Verano en San
Francisco
Alas de águila necesitaría
prontas
al vuelo.
Yehuda Haleví
Te llevé al aeropuerto
con mi risa pintada. Era verano en Madrid.
Dentro de los autobuses se exhibía la piel morena de
piscinas.
En los ancares, esperaban los pájaros de alas de metal con su vientre
civilizado de ballena, inmóviles, en sus pistas de
asfalto como espadas.
Tú, eras una espiga granada bajo el sol de Castilla,
de tacto frágil
como amapola flotando al vaivén del solano,
emergiendo en su sombra.
Fuimos hasta la ventanilla de cambio de moneda y el
fajo de pesetas
lo cambiamos por dólares. América era un eslabón de siglos anteriores.
Se movía tu pelo, suave, y negro por tu espalda,
surcando el primitivo
andar de tus caderas. Como el sol en la cal, eras tú
cruzando toda erguida.
Se estiraba
recién nacido julio con sus dedos de brasas, contraído
su volcán, detrás de Somosierra, como rosa de
invierno impoluta.
Madrid, era el embarque, para dejar los miedos en la
diosa Cibeles.
Llegar con escribano y, pactar, desde la Puerta de Europa con Colón.
Seguramente en el yunque oxidado de lo que creemos
finito, retornaba
en tu instinto, el ansia de volver a ser
conquistadora de las viejas ciudades.
Supe que tu ausencia se convertiría en mi oración,
callada y sin triunfos.
Tu partida, era el adiós de una niña, para descubrir
su dimensión de mujer.
No me podía engañar, todo el rumor del día era el
preludio del tiempo,
su llamada, utilizando la informática, el piloto
automático y el radar.
Pero daba lo mismo partir en carabelas que en
pegasos veloces.
Yo soltaba tus manos, asidas hasta hoy, a las mías, quedándome vacía.
Me guardé mi renuncia, y tu perfil se fue en una
escalera deslizante.
Yo era un árbol desgajado con un bolígrafo triste
para anotar tu vuelo.
Era una sombra desorientada por las salas, el
aparcamiento y los taxis
sin saber que hacer con un llanto sin lágrimas,
clavada en una cruz de aire.
Volví a pasear por Castellana, me senté en una
terraza de Cuzco,
y terminé a la noche, tomando una copa de cava en el
Café de Oriente
Ignoraba dónde se encontraba la calle para
doblar esa esquina
donde no me atacara el miedo de fiera al perder mi
cachorro.
Después de no sé cuantos días sin memoria el aire
olía a amanecer.
Había por los tejados un aroma de trigos y de paja empacada.
Por la noche el viento vendaba mis ojos, y tu risa
salpicaba el teléfono.
Aprendí a que tu voz me enseñara una vigente y renovada
geografía.
Supe que tú eras mi donación y mi comienzo, mis alas
y mi aliento,
mi universal materia cósmica. Comprendí que del amor
nace la libertad.
Detrás de mi ventana, desde un lejano noviembre hay
una estrella
de seis puntas. Un prisma de cristal que nació en
San Francisco.
La estrella es un zafiro de treinta vidrieras. Mi
hija la hizo para mí
en una ciudad de California. Volvió con ella y la
puso en mis manos.
La estrella y yo, nunca decimos nada, cuando detrás
de la ventana
se suceden las mieses, y el otoño se desnuda en incontados árboles.
Mirándola, recuerdo, que hace tiempo fui
escandalosamente ingenua,
maravillosamente joven, tanto, que quería volver a
San Francisco.
...Volver a donde nunca estuve... La vieja ciudad y
yo nos pertenecemos
románticamente, desde un verano que acogió a mi hija
y me dio su estrella.
Natividad Cepeda
Diploma Otorgado Ilmo. Ayuntamiento de Villanueva de
los Infantes
Marzo 2003