lunes, 29 de septiembre de 2014

YO TUVE DOS COLEGIOS QUE DEJARON DE SERLO


Tenía un patio grande lleno de enredaderas
por donde las monjitas dejaban caer agua
por verdes regaderas. Y arriba, en lo alto,
ventanales inmensos de relimpios cristales.
Recuerdo que papá me llevaba  en invierno,
alguna que otra vez, subida a la grupa
de su bicicleta, manillar plateado,
ruedas altas, y de pintura negra y blanca
toda ella. Vestida de negro uniforme,
cuello duro muy blanco, cinturón de piel
negra, zapatos de charol y calcetines blancos
resaltaba mi pelo como el trigo en verano.
Nos enseñaban letras, canciones y oraciones
y a saber comportarnos. Me sentía enjaulada,
hablaba sin parar un momento, era jilguero
sin alas dentro del gallinero porque leía
sin mirar la cartilla y a la monja en la clase.


Amaba el colegio y todas sus estancias.
Dos grandes ventanales en la clase llenaban
con su  luz  los barnizados pupitres de madera.
La estufa de hierro era enorme. Por su boca
de fuego se quemaba la prisa, el papel arrugado
y las astillas rotas, con las que se encendía
en las frías mañanas de algunas primaveras.
Todo allí era hermoso. En el silencio de la capilla
flotaban  ángeles y  Dios  por los  rincones.
Todas eran amigas, sin consignas estúpidas
ni desprecios menores en el aula y recreos.
Y mamá me cambió de colegio sin saber
mi opinión, y me quedé perdida cantando
otras canciones que hablaban de  batallas
y soles en camisas en busca de la muerte
que yo no comprendía. Me sentí desvencijada
en medio de la nada  después de  examinarme.


Empezaba septiembre y estrenaba uniforme:
niña de largas trenzas domeñando los rizos
con mi camisa blanca y lazo azul, cayendo
su lazada,  en el redondo escote del pichi
tableado; también azul marino. Con chaqueta
de lana vestidita de azul igual que mi muñeca.
Todo era distinto: No tenía recreo, ni amigas
para jugar con ellas, ni capilla donde ir a rezar.
Desde una pizarra la nueva profesora escribía
en el encerado lecciones que había que copiar
con presteza. Todo eran apuntes en cuadernos
que luego ella nos corregía. Exigía implacable
lo que explicaba sin remilgos ni dudas.
Admiraba el esfuerzo y la tenacidad; difícil
muchas veces de entender por nosotras.
Aprendí a leer en voz alta en un libro de cuentos
antes jamás oídos. Y por primera vez escuché un poema.




Fue materia obligada conocer a los poetas
y a  declamar también. Cobraron vidas  romances
del Medievo, rimas y pareados de pastoriles versos.
Mano a mano escribían frailes, santos y monjas,
y guerreros vestidos de armaduras en piafantes
caballos igual que en las películas y en los cuentos
de hadas. Confieso que me aburría Góngora
y me gustaban más los chistes de Quevedo
que leer sus sonetos. Soñaba con castillos
mientras leía coplas tristes escritas a su padre
de un tal Jorge Manrique; mientras a las mayores
oía divagar con rimas de Bécquer surcando
con José de Espronceda bergantines de sueños.
En el libro de gramática miraba el rostro de Teresa
de Cepeda y Ahumada  buscando trazos familiares
con los ojos del alma en pos de  sus moradas…


Gracias a mis maestras se abrieron las puertas
de la palabra en cueros, y peldaño a peldaño,
subo cada mañana con Juan Ramón Jiménez
a lomos de Platero, por campos de Castilla,
escuchando a Azorín. Y aunque mi juventud
se ha ido desvaneciendo sigue Antonio Machado
habitando en los libros, y junto a él otros muchos
autores,  nuevos y viejos, con su traje de letras.
No queda piedra en pie de aquellos dos colegios
donde aprendí a leer. Igual que mis maestras
se fueron con la historia  de décadas extintas:
permanece la fe que ellas en mí sembraron.
Mujeres olvidadas sin placas ni homenajes
nos dejaron el germen de amar lo que amaron.
Religiosas y laicas, maestras de los pueblos,
corazón de besana labrando tierra virgen
de las niñas de antaño. Por ellas soy poeta.


Por ellas la lluvia es sementera de versos
en mi boca .Y vuelvo a los colegios cuando
escribo de ellas amando su enseñanza
entre la metamorfosis del ayer y el mañana.


                                                               Natividad Cepeda


       
                                               Este poema, junto con otros sesenta y siete de otros poetas,  dan vida al libro que ha visto la luz de la publicación gracias a la generosa entrega de la coordinadora Pilar Geraldo Denia, que tuvo la original idea de su creación. Mi gratitud a ella y a todos los que han hecho posible tener este libro entre mis manos y en las librerías. 




martes, 2 de septiembre de 2014

A mi Señor: Don Quijote de la Mancha.



         Mi Señor Don Quijote:
                                             Habéis de saber que jamás tendré otro caballero que no seáis Vos. Lo reitero en ésta carta que comienza sin fecha ni día, porque todo el amor me irrumpe como un campo de amapolas en mayo.
Todos saben que mi nombre es Dulcinea; dama de mi señor, al que también se le conoce como el Caballero de la Triste Figura, el mayor defensor de los oprimidos, el único idealista que no se cansa de cabalgar por encima del tiempo para imponer justicia allá donde no la hay. Vos, no ignoráis que solo nací para amaros y ser amada por vos. Sin vuestro nombre en mis labios mi existencia no tendría razón de ser. Los dos nos hallamos en el espacio sin tiempo terrenal, inermes ante la profunda sed de nuestro amor. Dicen los muchos viajeros que sois un loco echado a los caminos para desfacer entuertos, que de tan locura estáis llenos que se duda de mi existencia. Pero mi señor; los rumores de nuestro amor se extienden como polen y son muchos, -mujeres y hombres- los que nos envidian.

Tú eres para mi distancia y tiempo de geografía dilatada, y se condensa mi amor por detrás de la tarde y, fugitiva de lo que me rodea me interno en tu voz y en tu figura concreta y masculina.  Así, te imagino cansado, detenido al repecho de un derrumbado hastial, mientras nuevos y jóvenes lectores dejan sus libros de texto y leen tus aventuras.
Yo en estos días de comunicación desorbitada y febril, donde la prensa, destaca las muchas muertes de mujeres a manos de malos hombres, me refugio en tu conmovedor amor y cierro mis ojos para guardar dentro de mi soledad vuestra mirada.
enamoré del azul transparente de las tardes manchegas hace ya mucho tiempo: dicen que la Mancha es un mar de llanura por donde los sueños navegan...
Así, como perdida, me quedo desmigando nuestros muchos naufragios, mirando la ciudad con los muchos rostros que en ella deambulan. Todo cabe entre sus paredes y sus calles, el deseo de recibir una caricia sin testigos, así, frente a la tarde que adolece de luz. Y en el juego de luces crepusculares dejar que vuestra ausencia se desvanezca, y me asistan vuestras manos, su tacto  y su temblor sentirlas por mi piel  como una procesión de estrellas primerizas. Por eso ahora turbada, llena de eternidad y de misterio escribo esta carta empapada de tiempo.

Tiempo cosido a tus aventuras, a la inmensidad de tus hazañas, a tu doliente grito enfrentado a tanto malandrín que puebla nuestro mundo, y nos mancha la dignidad, y nos ensucia  la alacena cuando desde la televisión nos dicen que la sangre de un cuerpo de mujer a vuelto a oscurecer el sol.
Yo que solo por vuestro amor fui llamada bella, emperatriz y señora, princesa y dama a la que desde entonces cantan los trovadores y poetas, os escribo desde la niebla de los días, entre este jirón de vida que nos asiste, y nos hace coincidir en este nuevo siglo, para así demostrar que los milagros aún son necesarios y precisos, porque sin ellos el camino al futuro sería un triste funeral, una tumba donde ni la yerba crecería porque se me hiela la sangre ante  tanta miseria y destrucción.

Mi buen amor, mi señor, don Quijote en estos días os digo que me siento como un ángel sin alas, roto, y cubierto de sangre que me llama y reclama, que os suplique, que por Dios, vengáis de donde estéis a defender a tantas pobres mujeres maltratadas, ultrajadas, vejadas, violadas, asesinadas como si el fruto de aquella manzana primigenia aún nos pasara cuentas...
Sé que solo vos, defenderéis a esas damas sin hacerles preguntas, sin repasar sus vidas, sin pensar que alguna se lo tenía merecido. ¡Oh, Dios! no sé,  las que ahora están amenazadas dónde podrán hallar cobijo. No lo sé, y me siento yo misma por ellas perseguida, y me duele la memoria de pensar en tantos nombres olvidados, y me tiemblan las manos cuando rezo por ellas...
Por eso mi señor don Quijote, os escribo esta carta, que sin fecha ni dirección os mando, para así calmar mi dolor y mi impotencia, y siento que por mis venas galopan el miedo y el dolor que junto a mi corazón llora por tanto amor asesinado. Cuando la recibáis, Señor Hidalgo, no dudéis en volver del más allá, las damas de hoy en día os reclamamos vuestra ayuda, y no es que todos los hombres sean malvados y perversos, no señor, pero algo de valentía y de coraje, sí que les falta para de una vez por todas acabar con  tantas muertes y hacer causa común y no mirar para otro lado...


Venir mi amor para que dejen de haber ángeles negros en los labios que hoy, llevan y hay sólo frío. Venir para dejar en las manos de las mujeres ramos de flores. Flores que sean recibidas por ellas, como tributo de amor, y no que sean flores de mortaja y de adiós.
Llegar para que esta arisca realidad termine, para que en la besana de la vida el luto no se convierta en algo cotidiano. De verdad mi Señor, que ahora más que nunca necesito vuestros brazos, dejarme abandonada en vuestro pecho, escucharos, hablar, y comprender, que la nobleza de la estirpe masculina aún persiste, porque quiero volver a amar y en el rellano de mi sangre no sentir la violencia de la muerte; sentir que el amor es poderoso y que gracias a él  los buitres infernales del crimen  se disipan.
                                                                             Al borde de vuestro amor y mi esperanza esta mujer a la que llaman Aldonza y Dulcinea os espera.
                                                                                                          
           
Febrero, mes de la fiesta del amor, del año de gracia de 2004

                                                                                                                 Natividad Cepeda



Hoy a primeros de septiembre del año 2014  las muertes de mujeres asesinadas  en demasiados pueblos y ciudades del mundo conocido continúan. Son asesinadas mujeres en Europa,  América del Norte y del Sur, Asia, África… y  maltratadas, castigadas y ultrajadas en todos los países donde no hay Derechos Humanos amparados sus jueces y gobernantes en leyes inhumanas y fanáticas. Por cada una de esas mujeres asesinadas mi plegaria y mi recuerdo con el dolor de que cuando escribí esa carta que fue premiada en un certamen literario pensé, equivocadamente, que diez años después la muerte de las mujeres asesinadas habría terminado. Por todas y cada una de esas víctimas debería volver mi Caballero para salvarlas del exterminio. Amen.


Arte digital:  N. Cepeda