Fue un día de calor como el de hoy sin bajar la temperatura y escasamente durante la noche. Al tocar los cristales de ventanas y balcones quemaba toda la superficie. Parecía como si el calor tuviera tentáculos porque las cosas se estremecían y se escuchaban ruidos en la casa; la casa abrazada por la calima de julio. El calor de julio mortificaba y se perdía el interés por lo que ocurría porque la prioridad era buscar refrescarnos para no perder demasiadas energías. Nos acostábamos algo más tarde de lo normal esperando el frescor nocturno mientras escuchábamos cantar a los grillos hasta quedarnos durmiendo. El aire traía olor a paja trillada de las eras, cuando mi infancia, y después en el aire de la calima el polvo de las segadoras que segaban de noche y de día.
La gente de los trabajos manuales olían a sudor y a tierra acida y por las camisas de los hombres, sudorosas pegadas a su cuerpo, se adivinaba los músculos de unos y la flacidez de la edad de los otros. Las posturas delataban su fortaleza o su debilidad, junto con sus movimientos un tanto primitivos, de tal manera que parecían sacados de las películas del salvaje oeste americano.
En la noche de los sábados se les veía llegar limpios con aire de cantante de coplas al cine, los solteros en grupos, pisando fuerte, con la cabeza alzada y aires de suficiencia sosteniendo en su mano el cigarrillo negro encendido, dándole caladas largas al tiempo que se miraban los unos a los otros como si todo el mundo fuera suyo. Los casados acompañados de sus mujeres olían a colonia y jabón de afeitar íntimo. Caminaban orgullosos mostrando a su familia muy convencional, y a la vez con algo de indómita fuerza pasional que se adivinaba en ellas con sus permanentes lustrosas y rizadas, sus escotes recatados por donde mostraban las medallas y las cruces de plata o de oro con los cuerpos fajados y el pecho alto, encabritado, en una austeridad que no impedía adivinar a pesar del decoro, una gran fuerza sensual. Con ellos los hijos caminado ligeros como perdigones siguiendo e imitando todo cuanto veían.
En la esquina de la antigua panera; así la llamaban, porque antaño había sido donde se compraba el trigo candeal para hacer la harina con la que amasar el pan de cruz (ahora de aquello no quedaba nada más que el recuerdo y lo que contaban los viejos de la calle) recuerdo que en la esquina de la panera se ponían a vender helados, en sus carritos de madera, Félix y Federico; helados de vainilla o mantecado, al corte, que ofrecían entre dos galletas de barquillo y allí se paraban todos ellos, los que iban al cine, para comprarse un helado y darse el placer de saborearlo, lamiendo despacio los lados del cuadrado dulce, hasta que las galletas eran delgadas como papel y desaparecían entre las bocas satisfechas de pequeños y grandes.
Las noches del sábado de julio, y algunas de agosto, tenían su ritual con el resultado de conocer aquella gente, hasta que se perdían al pasar al cine de verano Ideal, así se llamaba, y mamá nos mandaba ir a dormir. Desde la cama, con los ojos abiertos en la oscuridad de la noche caliente del verano escuchaba cantar a los cantantes, entre sus diálogos y la música de las películas inconfundibles, con las que terminaba durmiéndome. Por la mañana muy temprano me despertaban las golondrinas planeando y chillando en el patio grande de casa. En el patio de la abuela Chon, alrededor de la parra y sus macetas con flores, revoloteaban mariposas blancas y de colores Los gallos de los corrales se invitaban a cantar unos a otros en un duelo de belleza sonoro y las puertas de las casas, muchas de ellas, estaba abiertas sin peligro a que ningún amigo de lo ajeno se pasara a robar.
Ayer al levantarme me sorprendió no escuchar al amanecer la algarabía en la calle de las golondrinas, que este año han llegado muy tarde y escasas. Me he preguntado angustiada el por qué se han marchado tan pronto si llegaron hace tan poco, y he buscado la causa descubriendo que faltan en España más de un millón de golondrinas a causa de la falta de insectos. Es una triste realidad que la población en general no percibe ni tampoco las escasas mariposas que apenas se ven. He buscado las causas de estas ausencias y parece ser que los fitosanitarios empleados para las plagas en las cosechas son una de ellas.
Tampoco este verano se escucha el canto de los grillos en las calles. Es extraño no escucharlo en las noches calurosas del verano manchego. Tan extraño que algo grave está sucediendo a nuestro alrededor y parece ser que nadie lo percibe. En mi infancia era muy normal regalar a los niños grillos que ellos cuidaban con máximo respeto y la sinfonía de sus canticos nos acompañaba las noches calurosas del verano. Como otros insectos los grillos polinizan los suelos. También has desparecido las mariposas blancas y de colores y con ellas otros muchos insectos que nos son necesarios para la vida.
El verano tenía su propia sinfonía que ahora hemos perdido y del que nadie se lamenta. Algo muy grave nos está sucediendo cuando no sabemos convivir con la naturaleza. Es desolador que ese ritual del verano nadie lo eche en falta. Tan desolador como nuestra propia ignorancia en favor de todo el ecosistema de la vida y aquellos cines de verano donde la familia disfrutaba unida.
Natividad Cepeda
No hay comentarios:
Publicar un comentario