En las noches estivales se ha olvidado el bicho que pulula por el mundo de nombre Covid-19 y su incidencia en nuestras vidas y ciudades. Parece que el tiempo de la sensatez no existiera y bajo el sudor con aromas de desodorantes crecen los ingresos y también las muertes. Allí, cuando se ingresa, la fiesta se termina dejando en el olvido reuniones de amigos mientras el corazón se encoge y altera rogando a cualquier dios urbano que el médico sea algo más que un humano que nos presta su ayuda impartiendo la ciencia aprendida.
Como no disfrutar de las placidas noches veraniegas olvidando tormentas tan cercanas plagadas de fugitivas sombras que tuvieron nombre y apellidos y, que se fueron por las sendas oscuras del olvido. Se han marchado amigos, familiares por esa puerta carente de rumores y casi nadie recuerda el vacío que hay en sus estancias. Ese silencio que pesa en las paredes, en los retratos y hasta en los paseos por donde coincidíamos y ahora ya jamás los vemos.
Al otro lado del calor el retorno a las camas de los hospitalesAl otro lado del calor del verano parece que si no buscamos excitarnos con algarabía resucitando ese pasado de botellón y reuniones masivas, la vida no es vida. Y sin embargo vivir no es perder la vida y quedarse postrado en esas camas de hospital adonde no llegan los festejos de la reunión irresponsable. La enfermedad sale de nuevo a nuestro encuentro porque silenciosa permanece agazapada y nos engañamos creyendo que con la vacuna contra el Covid somos invencibles. Hace días visité el cementerio de mi ciudad y con tristeza entré al nuevo cementerio plagado de nombres conocidos, eran, son tantos los que allí descansan que no podía imaginarme cuantos se me habían ido.
En silencio fui recorriendo los paseos, leyendo los nombres y mirando las fotografías, donde las había, de tantas personas conocidas. El calor mostraba marchitas flores dejadas como señal de amor y fui saludando a los que sin vestiduras negras de luto, mostraban su luto en la mirada. Volví al recuerdo del hospital , a sus camas y a sus largos pasillos que en la noche se quedan sumidos en penumbra y parece que el gozo de la vida en ellos no tienen cabida. Está mal visto hablar del dolor y de la muerte en nuestra sociedad amordazada de populismo absurdo. Está mal visto hablar de lo que es sagrado, aunque secretamente casi todos lo buscan porque el tiempo es perpetuo y nosotros con él.
Precisamente todas nuestras vivencias están plagadas de esa fuerza espiritual permanente e incesante de la que no podemos escapar, y si lo hacemos somos parias con el deseo de regresar a nuestro origen. Me duelen no solo las ciudades que amo, aquellas por las que anduve, y las otras; ciudades del mundo conocido levemente imaginadas a través de mis ojos y de la lectura de su pasado y presente. Lo más nuestro es desear vivir en paz bajo las calles de las ciudades grandes y pequeñas, yacer en nuestro habitad, admirando la vida que emerge de la que somos parte.
De pronto volvemos a olvidar que el mundo conocido es muy pequeño, igual que lo somos nosotros, viajeros resguardados en los viejos solares de los antepasados. Residentes del cosmos, hijos de las estrellas… He pasado por muchos hospitales y en cada uno de ellos he visto y vivido la fragilidad humana en sus camas y estancias. Por eso no entiendo que se olvide lo que somos, frágiles como fino cristal que se quiebra y rompe y nadie puede reparar. Al mediodía a la hora del almuerzo bendigo la comida y ruego por los que les falta pan y techo, salud, trabajo y alegría porque no entiendo este virus, ni tampoco la muerte de miles de personas por hambre. Busco esa respuesta y no la encuentro.
Natividad Cepeda
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