasionado, quemaban la piel de aquél joven hombre noble  al que ya los adolescentes de doce años, consideraban viejo con sus apenas treinta años.

Olía a  al hedor de las caballerizas y a los cerdos y gallinas que al lado en los corrales, o sueltos cuando no había batallas, grandes o pequeñas escaramuzas, obligaban a recoger animales y personas en el interior. No quedaba nada de los grandes fuegos en las estancias, ni de la leña y los hornos para cocer el pan... Aquellos vestigios se sostenían de pie mostrando a los visitantes piedras sobre piedras y la tierra colonizando las ruinas sin esplendor alguno.

Anduve recorriendo todas las piedras de aquél baluarte  en ruinas, sintiendo a mi alrededor, ulular al viento como si al entrar y salir de hendiduras y pasadizos semi ocultos entre las rotas estancias resonaran los pasos de los caballeros y los cascos de los caballos sobre el pavimento de piedra.

Algo rozaba a los visitantes que se atrevían a profanar aquellas piedras roídas  y diseminadas  sin concierto y sí, con mucho tiempo de permanencia. Algo que apenas si se captaba. Y sentí que había que marcharse y seguir leyendo las batallas en los libros  para dejar en paz la sangre vertida en aquél lugar.


Natividad Cepeda 
 

martes, 15 de septiembre de 2020

La cueva del vino

 Ayer en Tomelloso las cuevas fueron el refugio del vino y la despensa de las familias viticultoras. Las cuevas  se hicieron picando desde afuera en la tierra del trozo de la casa que no estaba habitada y, picando con picos los hombres de la familia, y las mujeres sacando la tierra sobrante con  espuertas, hicieron el milagro de la oquedad tan grande que adentro se instalaron tinajas para que el mosto  fermentara y, el vino hirviendo en sus panzas, primero de barro y después de cemento fermentara.
Yo recuerdo en mi infancia. cuando apenas era una niña de cuatro o cinco años, ver a mi abuelo paterno, y a otros hombre,s picar dentro de la cueva que ya había,  para agrandarla y así, poder poner nuevo envase porque la cosecha era mayor y la producción del vino así lo exigía.
Me sentaba en el primer escalón al lado de la pared, muy pegadita, viendo como picaban sin hablar y cuando descansaban, se limpiaban el sudor con el brazo y beban agua del botijo, y me alzaban la mano para saludarme con una sonrisa amplia en sus labios cubiertos con el polvo terroso, mientras yo embobada, veía absorta como se agrandaba el agujero sin que el techo que surgía se desplomara sobre ellos.
Lo que jamás he recordado como se hicieron adentro de la cueva las nuevas tinajas. Contaban que habían venido los tinajeros a hacerlas allí mismo. Después se encaló la cueva y  me acuerdo de ver la cal hirviendo en calderas y hombres y mujeres encalar toda la cueva hasta dejarla blanca, tan blanca que cuando la luz entraba por el hueco de la lumbrera y por la escalera del patio toda ella quedaba iluminada.
En Septiembre la casa se llenaba de gente, primero, de madrugada llegaba la cuadrilla de los vendimiadores con sus hijos y sus hatos de fardos de ropa y las sartenes que la abuela y mamá tenían preparadas con la barja y el costal con los panes de cruz, las sardinas saladas, el bacalo, pimientos, tomates, naranjas, tocino, longaniza, aceite, sal cebollas, chorizos y cajas de aun grandes apra las pipirranas y chocolate del Cristo de Villajos o del Toro, para los niños.
Las mujeres preguntaban si podían quedarse con las fundas del chocolate porque juntando  muchas les daban regalos, platos, cacerolas, muñecas, balones...   Claro que sí, les decían y riendo comentaban que como algunos y algunas eran algo golosos y galgos también comerían chocolate con pan, que bien rico estaba pues  ya se les mandaría mas con el carrero. 
Cuando se marchaban el patio grande de los carros  se quedaba en silencio y nos mandaba a acostar un rato más porque era muy temprano, aunque ya no me dormía.
La casa en vendimia tenia aroma de vino nuevo y cuando fermentaba el mosto se cerraba todas las puertas y ventanas y el abuelo y los pisadores encendían velas para bajar y así, comprobar si el tufo ya no estaba y no quedaba peligro para bajar a la cueva.
Los pisadores desayunaban en el patio. casi siempre pan con queso en aceite, que la abuela les preparaba y melón y sandia porque de eso teníamos en casa. Al medio día guisaban para todos y las gachas con tocino eran muy requeridas, aunque un puchero con judías blancas que ellos llamaban habichuelas con algo de codillo, chorizo o lo que fuera también gustaban. 
El tiempo de la vendimia era una fiestas para mi, siempre había gente y aunque no se podía bajar a la cueva, las lumbreras cuando no había tufo, eran los grandes ventanales por donde asomándome veía el trajín del jaraíz y la cueva. El jaraíz en casa el abuelo lo tenía en la cueva y era grande con las paredes, casi hasta el techo, cubiertas de cemento; donde en los veranos, nos bajábamos a jugar, siempre vigiladas, y con tiza blanca se podía pintar en las paredes si que nadie regañara.
La cueva de casa era un lugar mágico en los vernos. Subíamos y bajábamos mis hermanas y nuestras amigas como si la escalera fuera una rampa. En la cueva no hacía calor y nadie nos molestaba.
La cueva ahora no vale para nada, esta sola en una casa vacía llena de recuerdos y de nostalgia. Cuando la veo las lágrimas asoman a mis ojos con la emoción de ese tiempo perdido y con la pena de los que me faltan.
El ayer era duro, muy duro, de trabajo esforzado pero alegre, los hombres cantaban por flamenco y en la radio y los primeros transistores, aquellos de color rosa y azul claro, sonaban las canciones de los cantaores y el locutor del fútbol voceando los partidos. 
Muchas de aquellas cuevas han desaparecido, quedan algunas y ahora se enseñan como pequeñas reductos del ayer. La gente las admira y en los propietarios de segunda y tercera generación hay al mostrarlas un regusto de orgullo por ese pasado del que venimos.


Natividad Cepeda







lunes, 14 de septiembre de 2020

La imagen de Cristo crucificado de mi pueblo


 Él, es una imagen de Cristo en la agonía, así me decía mi madre que se llamaba, y yo que jamás dije a mamá,  madre; miraba primero el rostro de mamá alzado hacía la imponente imagen y después como sin darme cuenta lo miraba a Él  y me sentía muy cerca de mamá y de Cristo, como sin palabras nos escuchara a las dos en el silencio del templo.
La iglesia de mi pueblo no es grandiosa, es una iglesia castellana  sencilla que por esa causa es acogedora. En mi infancia, cuando tenía que cogerme en brazos papá para ver los altares y el belén de las Pascuas, el piso era de madera, y me gustaba mucho porque al andar  crujía como si se quejara y yo pisaba muy fuerte para que mis pequeños pies hicieran ruido.
Un día en la iglesia llegamos y estaba levantando un lado del piso y sentí deseos de gritar  para que no lo hicieran porque aquella madera era parte de mi iglesia y de los pasos.
El nievo piso fue un terrazo blanco y negro y ese piso me hacía contar las baldosas y sumaba y restaba y multiplicaba y dividía con todas ellas y no rezaba.
Cristo en su cruz  seguía mirándonos desde su altura y por entonces fuimos al cine haber una película que se llamaba "Marcelino pan y vino", era de un niño que no tenía padres y vivía en un convento de frailes. La película me impacto porque en ella salía mi Cristo y Marcelino le hablaba igual que lo hacía yo.  
Pusieron a la venta unos cromos de la película y me compararon el álbum y yo con la paga del domingo compraba los cromos. Junte todos los cromos hasta llenar el álbum y manoseado y viejo resiste el paso de los años entre libros juveniles.
El tiempo siguió su marcha y yo crecí tanto que me decían las buenas gentes que era mas larga que un día sin pan. Ahora ya podía mirar a mi Cristo hasta sus ojos: mirar su mirada hermosa y dulce que yo sentía en lo más profundo de mi ser.
Las estaciones con sus ciclos cambiantes se sucedieron y un otoño cuando en las cuevas las tinajas acunaban el vino de al cosecha me enamoré de otro larguirucho de ojos verdes. 
Aquella vivencia era tan nueva que me sentía flotar  y al mismo tiempo no podía explicarme porqué de todo aquello tan de pronto y tan mágico. Estrené el año nuevo con un compromiso de relación formal, incluida la presentación a mis padres y hermanas de mi chico. Papá, antes me advirtió de mi excesiva juventud para aquél compromiso, diecisiete años recién cumplidos, pero yo  me sentía tan mayor como la vieja torre de mi iglesia.
A finales de enero el larguirucho de ojos verdes que me cogía de la mano siempre, me dijo preocupado, que se marchaba a un lugar llamado Sidi Ifni porque tenía que cumplir con el llamado servicio militar... 
Se marchó y durante nueve meses  a diario recibía su carta y él la mía. El cartero se habituó a traer no solo la correspondencia de papá que era mucha, y mis cuadernos de francés que yo estudiaba por correspondencia. Puntualmente llegaban las cartas de sobre de bordes azul y rojo, del avión de aquel joven soldado del que yo estaba enamorada.
Todas las tardes pasaba al templo y delante de aquel Cristo mío le pedía que a mi chico no le pasara nada. Llegó en agosto la vendimia y también mi larguirucho con el primer y único permiso  de un mes de duración. Salíamos a pasear y pasábamos al templo hasta el sagrario. Íbamos al cine, al casino y el mes fue una ráfaga de viento apenas perceptible. Y yo volví a mi Cristo; siempre solo. Siempre inmenso en al nave de la iglesia con algunos claveles rojos o blancos que dejaban algunas personas en sus pies.
Seguimos juntos el larguirucho, el Cristo y yo, con algunos kilos más, con hebras de plata entre el cabello y surcos preciosos que muestran los años vividos en el rostro de ambos.  Mi cristo en su cruz no ha cambiado, bueno el año pasado le dieron una mano de barniz y brilla como si fuera hacer un anuncio de limpieza... fallos que todos cometemos y la cofradía y el cura párroco pues lo vieron así, y así se ha quedado, lustroso de arriba a abajo.
Hoy, como otros días he ido al templo y como siempre he visto llegar  a un hombre joven de vaqueros y en mangas de camisa, llegar hasta la imagen de Cristo crucificado y de pie mirarle a los ojos y quedarse quieto en oración silenciosa. Después dos mujeres se han parado delante de la imagen y más tarde un chico de pantalón bermudas, camiseta roja y un corte de pelo se-mi rapado  con un pendiente en una oreja, pararse delante de la imagen del que aquí, en mi pueblo, llamamos el Cristo de la Misericordia, y rezarle con su vestimenta de joven y su fe de cristiano. 
Hoy los cristianos hemos conmemorando la exaltación de la santa Cruz y se ha encendido un foco enfrente del Cristo de la Misericordia para que lo iluminara por completo. 
A causa de la pandemia  del coronavirus, la nave está acotada por un banco para evitar contagios, eso no impide que hasta la sagrada imagen sigan llegando a ella hombres y mujeres de todas las edades. 
Hoy me ha emocionado ver como delante del banco que impide el paso unos y otros se han parado para rezarle. 
Hoy yo  no lo he visto, abierto en su cruz y tan iluminado por el foco. Mientras que veía  a los demás he vuelto a recordar a mamá y a papá,  a mis abuelas y abuelos y a tantos otros que se han ido con Él. He sentido la congoja llenarme el corazón y he orado siguiendo la eucaristía pared por medio de mi Cristo, pidiendo por tantos enfermos por el Covid 19. He salido del templo y he sentido que al andar, a mi lado venia Cristo Jesús,  con su misericordia dejándome paz y amor  a pesar de tantas decepciones y tantas despedidas.  
Si alguna vez llegáis hasta mi pueblo no dejes de ir a verlo es una muestra de arte cristiano. Y se le puede ver, y dejar que te mire igual que otros van a ver a Buda o al Tibet; mirarle a los ojos y comprobareis que su misericordia es infinita.

Natividad Cepeda
  
 
   

domingo, 13 de septiembre de 2020

Reatas y carreros de Tomelloso los últimos Quijotes


 En este pueblo mío hay tantos Quijotes que sin conocerlos es imposible  imaginarlo.  Los hay tan entusiasmados  que invierten su tiempo y su persona, ademas de sus ahorros, en devolver a la actualidad las mulas que ahora no son utilizadas en la agricultura y sí se utilizaron en el pasado.  Son hombres esforzados y cuidadosos de esa tradición hasta en los más pequeños detalles. 

En esa tarea inconcebible al ser desconocida no les importa apostar su pasión y vida, al margen de que las corporaciones municipales que hay, y han pasado por el ayuntamiento no les brinden un apoyo económico digno de ser considerado como patrimonio de Tomelloso.
Cuando las reatas desfilan en la Romería del último fin de semana de abril en honor de la Santísima Virgen María de las Viñas, el publico se emociona al contemplar las mulas enjaezadas con una belleza inusitada y barroca en sus arreos desde las mantillas bordadas a los correajes impolutos que lucen los animales.
Todo lo hacen ellos, el esquile, la labranza durante el año para que las mulas no se enfermen, sacarlas  por las calles para que se acostumbren a desfilar por el asfalto y aprendan a no resbalar...
Y todos los gastos de mantenimiento, piensos y arreglos de carros en perfecto estado  lo sostienen ellos. 
Hombres, casi todos jubilados con pensiones exiguas y escaso patrimonio, sus viviendas y poco más. 
Los veo desfilar y admiro su férrea voluntad por preservar esa tradición arcana de engalanar las mulas mimándolas y amándolas, orgullosos de su linaje campesino. 
Desfilan ataviados de pantalón azul o negro, camisa blanca, chaleco negro, gorra en la cabeza y pañuelo de yerbas  atado al cuello con su látigo nuevo de no haber sido usado,  perfecto, en la mano, y el gesto altivo de quienes se saben poseedores de un linaje que les ha valido y les vale, esfuerzo personal  que a nadie deben.  
En los días de romería, los políticos se hacen fotografías con ellos y sus reatas,  al velos hacer las fotografías pienso que cuando se marchan no vuelven a recordarlo porque no les conceden ayudas para su mantenimiento.  
Son quijotes nacidos en esta tierra áspera y seca, hermosa en el azul limpio de su cielo que permanece viva gracias a los muchos soñadores que se pagan sus sueños hasta que mueren. 
Cuando leo los euros concedidos a asociaciones que nadie conoce y menos sabemos de sus logros, pienso en estos carreros de mi ciudad rural y urbana, donde un grupo de personas mayores, hombres y mujeres, se afanan en mostrar esa gallardía campesina con el lustre de la vieja tradición castellana, sin mendigar ayudas, sin quejas en sus labios, sin mostrar dolor por el abandono y despereció por lo que hacen  e invierten las familias...
Los carreros tomelloseros y sus mujeres, bordadoras de mantillas de seda que lucen las mulas en sus cuerpos, cooperadoras con sus hombre en que ellos hagan realidad sus anhelo; anónimas todas ellas, en la sombra de la casa familiar al cuidado de esas ropas que sus hombres llevan limpias como chorros de oro. Porque para esas familias su fortuna es mostrar la vieja tradición del carro entoldado y enjaezado tirado por la mulas briosas y con nervio, tan valientes como ellos. Cuando alguno de ellos se muere al desfilar en las romerías y ferias, buscamos sus rostros, su gesto duro y su andar echado hacia atrás, llevando el ramal de las mulas, o andando otras veces al lado del carro y de las reatas dejando que los miren las gentes con esa postura que sólo ellos tienen desfilando con sus reatas.

Son figuras a extinguirse, sin que pase demasiado tiempo porque no tendrán fortuna para ser sostenidas por las próximas generaciones, ni arrestos para continuar en esta sociedad arruinada en valores y en sueldos  y patrimonios pequeños.  Esos patrimonios de la clase media española desapareciendo por los elevados  impuestos y la bajada continua de los productos agrarios.
Mientras escribo veo los rostros de los carreros que se han marchado de entre nosotros y si hay un cielo estoy segura que ellos estarán en un cielo de surcos arando con la mulas, mientras sueñan con ponerlas guapas para desfilar junto a ellas por las calles y plazas de los pueblos. 

Natividad Cepeda
  

jueves, 10 de septiembre de 2020

Camas de hospital

              A diario se nos informa del aumento de contagiados por el Covid19 y parece ser que las estadísticas no influyen en la gente.  
La gente sigue sentada en terrazas y van y vienen como si eso de morir no fuera algo que les atañe a ellos.
Luego hay otra gente que lleva tristeza en su mirada y  una nube opaca que parece cubrirle  por entero. Esa gente, que apenas si nos mira, es la que lleva en su mente impresa esa cama de hospital donde se quedaron los que amaban, y donde algunos de ellos han estado. 
El hospital es esa salvación adonde acudimos con la esperanza de curarnos; de salvar ese escalón que nos alargue la estancia en esta tierra que conocemos.  Y adonde, aunque mal, queremos todos continuar.
Cuando salimos del hospital no miramos la cama articulada que nos ha servido para mitigar el dolor, al contrario nos alejamos pidiendo no regresar jamás.
Olvidamos lo  afortunado que somos por poder acceder a ese hospital, Si, olvidamos que hay millones de personas con el mismo dolor que nosotros sin hospitales, sin médicos ni enfermeras, sin un calmante y un antibiótico que los cure.
Cuando en la televisión salen esas imágenes de niños calavéricos con sus huesitos señalados y sus ojos inmensos como noche de tragedia  inmensa, saltamos a otro canal porque no queremos ver esos fantasmas reales del mundo actual.
Hay dos mundos entre los humanos, el mundo de los que viven bien y ese otro donde la vida no vale nada, ni siquiera una cama de hospital para el que padece un cáncer, una pulmonía, un sida, una hemorragia interna o externa, una infección y la muerte por HAMBRE  que debe ser HORRIBLE.
Yo he mirado en ocasiones esas camas de hospital con gratitud a pesar de mi impotencia ante la enfermedad y la muerte. He pasado a su lado mirando, con el corazón encogido por el miedo, velando la respiración de mi familia, pidiendo a Dios su curación y deseando salir de aquella habitación  para dejar de ver la cama del hospital.
Me he sentido indefensa ante mi dolor y el dolor de otros y, solo cuando me he quedado a solas en la capilla desierta de cada uno de los hospitales donde he estado, me he permitido derrumbarme y rogar con mi fe y mi esperanza, ayuda para todos los enfermos de ese hospital.
Las capillas de los hospitales y de los aeropuertos casi siempre están vacías. Cuando paso a ellas el silencio me acoge y rezo por nosotros; por nosotros que no valoramos lo que tenemos y olvidamos a esos otros humanos que sufren y sufren sin que nos importen.
Se escribe  de genocidios del pasado y no escribimos de los genocidios de hoy permitidos y conocidos. 
No importan los niños famélicos, los ancianos desvalidos, los jóvenes sin recursos. No importan a nadie. A casi  nadie de los poderosos de la tierra, los que manejan las riquezas y amasan fortunas. Los que permiten que los genocidios existan. 
No importa que ni siquiera tengan una pobre cama de hospital y unos sanitarios que los atiendan. No importa. Mejor que se mueran los más pobres así no hay que saber de su existencia. No importan...


Natividad Cepeda


 

 

martes, 8 de septiembre de 2020

Crecí en un pueblo de calles limpias, tan limpias que parecían que nadie pasaba por ellas. En el ayuntamiento había dos barrenderos, Antonio, y otro que no recuerdo su nombre y al que de sobrenombre lo llamaban Chencho.. Llevaban un carrito de mano que ellos empujaban y barrían las calles más principales del pueblo además de la plaza del ayuntamiento y la plaza del mercado de abastos. Caminaban como si estuvieran muy cansados mascullando las palabras en sus platicas abstraídos en su quehacer sin que lo que pasaba a su alrededor  no existiera.  Los veíamos barrer sin inmutarnos como algo normal en la el ir y venir del pueblo. 

Ellos barrían y las mujeres, todas las mujeres del pueblo ricas y menos ricas, barrían las aceras de los metros de sus fachadas y hasta media calzada del pavimento de las calles. Importaba poco que fueran adoquinadas, de canto rodado y, todavía en mi infancia, las había de tierra la calzada. Todas las calles estaban limpias como patenas del altar y sin que nadie lo dijera también se barrían la parte de las casas deshabitadas porque eso era común en la vecindad.

No recuerdo ver jamás, excrementos de perros callejeros  desperdigados en las calles, ni bandadas de palomas ensuciando ventanas, balcones y aceras con sus plumas y palomina como ahora, que hasta nos caen en la cabeza y en la cara algunos de sus  excrementos, al pasar volando sobre nuestras cabezas. 

En la plaza de la iglesia y el ayuntamiento se escuchaba el gorjeo de gorriones y  a veces se nos paraban delante de los pies sin molestar, discretos y bellos su pequeños cuerpos, ocupando los árboles de acacias delante de la iglesia. Un día a un alcalde se le ocurrió la feliz idea de talar los arboles y re modelar  la plaza a su gusto plantando álamos blancos, en lugar de acacias. Los gorriones que tenían su habitad en las ramas de los árboles pareció que se volvían locos al ser despojados de sus nidos, y volaban gimiendo de un lugar a otro  alrededor de la torre de la iglesia, perdidos en desbandada. Los álamos crecieron tan rápido y lozanos que los gorriones se acoplaron en sus ramas. En el invierno los veíamos hechos unas bolitas oscuras en las ramas desnudas, aguantando estoicos el frío manchego y volando al salir el sol buscando su calor. Los álamos se hicieron gigantescos alcanzando su ramas casi la torre de la iglesia. Nos sentíamos orgullosos de nuestros árboles y del alcalde que los había plantado.  

Ocurrió que una mañana cuando salían los feligreses de la primera misa  se desgajó unas ramas gruesas de los álamos cayendo estrepitosamente hasta el suelo, a punto estuvo de matar a los que salían del templo. Se descubrió que los álamos al ser árbol de ribera de río habían enfermado y de nuevo se talaron y sacaron sus raíces poniendo en su lugar árboles de esos que son de los jardines actuales, híbridos y sin personalidad. Los gorriones huyeron y de pronto como una plaga bíblica   fueron apareciendo las palomas ocupando todo el espacio de la plaza, los tejados de las casas, el tejado del ayuntamiento... Pedimos a nuestros gorriones. 

Ahora con la pandemía del coronavirus  las calles están abandonadas a la suciedad se juntan los excrementos de los perros y los guantes y mascarillas tirados por el suelo, además de lo que dejan en alfeizares de ventanas y puertas, bancos y esquinas los transeúntes de llegados de América, África y rincones de la  Europa más pobre que no respetan papeleras la mayoría de ellos. Es el progreso actual. 

No convivimos con ellos, pasamos los unos al lado de los otros ignorándonos y todos tenemos miedo de todos. No es buen camino para esta sociedad globalizada manejada por la  creciente anarquía y desgobierno donde la riqueza no está bien repartida.

Antes en mi infancia y juventud mi pueblo era un lugar seguro y limpio donde los gorriones eran nuestros pájaros habituales y las palomas  habitaba en los palomares del campo. Ahora hemos recuperado algunos gorriones, pocos, y las palomas son ratas voladoras que colonizan balcones y tejados sin pudor alguno.

Antes eramos un pueblo sin tecnología pero un pueblo de calles limpias donde nos saludábamos diciendo, "buen día nos dé Dios" y nos respondían aquello de "Vaya usted con Él. Sigo pensando que Dios sigue caminando entre todos nosotros aunque no lo distingamos entre blancos, negros y entreverados, como dicen algunos cuando definen a los que no son ni blancos ni negros, ni chinos, ni ateos o creyentes. El mundo, ese mundo lejano de las películas y pueblos tan diferentes ha llegado a mi pueblo y ya no sé reconocerlo.


Natividad Cepeda















sábado, 5 de septiembre de 2020


 

Antes cuando yo era niña todas las viñas eran así cepas de vaso, sarmientos tocando la tierra y racimos absorbiendo su calor o su humedad.  Los vendimiadores y vendimiadoras iban continuamente mirando la cepa buscando entre sus arboleda verde los racimos prietos de uvas dulces. Algunas mujeres llevaban atado en el mandil una bolsa de tela con toda su abertura abierta y disimuladamente echaban en la talega de tela las uvas que por el calor se habían convertido en pasas.
El caporal cuando descubría la recogida de las pasas decía a las mujeres que no se podía perder el tiempo porque había que ganarse el jornal, después disimulaba y hacia como que no las veía coger las pasas y echarlas  en la talega de tela gris y negra confeccionada de la misma tela que la falda que por delante la doblaban y se la recogían atrás, con una laña grande, haciéndola caer como un pico o cola que tapaba todo el culo enfundado en los pantalones.
Por la noche el contenido lo vaciaban en una bolsa de tela mayor y  así día a día hasta lograr llenar el saquito de tela que luego se llevaban a su casa para comerlas en invierno de postre.
Las vendimias eran festivas porque al regresar a la casa de campo se escuchaba cantar algunas coplas y reían  si alguna de esas coplas eran graciosas con un toque picante. Los hombres cantaban por flamenco imitando a Antonio Molina, los menos y a Juanito Valderrama los más, porque era más fácil de imitar. 
Las noches de vendimia yo miraba al cielo estrellado asombrada de su grandeza y belleza mientras las mujeres contaban sus  cosas en susurro, para que los hombres no las escucharan, y los hombres, casi todos fumando tabaco negro, aguzaban el oído sin que se notara demasiado, para saber con la oreja estirada, de quien hablaban las mujeres. 
Entre los jóvenes solteros había miradas y a veces organizaban un baile de jotas al son de la sartén  y el cucharon mientras los mejores cantaores acompañaban con su voz la letras de las jotas. Al verlos cantar y bailar siempre me admiraba de que no estuvieran cansados después de la dura jornada. Eran tan alegres que parecía que todo era felicidad cuando en realidad, cada uno de ellos y de ellas, llevaban muchas preocupaciones  entre pecho y espalda.
Aquellas vendimias con las gentes de nuestros pueblos eran  muy diferentes de las de ahora. Vendimias duras, pero vendimias donde yo aprendí lo importante que es saber escuchar  para aprender de aquellos que, según ellos mismos, aseguraban no saber nada.
Comprobé el respeto entre todos ellos  y la forma de esperar turno para coger de la sartén la comida, como se troceaba el pan de cruz y se repartía entre unos y otros. También quien se pedía la orilla, que es el principio por donde se corta ese pan, para hacerse en su hueco una cata de tomate y  aguardar su turno si la petición era de varias personas. De aquellas vendimias salían amistades para toda la vida y rencores rozando la envidia, mascullada entre dientes tragándose la saliva para que casi nadie lo notara.
Con el calor se ponían pegajosas las manos de las uvas, en ellas  se dejaba caer agua del botijo, cuando, de cuando en cuando, se hacían pequeñas paradas para beber agua o liarse un cigarro. 
De aquél mundo rural no queda nada, al recordarlo tengo la sensación de que no ha existido o es muy posible que yo solo sea un recuerdo viajando  entre el teclado de un ordenador. 

Natividad Cepeda

 

martes, 1 de septiembre de 2020


 Ha llegado septiembre con sabor a uvas y susurros de enfermedad y muerte enrevesada y cruel. Ha llegado con ese canto antiguo de vendimia donde anteriormente, no ahora, se celebraban fiestas en honor al vino que después nacería. 

La muerte de las uvas en los lagares era la prosperidad de las familias, el reencuentro con los frutos de la tierra y el sustento para los meses venideros.

Escucho en estos primeros días, solo dos días septembrinos, la desazón en la sociedad por la apertura de los colegios y toda esa carga de incertidumbre frente a la pandemia del Covid 19 que persiste en ser nuestro azote diario.

No soñamos en conseguir la luna porque se nos han roto los sueños en los bares y restaurantes arruinados, en los millones de parados sin ayudas, en los miles de personas que llegan en pateras buscando en este país nuestro desolado, un imposible refugio para mejorar su vida. Se nos han roto los sueños y la esperanza está hecha pedazos de impotencia ante la actualidad que nos entierra en miseria y muerte.

En la foto fija de España  vemos a la clase política dominante vivir a cuerpo de rey mientras el pueblo se traga sus lágrimas y su rabia. Nos hacemos esas preguntas que nadie nos contesta ¿hasta cuando podremos aguantar? y ahora hay que recoger la cosecha que las manos de los españolitos, apuntados al paro, no quieren  hacer porque no es trabajo para ellos...

En la semipenumbra del escarnio a los viticultores se les ha llegado a llamar esclavistas, explotadores y otros adjetivos difamadores que no quiero escribir porque, no es así.  Que en este sector hay también  malvados, no lo dudo, pero en número pequeño porque la agricultura en España va amenos precisamente por la forma de vida del sector, agobiado y perseguido por  las administraciones y sindicatos, amén tener que lidiar con una mano de obra extranjera y no tan eficaz como se quisiera. Y, nadie, absolutamente nadie, investiga las bolsas del paro; de esos parados que durante años no han trabajado y vive cobrando de la sopa boba dela administración y los impuestos de los que trabajan.

Escribo de toda esta realidad sabiendo que sería mejor callar  convencida de que seguirán medrando los picaros y vagos  y en la cuneta iremos quedando los demás. Es demasiado profunda la impotencia de este futuro incierto y cuando se vendimie vendrá la inseguridad de cómo se venderá la cosecha  en un mercado a la baja con los precios de salarios y gasóleos subiendo... 

Y además esta pandemia que nos engulle  sembrando de muerte pueblos y ciudades. Septiembre ha llegado y al ir terminando el verano no vemos solución a tantos males como nos rodean.


Natividad Cepeda