Llegue ante las ruinas del castillo, allí donde nadie había. Las losas enterradas entre la tierra de los siglos verdeaban por la humedad que el agua había dejado. Soplaba un viento que silbaba al pasar por los huecos de lo que fueron puertas en la muralla. Hice un esfuerzo para imaginar la magnificencia del lugar y cerré los ojos para escuchar los cascos de los caballos pasando por el puente de madera encima del foso, Los defensores asomados en las altas torres, y las damas, tiritando de frío entre los tapices que cubrían las paredes de los sillares de piedra.
Los caballos de los alférez subían por las anchas escaleras y allí, el señor de la fortaleza ayudado por sus pajes bajaba del caballo pesándole su cota de maya, casi oxidada, y aun con fatiga y mucho orgullo, intentaba bajar con el gesto más altivo que lo que el cuerpo le permitía sin soltar su escudo. La espada y el casco eran otra tortura para el cuerpo magullado y las rozaduras por donde la camisa de lana se había rota le habían ocasionado, quemaban la piel de aquél joven hombre noble al que ya los adolescentes de doce años, consideraban viejo con sus apenas treinta años.
Olía a al hedor de las caballerizas y a los cerdos y gallinas que al lado en los corrales, o sueltos cuando no había batallas, grandes o pequeñas escaramuzas, obligaban a recoger animales y personas en el interior. No quedaba nada de los grandes fuegos en las estancias, ni de la leña y los hornos para cocer el pan... Aquellos vestigios se sostenían de pie mostrando a los visitantes piedras sobre piedras y la tierra colonizando las ruinas sin esplendor alguno.
Anduve recorriendo todas las piedras de aquél baluarte en ruinas, sintiendo a mi alrededor, ulular al viento como si al entrar y salir de hendiduras y pasadizos semi ocultos entre las rotas estancias resonaran los pasos de los caballeros y los cascos de los caballos sobre el pavimento de piedra.
Algo rozaba a los visitantes que se atrevían a profanar aquellas piedras roídas y diseminadas sin concierto y sí, con mucho tiempo de permanencia. Algo que apenas si se captaba. Y sentí que había que marcharse y seguir leyendo las batallas en los libros para dejar en paz la sangre vertida en aquél lugar.
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