jueves, 2 de abril de 2015

Los cristos olvidados

                                      
Se ha ido quedando en la penumbra con los ojos cerrados sin que lo que hay junto a él le interese. Día tras día su voz se ha ido apagando como si le faltara aceite en el candil de su cuerpo gastado. Apenas si mira la luz del día cuando amanece y él está levantado, recorriendo el pasillo con  pasos vacilantes. Tantea la puerta, la pared y quiere andar sin el bastón…hay veces que consigue llegar  a su sillón, a la cocina o al baño; otras veces se derrumba y cae como un cristo vencido y dolorido por el peso de la edad: Por los años que le han dejado los ojos cubiertos de noche impenetrable, vive esa noche oscura de la que nos habla Juan de la Cruz. Le preguntamos, todos le preguntamos por el pasado y todavía su memoria resucita pasajes vividos, momentos de ese viaje grandioso que es la vida. Mamá lo mira pesarosa y se le escapa una lágrima que oculta con su mirada entretenida en leer un libro o en ver programas televisivos de los que hacen preguntas. O mueve la cabeza impotente porque ya nada puede hacer por el compañero que ama por encima del tiempo, de las arrugas y la devastación inmisericorde de la vejez. Todos lo queremos. Hasta los pequeños biznietos se despiden del Yayo con un beso  y él, con sus manos los acoge como si fueran preciosas  y frágiles figuras de cristal de Murano. Nos duele a todos verlo tan débil. Y sabemos que no hay cuenta  adelante y nos sigue doliendo como si tuviéramos una espina clavada en el centro del pecho.
Para todos nosotros  esta es la Pasión; la que vivimos  y no, nos consuela ser un poco cirineos, porque no le podemos quitar su cruz. A veces asumir la indigencia de ser tan poca cosa es difícil para el orgullo humano. Mis padres rezan cada tarde el rosario, y mamá recita misterios y letanía sin dejarse ni una sola jaculatoria olvidada. Viejos cristianos, sin presumir de ello, jamás lo han hecho. Rezan con la fe  de quienes esperan resucitar en la Pascua Florida, sin asomo de duda y sin otro misterio de teologías, no lo han necesitado. Quisiera ser así, no dudar ni pensar que la fe en Cristo Jesús, el Señor del amor, es sencilla como esa creencia que no ha dejado de crecer con los años.

Lo hermoso de esta tristeza es tenerlos en medio de la familia, como  tienen los árboles los nidos sujetos a sus ramas sin hojas, sin caerse, esperando que al llegar la primavera  regresen las aves a sus nidos  cuando reverberen sus hojas. Y los árboles, al saludar a los que llegan de su largo viaje, preguntan por los que se quedaron en esa travesía. Pero duele verlo tan débil, tan caído en mitad del camino. Calvario y Gólgota de los seres humanos, tan soberbios a veces, tan crueles y huecos como si nos tragáramos el mundo de un bocado,  y el mundo sigue ahí  cuando unos y otros nos vamos, y dejamos de ser números  hábiles.  
No entiendo muchas cosas, y ni juzgo el por qué suceden esos abandonos porque hay que vivir dejando en la cuneta el amor y la entrega. No lo entiendo. Y cuando en primavera desfilan las imágenes de los cristos sangrantes de madera o escayola, al mirar sus bellas esculturas me sigo preguntando qué hacemos con esos otros cristos que yacen olvidados. Aparcados en pulcras residencias, tan solo porque no se murieron y llegaron a viejos. No entiendo como el tiempo, tan escaso y veloz, se les niega a los que no tienen tiempo. Viejos que hasta es posible que algunos no amaran suficiente cuando eran muy jóvenes, aun así, no entiendo que si se tenga tiempo para ir y venir de un lado para otro buscando el agasajo, el goce, la prebenda de ser muy importantes y restar ese tiempo a los padres tan viejos. Lo he visto, lo veo y me sobran palabras cuando escucho, que antes son los compromisos, de cualquier índole, profesión y oficio. Si el dolor es verdad que santifica la vida, yo creo que todos los pecados cometidos se perdonan cuando se llega a viejo y falla la energía.

Me duele, a todos nos lacera el verlo tan caído. Papá se nos marchita como una flor de invierno. Es como el quejido de la saeta que llora y se lamenta de la muerte, y grita ante esa derrota que no puede impedir. Dolor de penitencia es verte reducido a depender de otros. Dolor de ser pequeños muñequitos de barro.  Pasión de cada uno cuando la vida falta y las fuerzas son una tela manida que ya ni podemos zurcir.
Cuando se cae mi padre y queda de rodillas sin poder levantarse, yo pienso en Jesucristo, hombre y Dios al tiempo, y si en Él no creyera, también le preguntaría  por qué nos amó tanto. ¿Por qué, Señor, la vida es tan dura y nos pasa factura? Y creo que me responde, porque os amé más allá de la muerte. Ese es el misterio, amar y amar sin cansarnos de hacerlo. De darnos.

                                                                                                                                        



Publicado 27 marzo 2015           
                                                                                                                                                                                              Natividad Cepeda










Arte digital: N. Cepeda