Estoy
mirando mi ciudad con esa tristeza que tienen
las flores sin perfume de los invernaderos. Antes, cuando en la ciudad
florecían las flores su perfume inundaba los alrededores y embriagaban las
rosas al pasar junto a ellas. Y cuando noviembre se vestía de luto por los muertos su elegía era un muestrario de flores en mi
cementerio. Invisible llegaba aluna
lluvia a llorar con nosotros y caían sus lágrimas sobre las tumbas y las flores
dejando un aroma prendido de nostalgia
en todos los rincones de mi cementerio. Las almas de los muertos suplicaban
oraciones desde sus tumbas florecidas. Las había con flores sencillas, humildes
que habían sido cortadas en los patios
de la familia, dejadas sin atavíos de cintas y papeles de celofanes. Se
reconocían por la profusión de sándalo y crestas granates, laurel y margaritas
pequeñas, hierbaluisa y claveles dejados con primor artesano sobre la tumba.
Olían a patio encalado y tiestos de
latas de tomate y cubas vacías de aceitunas. Sí, eran flores con nombre propio cuidadas
por amos amorosas que las dejaban sobre las tumbas con la emoción de seguir a
mando a quien ya reposaba en el lugar sagrado sin otras confusiones que amar a
pesar de la muerte y por encima de esa distancia corporal que no erradicaba lo
que albergaba el alma y el corazón. En
la memoria seguían existiendo todos los que no estaban.
Un
día las flores dejaron de ser plantadas en los patios y se comercializaron como
las hamburguesas de las multinacionales, que no saben a nada, son caras y para más inri, las sirven en cartones sin
camareros; y como ganado manipulado se pasa a consumirlas sin protestar por
nada. Así llegaron las flores sin aromas perfectas en tamaño y a punto para ser
compradas y llevadas a todos los cementerios. Los centauros de las emociones se fueron
disipando entre centros florales de
formas y colores de flores exóticas, además de las flores logradas con híbridos
mestizajes sin el aroma aquél que tenía mi ciudad en parterres y parques y
también por noviembre en el cementerio de mi ciudad.
Ahora
el cementerio carece de ese aroma que transportaba a los hogares donde los
muertos habían vivido. Hay más flores
que entonces, todo es suntuoso, elegante pero carece de aquello que lo hacía
inmortal, creíble y pródigo en ver ante las tumbas unos labios moviéndose al ritmo tenue y silencioso, como leve
murmullo de la oración que salía de los labios de cuantos de pie, estaban junto
a sus muertos. Mi ciudad ha cambiado, es distinta y perdió los aromas que prohijaba a los muertos y a los vivos entre
sus paredes. Y en esa elegía sin ornamentos de falso oropel, en algunas tumbas había
romero y tomillo traído desde el monte, donde
todavía los conejos había que buscarlos porque sus madrigueras no eran
socavones múltiples en terrenos labrados y en parque industriales, donde se
plantaron jardines para las empresas que no llegaron y son habitados por ellos.
Recordar
es retroceder al viejo solar del pasado. Es, mirar mi ciudad en su espejo
presente llena de incertidumbre, de ese
miedo que no dice y se palpa cuando la noche cae sobre sus calles y casi nadie
la transita a pie. En ese espejo hay que
protegernos todos porque somos unos desconocidos no fiables.
Yo
también compro gladiolos y flores sin aromas y los dejo junto a los que
perdí, lloro sin lluvia y sin ellos,
porque todavía veo los socavones que nadie quiere ver y sigo sola sin
esconderme en las madrigueras actuales donde demasiadas veces escucho que
algunos jóvenes se han suicidado en mi ciudad, a pesar de tener botellón y
fiestas diferentes con libertad y sin melancolía ni nostalgias envueltos en
disfraces que promulgan la felicidad sin conseguirla.
Natividad Cepeda
Arte digital: N Cepeda
No hay comentarios:
Publicar un comentario