lunes, 14 de septiembre de 2020

La imagen de Cristo crucificado de mi pueblo


 Él, es una imagen de Cristo en la agonía, así me decía mi madre que se llamaba, y yo que jamás dije a mamá,  madre; miraba primero el rostro de mamá alzado hacía la imponente imagen y después como sin darme cuenta lo miraba a Él  y me sentía muy cerca de mamá y de Cristo, como sin palabras nos escuchara a las dos en el silencio del templo.
La iglesia de mi pueblo no es grandiosa, es una iglesia castellana  sencilla que por esa causa es acogedora. En mi infancia, cuando tenía que cogerme en brazos papá para ver los altares y el belén de las Pascuas, el piso era de madera, y me gustaba mucho porque al andar  crujía como si se quejara y yo pisaba muy fuerte para que mis pequeños pies hicieran ruido.
Un día en la iglesia llegamos y estaba levantando un lado del piso y sentí deseos de gritar  para que no lo hicieran porque aquella madera era parte de mi iglesia y de los pasos.
El nievo piso fue un terrazo blanco y negro y ese piso me hacía contar las baldosas y sumaba y restaba y multiplicaba y dividía con todas ellas y no rezaba.
Cristo en su cruz  seguía mirándonos desde su altura y por entonces fuimos al cine haber una película que se llamaba "Marcelino pan y vino", era de un niño que no tenía padres y vivía en un convento de frailes. La película me impacto porque en ella salía mi Cristo y Marcelino le hablaba igual que lo hacía yo.  
Pusieron a la venta unos cromos de la película y me compararon el álbum y yo con la paga del domingo compraba los cromos. Junte todos los cromos hasta llenar el álbum y manoseado y viejo resiste el paso de los años entre libros juveniles.
El tiempo siguió su marcha y yo crecí tanto que me decían las buenas gentes que era mas larga que un día sin pan. Ahora ya podía mirar a mi Cristo hasta sus ojos: mirar su mirada hermosa y dulce que yo sentía en lo más profundo de mi ser.
Las estaciones con sus ciclos cambiantes se sucedieron y un otoño cuando en las cuevas las tinajas acunaban el vino de al cosecha me enamoré de otro larguirucho de ojos verdes. 
Aquella vivencia era tan nueva que me sentía flotar  y al mismo tiempo no podía explicarme porqué de todo aquello tan de pronto y tan mágico. Estrené el año nuevo con un compromiso de relación formal, incluida la presentación a mis padres y hermanas de mi chico. Papá, antes me advirtió de mi excesiva juventud para aquél compromiso, diecisiete años recién cumplidos, pero yo  me sentía tan mayor como la vieja torre de mi iglesia.
A finales de enero el larguirucho de ojos verdes que me cogía de la mano siempre, me dijo preocupado, que se marchaba a un lugar llamado Sidi Ifni porque tenía que cumplir con el llamado servicio militar... 
Se marchó y durante nueve meses  a diario recibía su carta y él la mía. El cartero se habituó a traer no solo la correspondencia de papá que era mucha, y mis cuadernos de francés que yo estudiaba por correspondencia. Puntualmente llegaban las cartas de sobre de bordes azul y rojo, del avión de aquel joven soldado del que yo estaba enamorada.
Todas las tardes pasaba al templo y delante de aquel Cristo mío le pedía que a mi chico no le pasara nada. Llegó en agosto la vendimia y también mi larguirucho con el primer y único permiso  de un mes de duración. Salíamos a pasear y pasábamos al templo hasta el sagrario. Íbamos al cine, al casino y el mes fue una ráfaga de viento apenas perceptible. Y yo volví a mi Cristo; siempre solo. Siempre inmenso en al nave de la iglesia con algunos claveles rojos o blancos que dejaban algunas personas en sus pies.
Seguimos juntos el larguirucho, el Cristo y yo, con algunos kilos más, con hebras de plata entre el cabello y surcos preciosos que muestran los años vividos en el rostro de ambos.  Mi cristo en su cruz no ha cambiado, bueno el año pasado le dieron una mano de barniz y brilla como si fuera hacer un anuncio de limpieza... fallos que todos cometemos y la cofradía y el cura párroco pues lo vieron así, y así se ha quedado, lustroso de arriba a abajo.
Hoy, como otros días he ido al templo y como siempre he visto llegar  a un hombre joven de vaqueros y en mangas de camisa, llegar hasta la imagen de Cristo crucificado y de pie mirarle a los ojos y quedarse quieto en oración silenciosa. Después dos mujeres se han parado delante de la imagen y más tarde un chico de pantalón bermudas, camiseta roja y un corte de pelo se-mi rapado  con un pendiente en una oreja, pararse delante de la imagen del que aquí, en mi pueblo, llamamos el Cristo de la Misericordia, y rezarle con su vestimenta de joven y su fe de cristiano. 
Hoy los cristianos hemos conmemorando la exaltación de la santa Cruz y se ha encendido un foco enfrente del Cristo de la Misericordia para que lo iluminara por completo. 
A causa de la pandemia  del coronavirus, la nave está acotada por un banco para evitar contagios, eso no impide que hasta la sagrada imagen sigan llegando a ella hombres y mujeres de todas las edades. 
Hoy me ha emocionado ver como delante del banco que impide el paso unos y otros se han parado para rezarle. 
Hoy yo  no lo he visto, abierto en su cruz y tan iluminado por el foco. Mientras que veía  a los demás he vuelto a recordar a mamá y a papá,  a mis abuelas y abuelos y a tantos otros que se han ido con Él. He sentido la congoja llenarme el corazón y he orado siguiendo la eucaristía pared por medio de mi Cristo, pidiendo por tantos enfermos por el Covid 19. He salido del templo y he sentido que al andar, a mi lado venia Cristo Jesús,  con su misericordia dejándome paz y amor  a pesar de tantas decepciones y tantas despedidas.  
Si alguna vez llegáis hasta mi pueblo no dejes de ir a verlo es una muestra de arte cristiano. Y se le puede ver, y dejar que te mire igual que otros van a ver a Buda o al Tibet; mirarle a los ojos y comprobareis que su misericordia es infinita.

Natividad Cepeda
  
 
   

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