miércoles, 25 de diciembre de 2013

Crisálida de invierno

                                                    
El aparcamiento de la T1 del aeropuerto de Barajas en Madrid estaba lleno de coches y también los había en otros aparcamientos. Tres meses atrás el mismo aparcamiento estaba vacío y fue entonces cuando la crisis mostró su rostro en los viajes por avión. A través de los ventanales del aeropuerto se ven las hojas desprendidas de los árboles desvanecidas entre las nubes grises de la tarde. Enredadas en las gotas de lluvia pasaban y salían personas que esperaban o despedían a los viajeros con el nerviosismo en sus miradas. Para los que partían los adioses se quedaban en tierra de nadie, imposibles de alcanzar desde las ventanas y los cielos vacilantes de las escaleras de las nubes.

Sentada en una de las salas de espera, una señora vestida de abrigo de napa forrado de visón, desde su móvil preguntaba a varios conocidos, si tenían para dejarle, un vasito de jerez seco para terminar de cocinar unas perdices. Al otro lado una joven con jersey beige entretejido de dorados metálicos se quitaba un abrigo azul de plástico brillante con la desenvoltura de quien se despoja de una toalla después del baño. Se notaba que las prendas de ambas eran de precios diferentes, e incluso sus expresiones marcaban su diferencia social: las unía que las dos esperaban a personas que amaban. Las dos miraban el reloj y a la vez llamaban por teléfono impacientes por el retraso del avión. Apoyados en la barra de contención, frente a la puerta por donde salen los viajeros, un hombre decía a su mujer, que su hijo era el último que aparecería, como siempre, repetía una y otra vez. La mujer llamó por el móvil y la escuchamos decir que el padre estaba impaciente y cansado de esperar. Los mensajes digitales ocupaban a la mayoría de las personas. Las mochilas cargadas en la espalda denunciaban a los jóvenes en el malecón del aeropuerto, y en comedio de todos la búsqueda del encuentro familiar.

Algunos taxistas esperaban a los clientes sentados dentro del aeropuerto con caras de cansancio y desanimo. Un empleado asiático empujaba una larga hilera de carritos sin mirar a nadie. Las cafeterías y restaurantes se mostraban vacías, de forma que los empleados al mirarnos mostraban su preocupación por la falta de ventas. El anuncio navideño se reflejaba en los abrazos y en las sonrisas emocionadas de todos. Pensé, ha pasado un año, empieza otro, y seguimos buscando la esperanza entre los nuestros. La canción de estas fiestas late en el amor que la crisis no ha destruido todavía, pero lo que sí podemos ver son las grandes diferencias que abre brecha entre los que tienen, y aquellos que se mantienen a flote a duras penas.

Ya en la calle unos chicos se acomodan en un taxi y ruegan los lleven a la calle Serrano de Madrid…  Allí hay boutiques donde es casi imposible ir de compras  muchos millones de españoles; un vestido puede costar 200 y 350 euros y una blusa 170 y pantalones 140 euros y más. Por supuesto que son prendas casi únicas, exentas del urbanismo vigente sin sofisticación.
Ha pasado un año y crecen los pobres que ocultan como pueden su menesterosidad por la pérdida de  empleo y la bajada de los sueldos. Han llegado las fiestas navideñas y las familias se reúnen con los que se han marchado y regresan por unos días comprando los billetes con antelación, porque en las avenidas de ciudades europeas fallece el corazón de tristeza sin un abrazo en mitad de la sala de espera del aeropuerto, de las estaciones de tren y de las de autobuses. 

Volver para que los padres no nos sintamos deshijados entre tanta sinrazón de adioses continuos. Crisálida de invierno es la cara oscura de los que tienen 200 y 300 euros para vivir, que a estas alturas del año son demasiados los que caminan por la cuerda floja de la economía sin que les importe demasiado los refinamientos de los diseñadores de las tiendas de lujo de ninguna ciudad.




                                                                                             Natividad Cepeda



sábado, 14 de diciembre de 2013

HOY CONTENGO MI ALIENTO CON SAN JUAN DE LA CRUZ

Contemplo Úbeda  alzada en su belleza.
Úbeda late bajo piedras sagradas.
Hay ciudades que esperan,  posadas en su altura,
para mirar los astros y levantar el vuelo.

Hoy contengo mi aliento para ver que se oculta
detrás de cada piedra, a través de la luz
en las orillas últimas, lentas de cada arista
que guarda entre sus piedras el paso de los días.

He llegado empujada por la magia invisible
de templos y palacios y también porque siento
la llama del amor. Hoy Úbeda me cerca.
Aquí están sus caminos y también mis fronteras.

Vengo a San Miguel, admiro su hermosura,
el delirio que esconde su música callada,
la quietud del Carmelo, melodía de Dios,
el paso de los siglos impreso en cada piedra.

La vida en estos muros es canto renovado,
el gozo permanente de labios invisibles,
sombras que sedan cita por todos los caminos:
Eje de la espiral del  círculo infinito.

No es fácil escuchar lo que no tiene voz
ni percibir el rezo de aquello que se aleja
del mundo y le complacen los besos de la lluvia.
Tiene este convento sabor a muchedumbre.

El oratorio de San Juan, su primer sepulcro,
visitantes y monjes, un latido de vida,
la historia del pasado junto a la vida nueva
con mis pasos más humildes que nunca.  

Llego con un legado de amor sin condiciones;
amor hacia un poeta, Juan de Yepes, en principio
para el mundo, sin límites de amor, Juan de la Cruz,
hombre místico que estudia los preceptos de Dios.

La sangre sin amor nunca tiene sentido
es sólo un caladero sin olas y sin barcas.
Vengo a San Miguel  porque llevo en el alma
a un santo castellano al que todos alaban.

Fontiveros es orgullo del alma castellana
con el deslumbramiento del sol en primavera.
Nadie puede escapar a su encanto y linaje
ni a su vieja leyenda de nobleza certera.

Hay que llegar a él  sin prisa ni equipaje,
sólo con el camino colgado en la mirada,
con todos los sentidos de par en par abiertos
metiéndose en el alma sus iglesias y muros.

Muchos siglos de historia del fraile carmelita,
con su oración en pie cruzan hoy las estrellas,
pero siguen aquí, luz de San Juan de la Cruz,
como el eco mundial de la fe que me hermana.

Visito Fontiveros  y Úbeda porque Tú, Señor,
así lo preferiste, lista para escucharte
a través del silencio de  pueblos y plazas,
donde tu magnitud  se muestra y permanece.

Oírte es el sonido de voces que nos hablan
del pan de cada día, de elevar rogativas,
por las calles desiertas a la sombra de templos
por donde las campanas esparcen su llamada.

Por las calles escucho el gorgojeo de los trinos
de pájaros, voces entrecortadas, pisadas
que se cruzan entre sí. El día me ha traído
hasta San Miguel para orar junto al Santo.

La vida es el prodigio fugaz de cada instante.
A través de la puerta del oratorio veo el sepulcro
que miro y me llega su voz en busca del Amado,
llamando a Dios a través de sus versos.

Son poemas de amor de todos conocidos,
y siempre nuevos para mi. La gente ignora
que me llevo sus ecos, su perfecta metáfora
junto al bello recuerdo de este día emotivo.

Todo a mí alrededor tiene aroma a oración
en Úbeda, ciudad  donde el santo murió.
Aunque parto, dejo aquí, para siempre,
mi corazón amante por San Juan de la Cruz.



                                                                      Natividad Cepeda

Poema del libro “Camino de amor” finalista del premio Mundial de Poesía Fernando Rielo 2011





martes, 3 de diciembre de 2013

Sagrario Torres equinoccio de amor

                 
         Los poetas si nos dejan su poesía permanecen
         entre nosotros con su voz invisible entre las hojas de sus libros:
         permanece y sigue con su voz creadora  mi admirad y querida
        Sagrario Torres. 
       A veces al leer sus cartas vuelve su amistad a inundar mi alma. 
       Y a pesar de la ausencia  sus libros me la  devuelven.
       Para ti mi equinoccio de amor Sagrario Torres.
                                                                 
                                                                                                                                                                                          
Debajo de la noche del tiempo te dormiste
como duermen los árboles en su ciclo aprendido.
Cruzas vestida de manto de silencio y te insinúas
como  barca sin remos añorando tus redes.

Cubierta del manto de la tierra eclosionas
al viento y a la lluvia donde todo es posible.
Te liberas rompiendo las amarras de la carne
después de muchos desengaños cosidos a  tu piel.



Vienes  con la madrugada de Dios borrando identidades, 
mítica de amanecer tu mirada,
contándonos el rumbo inmolado de las cosas  desde el otro espejo donde tú ahora nos ves.

Tu nombre es fácil pronunciarlo. Sagrario:
Sagrario de amistad  que a nadie se rindió ni doblegó. 
Sagrario de mujer hermético, voz grave y poderosa
de tormenta sacudiendo conciencias.

Envite de  poeta ante la que me descubro, 
luchadora tenaz,  río de existencia única 
que nadie sometió. Roca caliza, hija de tu tierra. 
Cual vieja encina sostienes
entre tus ramas  al universo 
                                             a temporal de la palabra.




No sé, desde qué lugar, sigues mirando el mapa de La Mancha tan amada por ti, equinoccio de amor y ecuador de tu verso,  Sagrario Torres Calderón,
interminable hoguera 
que no se extingue ni apaga



Se cerrará el ciclo de la vida entre nosotras.
Todo se hará silencio...
Me dormiré en el oculto signo de los ciclos,
debajo de todo se escuchará 
el equinoccio del espíritu, 
y todavía, Sagrario Torres, 
permanecerá tu amor                                                                            
a la palabra y a la verdad.

                                                                                                     Natividad Cepeda




Sagrario Torres nace en Valdepeñas el 7 de marzo de 1923 y muere en Madrid el 5 de marzo de 2006 con 83 cumpleaños. De  niña queda huérfana de padre. Se traslada con su madre y hermano a Madrid. Con 5 años de edad ingresa en un internado municipal de huérfanos de Alcalá de Henares. Comienza los estudios de bachillerato en el Instituto de esa ciudad.  Quedan interrumpidos por el estallido de la Guerra Civil en 1936.
Escribe  poesía y prosa. En la década de 1940 colabora en periódicos y revistas.  Empieza a conocer y frecuentar círculos poéticos donde conoce a otros  escritores y coincide  con  Luis Felipe Vivanco, Leopoldo Panero o Luis Rosales entre otros artistas y poetas.
En 1968, publica su primer libro "Catorce bocas me alimentan"; y le siguen "Hormigón Traslúcido" (1970), "Carta a Dios" (1971), "Esta espina dorsal estremecida" (1973), "Los ojos nunca crecen" (1975), "Regreso al corazón" (1981), "Íntima Quijote" (1986). Con anterioridad reúne tres cuadernos que contienen poesía primera y más temprana. Sagrario Torres fue declarada Hija Predilecta de la ciudad de Valdepeñas en 1985 y recibió la Medalla de Oro de Castilla-La Mancha en 2005.
Sagrario Torres es una de las mejores sonetistas de las letras españolas  aunque por ser mujer no tuvo el reconocimiento que su obra merece.





                                                                                                           
 Arte digital: N. Cepeda


sábado, 16 de noviembre de 2013

EN EL LECHO MATERNO DE LA TIERRA


                                     En recuerdo y homenaje
                                    A María Paz Novillo,
                                    José María, Braulio, Josefa, 
                                   María,Rosario que dejaron
                                   en mi su noble proceder.
  
                                                              
  
                                                                                                    

     No llegué a tiempo de verlo y ayudar en lo que se pudiera. Lo vinieron contando a solespones, cuando todos nos disponíamos para la cena. Los hombres, se lavaban en la pila del pozo, el mosto pegajoso mezclado con la tierra y el sudor del trabajo. Las mujeres se aseaban detrás del hastial de la casa, cogiendo el agua de dos grandes espuertas de goma, dispuestas de agua fresca y limpia, para ese fin. Olían las mujeres a jabones de olor, y los hombres a tabaco de la marca  Ideales; y los más viejos a tabaco picado, que extraían de las petacas hechas por los guarnicioneros, liando parsimoniosamente en el fino papel los cigarros. Se lavaban el sudor, y al quitarlo de su piel olvidaban lo duro del trabajo.
Aquél anochecer estaban todos conmovidos, derrotados por los acontecimientos; ebrios de emoción, porque una vez más, tenían conciencia de lo importante y maravillosa que era la vida.


Todos ellos eran los exiliados de las grandes riquezas, apenas si les dolía su destino. La vida era hondura y los hilos de las viñas largos. Ni les pertenecía la tierra que pisaban, pero trabajando unidos, las besanas eran más cortas. Llegaba la noche y con ella el adiós hasta otro día al trabajo.
En la sartén las guisanderas removían la pipirrana, encima de la tapa de la barja, brillaban en el fondo del papel de estraza, las sardinas saladas. El pan rebosaba redondo y moreno en su corteza por la boca del costal. La cuba del vino y el botijo aguardaban las manos y las bocas. Las mujeres por fin, limpiaron sus manos y sus navajas, después de haber cortado los tomates, las cebollas y los pimientos de la pipirrana, y dejaron las navajas abiertas y secas reposando unos momentos junto al pan.



Brillaba el acero de las hojas abiertas compitiendo con las estrellas en la noche. El campo a esa hora, prolongaba un aliento de belleza sujeto a los racimos, olían las uvas con un perfume denso, como si se presintiera el fermento tan próximo del fruto.
Fueron sentándose todos alrededor de la sartén. El círculo tenía un halo de oración suspendida. Todo allí, era rito  y costumbre; en la mano derecha la navaja abierta, en la izquierda el pedazo de pan. Todos, esperaban a que el hombre de más edad de la cuadrilla, entrara su sopa de pan en la sartén y se la llevara a la boca, cargada para empezar la cena.
El candil de carburo colgado en la pared de una escarpia, alargaba  la esquina de la casa, y ponía en las sombras de los vendimiadores multiplicadas formas en lentos movimientos. Respiraba en rededor la tierra sin límites, como si el mundo durmiera entre el hechizo mágico del círculo, y las sombras multiplicadas e inmersas, todas ellas, en reparar las fuerzas con el yantar, como lo llamaban los más viejos; que hambre que espera hartura no es hambre, solían añadir.


El hombre más viejo, con un gesto solemne, señaló a una mujer y dijo con voz de bruma y sabiduría. Empieza tú, que bien te lo has ganado, todos los días no viene al mundo un niño en ésta tierra. Y señaló con la navaja la tierra entre sus pies. Ninguno dijo nada. La mujer lo miró segura de sí misma y alargó su brazo, despacio, introdujo un trozo de pan,  pinchado con la navaja, dentro de la sartén, y sacó la sopa llena de aquella regeneradora pipirrana.

Así uno a uno, por turno riguroso de edad, fueron introduciendo el pan, que harto de pimiento y tomate  era el manjar de todos ellos.
Alrededor de la cuadrilla. Las viñas verdinegras, por la noche, se llenaban de furtivos ruidos y sonidos envolviendo al corro.

Cada uno, de ellos, querían preguntar por lo sucedido, conocer los mínimos detalles, saber el nombre de la madre, de donde procedían y como era el niño, si rubio o moreno, si débil o fuerte, y también, si tenía los aparejos varoniles en su sitio y bien puestos... Pero nadie se atrevía a preguntar, y a cambio hablaban del precio de la uva, a lo que se estaban pagando los jornales y de los días que abría de vendimia.
Hablaban del carrero, al que ahora los jóvenes llamaban tractorista, que por aquél nacimiento dormiría en el pueblo. Hablaban, pero el pudor les impedía preguntar por los detalles del acontecimiento. La cena, tocaba a su fin, algunas mujeres cortaron una rebanada de pan y le echaron vino blanco hasta que el pan se empapó, luego lo espolvorearon de azúcar y se lo comieron como postre. Los hombres habían empezado a encender sus cigarros, mientras el hermano Félix, que no fumaba, mascaba un trozo de sarmiento.


Aquella noche era distinta. María Paz se pasó a la cocina y preparó su saca de dormir. Nadie decía nada, pero todos aguardaban que ella hablara. No lo hizo, se sentó de espaldas a todos ellos, mirando la noche, sin verla.

Desde el ejido de la casa la noche era una atalaya, un templo con bóveda de estrellas, donde el prodigio de un milagro aún era posible. Sentada en la pedriza la mujer estaba ausente, sus ojos no veían la estela brillante del cielo, seguía contemplando la hoja de su navaja roja de sangre y de vida, recordando el calor sofocante que hacía más calientes los borbotones de agua al hervir en el perol de hierro salpicando la tierra. Todo había sucedido tan de improviso...

Estaban vendimiando dándoles el calor en las espaldas, escucharon el ronco motor del ruido del tractor, pero nadie levanto la cabeza del hilo. Diariamente a eso de las doce y media llegaba hasta el corte, ya de vuelta del primer carguío, José María, el tractorista: entraba en la viña y dejaba el remolque vacío unos hilos más adelante, lo justo para cuando después de la comida él, enganchara el tractor al remolque, casi lleno de uvas, y así, a la caída de la tarde, la cuadrilla empezaba a llenar el que traía. De esta forma, al día siguiente, el tractorista salía para descargar en la cooperativa con el remolque lleno, quedando el otro enganchado al tractor más viejo y de menos potencia, para que de vez en cuando, se le diera un tirón, y la vendimia no perdiera su marcha. Pero aquel mediodía, el tractorista se bajó de un salto del tractor y a gritos, llamó a María Paz !Vamos mujer, ven corriendo, que una mujer se me muere en la cuneta!

!Qué digo que vengas! ¿No me oyes? Y María Paz,  corrió sin saber a donde iba. Fue entonces cuando vieron asombrados que el tractor venía sin remolque, para entonces, María Paz, ya estaba subida en la cabina del tractor, y a toda velocidad los vieron irse para la casa. Allí, la mujer sacó del saco de su hato una chambra de fina holanda azul, una toalla gris, limpia y muy usada,  mientras el tractorista ataba el perol con unas cuerdas a unas garras del tractor. Los demás los vieron perderse por el camino de la Senda el Águila, petrificados, sin saber qué  hacer, ni que decir. Braulio, que hacía las veces de caporal, ordenó seguir vendimiando, y entonces el calor pareció más denso y el mosto mucho más pegajoso...


Ausente del entorno, la mujer frente a la noche revivía lo de horas antes. Apenas si dio tiempo a que el hombre le explicara que en una cuadrilla de hombres solos, la única mujer que llevaban, se había puesto de parto, antes de tiempo. La cuadrilla estaba sin tractor ni vehículo alguno porque era  sólo para el día, por lo que, por terminar, habían decidido comer de sequillo, pan, Tocino salaó, sardinas, longaniza y poco más, y por eso, ni sartén tenían para calentar agua. Los hombres de la cuadrilla en su desesperación, la habían sacado hasta la carretera, pero nadie pasaba, y en la cuneta la mujer se retorcía  de dolor... El único, en mitad del calor del mediodía, un tractor y un remolque. Cuando José María y maría Paz llegaron, los hombres encendieron fuego, en el perol, el agua se calentó rápido. Las dos mujeres se miraron confiando la una en la otra, los hombres se volvieron de espaldas, y hacia adentro, rezaron cada uno lo que sabía. El sol estaba en lo alto inmisericorde. Estaban en la Mancha y por allí ni unas matas de carrasca crecían para dar sombra; viñas y barbechos, calor y hombres sin saber qué hacer cuando una nueva vida pugnaba por salir a la  tierra para vivir en ella.



María Paz, le puso la toalla debajo de las nalgas, y le dijo despacio y contundente: haz fuerza y ruge si es preciso, que todos esos, nacieron de mujer, y no son más valientes que nosotras.  Seguía el agua salpicando la tierra al hervir, el sol era un harnero de brasa, pero los hombres sentían frío y hasta a uno le castañeó los dientes. La mujer tendida sobre la tierra sudaba, y en sus mejillas se hicieron surcos profundos de polvo y de llanto, de sudor y fatiga, mientras sus dedos se hundían en la tierra y se agarraban a las raíces de las hierbas. Los hombres continuaban vueltos de espaldas, con las piernas abiertas, y el miedo, metido en lo profundo del pecho. De pronto, un quejido profundo cruzo la calina y la tierra se detuvo; luego, se escuchó dos palmadas dadas en un cuerpo pequeño, y el llanto de un niño se alzó iluminando el día por encima del sol. La mujer que hacía de partera lo lavó en silencio, sintiendo en sus manos el temblor de aquél niño, después, despacio lo elevo a lo alto para que el sol lo envolviera en la luz de su cenit. Así detenido el niño en las alturas,  deseó que aquél hijo, nacido en un campo de viñas, fuera suyo. Suyo, de  ella, que había enterrado años atrás, a dos hijos y no tenía hombre. También lo había enterrado.  Lo dejó de ofrendar al sol y lo bajo. Luego lo envolvió en su chambra de holanda azul con mimo. Los hombres miraban, y ella se lo puso en los brazos del rudo tractorista que apenas si podía contener un sollozo. Ya no lloraba el niño, y el hombre al tenerlo en sus brazos también por un instante  deseó que fuera suyo.
La madre, extenuada, aguardaba con las piernas abiertas y el vientre ya vacío, y sin nada. Se miraron las mujeres, la una joven sin llegar a los treinta, la otra con apenas cincuenta, le apretó las manos, y terminó de sacar la placenta. Y echando a chorro el agua con un puchero la secó y le bajó las piernas.


! Dame el botijo! le ordenó a un hombre, y dejó caer el agua en sus manos, y de estas, a la cara de la mujer tendida. Del bolsillo de su saya, sacó un pañuelo blanco y le fue secando la cara y el pelo. Se volvió y  dijo: trae, hombre, al muchacho, que ya es hora de que conozca  quién lo ha traído al mundo. El niño ahora ha cerrado los ojos y la madre pregunta. ¿Cómo tiene los ojos? Los tiene como tú, le responde emocionado el hombre, del color de la tierra y de las viñas. A lo lejos se escucha el motor de un coche que se acerca y todos a una hacen barrera en la carretera. 
Suavemente el coche es una sombra que rueda y se aleja, el hospital aguarda a los dos.
Todos quedan con una ausencia de palabras y un triunfo en las miradas, el miedo se ha roto entre las callosas manos, y las gargantas resecas piden una gota de vino para que los redima de las horas de angustia. Comen pan y cualquier cosa, y la luz de la tarde, bruñida entre dos soles superpuestos, augura, que a pesar de ser mortales, hay ocasiones en  la que los hombres se sientes dioses.

Aquel anochecer por eso de tener que testificar lo del nacimiento el tractorista se ha marchado con un viaje de uvas más pequeño, antes, él, nos ha relatado un poco a trompicones el acontecimiento. María Paz, no dice nada. Me acerco a ella y me pregunta  que es lo que me ha recetado el médico para mi infectada picadura de los tábanos. Nada, una bobada que me quede en casa. Ella me sonríe y no necesita preguntarme por qué estoy allí; me siento junto a ella en la pedriza y le pregunto, ¿oye es verdad que las estrellas son almas? Me mira, y me dice. Y qué sé yo, si ni siquiera le he preguntado cómo se llamaba a esa mujer que hoy ha sido madre. Las dos nos quedamos mirando las estrellas, María, la de Meco, se acerca y me dice al oído: Cuando pasen los años y tengas más de catorce veranos, cuando como mujer llegues a ser cosecha de amor, tú también serás madre.

Huelen las dos mujeres a jabones de olor, a limpieza pobre y humilde que se mezcla con el frescor de la noche. Miro el cielo infinito y le pido y  formulo un deseo a mi estrella. Mi deseo y  súplica  es, que mañana, cuando mi pelo peine canas yo sea una mujer  igual que ellas.

                                                                                                      Natividad Cepeda.




1º Premio de narrativa del Certamen del "Molino de la Bella Quiteria" de Munera (Albacete) 
6 de julio de 2002.


 Arte digital: N. Cepeda

sábado, 19 de octubre de 2013

Alfredo Villaverde: literatura incandescente de escritor

                   
Llegué a la estación de Atocha de Madrid,  busqué a la salida un taxi que me llevara hasta la Plaza Cristino Martos nº 1 donde el Grupo Literário “TINTAVIVA”DE Cultural Telefónica de Madrid  “VERSOS A-PALABRA 2”, inauguraba el curso con el escritor Alfredo Villaverde y la que escribe el acontecimiento. Acto presentado por los escritores  Julia Gallo Sanz y  Juan Calderón Matador. 
Antes de las seis de la tarde Madrid era un hervidero de coches colapsados  que me impedían llegar hasta los peldaños de la fuente de Cristino Martos que fue  Presidente del Congreso de los Diputados y Ministro de Estado con el General Serrano, y también con Amadeo I de Saboya y Ministro de Gracia y Justicia, en la I República  El taxista me dejo junto a la  escalera preciosa de la fuente sin que pudiera admirar sus dos delfines ni las estatuas que representan la Abundancia-tan escasa hoy- y la  que representa la Alegría – ficticia ahora por tantos descalabros sociales-. 
El reloj había consumido los minutos lo que me produjo sequedad en la garganta cuando me llegó el turno de leer y recitar. A mi lado la simpatía de Alfredo Villaverde, Julia Gallo y Juan Calderón limaron el nerviosismo del viaje junto al público asistente de nombres conocidos, muchos de  ellos de las letras españolas.
Alfredo Villaverde extendió sus libros y folios y nos fue introduciendo en su obra literaria  incandescente de escritor, con la maestría de quien tiene amplia andadura en la literatura actual. Nos adentró sin premura y sin pausa en el amor y en la nostalgia; denunció la ausencia de ética de este tiempo y nos descubrió su espiritualidad en versos universales sin ataduras religiosas, mostrándonos el lado bellísimo de la generosidad humana.
Su voz armónica y bien timbrada daba la entonación perfecta a cada uno de los versos, recitados y leídos sin engolamiento ni excesiva declamación. Pasó por los libros sus manos y su mirada como quien pasea por una atalaya desde donde se atisba la verdad, o se busca el enigma de lo que sucede en los ciclos vividos. 
Indiscutible en la creación remontó con su obra horizontes diversos leyendo libros dispares nacidos de su ingenio y también del trabajo del escritor experimentado. Nos adentró en la historia de una vieja taza de té”  Compañera fiel de amaneceres/ tras noches desveladas con tu aliento,/miro tu piel sin lustre/ al paso de los años compartidos/ y acaricio el curso quebrado de tus venas/ hasta pulsar el corazón desportillado/ donde endulcé mis sueños.


Barandal del escritor por donde se asoma a la vida y a los acontecimientos que le hacen crecer como hombre y como poeta. Porque sin conocer la obra de Alfredo Villaverde  se podría pensar por su sonrisa abierta y su aire desentendido sin prejuicios, que carece de corazón y de problemas. No es este un comentario amplio sobre su extensa obra publicada de la que otros comentaristas han escrito y escriben; es relatar, dar fe, de lo que escuché aquella tarde en Madrid, compartiendo estrado y tiempo con un castellano-manchego de la Alcarria, escritor diáfano, que nos revela en su obra el alma de las cosas al evocarlas y trasmitirlas con desazón o alegría, también con la denuncia y con el amor pasional y encendido de quien está enamorado de la vida a pesar de los trallazos recibidos. 

Y en esa arquitectura poética sin ambages  se revela  no solo la maestría del poeta, también la estirpe de la que desciende; así en el poema “El cristo singular de mis abuelos/ símbolo de dolor y redención/ presidía la vida de la casa desde el muro/ de piedra de la sala. Era una antigua talla/ venida en devoción del otro lado/ del Atlántico, herencia de una fe/  tejida en la leyenda. Mis ojos infantiles/se vestían de luto cada vez que observaban/ la piel de la madera envejecerse/bajo el humo ascendente del hogar/ y un pátina de tiempo detenido/cubría el cuerpo exangüe cual sudario/de adoración y rito./Ahora soy el custodio/de esta reliquia anclada en el hondón/de una vida que a ratos se deshace/en la memoria de este fervor de antaño./Y en los atardeceres/cuando la brisa embruja los recuerdos/y el existir se desvanece en brazos/del ayer recobrado/escucho este latir del viejo leño/que golpea en mi pecho/hasta hacer resonar la voz de Dios.


No me duelen prendas en admirar a este poeta, y agradezco escuchar y leer su buen decir porque es una dadiva que me es dada generosamente. Asimismo, escribo de un autor que discurre con sutileza por temas variados y diversos, junto con sus crónicas viajeras y su labor editorial de dar a conocer a otros escritores desde la  Asociación de Escritores de Castilla-La Mancha que preside además de otras actividades desempeñadas ayer y hoy.
 Su facultad de plasmar sentimientos queda manifiesta en sus versos y en las tribunas a las que es invitado para dar a conocer su obra reconocida con numerosos premios nacionales e internacionales de incesante recorrido en ciudades extranjeras y españolas y como él mismo afirma y escribe en su libro “Trovas de un poeta enamorado”  dedicado A Neri: Alguien dijo que el amor es un estado de gracia./Otros que es un tesoro, una joya sin precio, una fascinación./ En realidad el amor es una ilusión que transforma cuanto toca…
Y en verdad que sin amor a la literatura  en tiempos de crisis monetaria y de valores los escritores no escribirían.



                                                                                                                                      Natividad Cepeda
Arte digital: N. Cepeda