Ayer sonaron sirenas de coches policiales por la calle. Se escuchaban pasar rápidos y supuse que ocurría algo desagradable. Hoy en los periódicos digitales se denunciaba la agresión a un joven con arma blanca que fue llevado en ambulancia al hospital. No hay nombres ni identidades de los que provocaron la pelea. En esos mismos diarios he leído opiniones quejándose amargamente de que en el parque público donde se produjo la pelea es algo cotidiano encontrarse con gentes de mal vivir. Las opiniones son de vecinos quejándose de la impotencia que sienten al no patrullar la policía por el parque y de la inseguridad que supone los grupos de hombres durmiendo en los bancos a cualquier hora del día.
Antes, jamás ocurría nada parecido por estos pueblos manchegos. Ahora la calle es parecida a la torre de Babel de que se habla en la Biblia; se escuchan diálogos en lenguas desconocidas, y lo mismo nos cruzamos con africanos, árabes, hispanos y europeos del norte que solo se distinguen si los escuchamos en otros idiomas que no es el español. Es la consecuencia de una emigración descontrolada. Llegan creyendo que aquí hay trabajo agrícola procedentes del sur, o porque les dieron un billete de autobús y se bajaron en nuestros pueblos buscando vivir mejor que de donde huyeron a causa de la pobreza. Pero no es verdad y no hay trabajo para tantos porque el campo, nuestros campos, también llevan sufriendo la inestabilidad económica y robos continuos desde hace años. Regreso al pasado, a ese pasado donde se me educo y se me enseñó a respetar lo propio y lo ajeno.
Me educaron para no violar las leyes divinas y esas leyes fueron para mis padres, mayores y más importantes, que las leyes vigentes que teníamos en mi tierra natal. Mi pueblo era mi patria chica, donde todos los que me amaban me marcaban el sendero histórico de mis antepasados: donde el juez supremo era Dios, al que nadie podía engañar: El que todo lo veía de noche y de día.
La patria celestial estaba por encima de la jurisdicción vigente porque las directrices políticas podían cambiarse en cualquier momento, no así las leyes que nos decían que se respetaba a Dios y a las personas sin robar, matar, injuriar o levantar falsedades en perjuicio de los demás. Y como si aquello fuera un espejismo entre nosotros y el aire, el concepto de entendimiento asociado al respeto mutuo fue desapareciendo en favor de una tolerancia basada en la desigualdad legal.
Prescrito por ley, los ladrones se fueron protegiendo en deterioro de lo estrictamente moral, así robar y destrozar los bienes ajenos de agricultores y ganaderos en las casas de campo, destrozando puertas, ventanas para robar enseres y aperos, motores y tractores además de robar el gasoil continuamente se convirtió en algo tan usual y cotidiano y aunque empezaron las protestas nadie en la política vigente las escuchó. Se llegó incluso a asesinar personas, pero como no sumaban cientos de labriegos los saqueos y el temor hicieron mella en ese grupo social tan escasamente respetado y la economía del sector fue perdiendo valor. Los precios agrarios durante años fueron restando ganancias y los costes subiendo de maquinarias, sueldos, semillas, estiércol, abonos y también los seguros de cosechas por pedrisco y heladas.
El resultado ha sido la pobreza del sector agrario y la vejez acumulada en los trabajadores autónomos del campo y la ganadería. Pero como la Ley no admite equivocarse las cargas de impuestos han sido incrementadas creando una continua huida por parte de los jóvenes que no quieren seguir los pasos de padres y abuelos. De madres y abuelas, sometidas al vaivén del capricho inmoral de los gobernantes que dejan desprotegidas a todas las familias del campo español. Porque esas familias siempre han ido ajustadas en la economía sin demasiadas quejas, a pesar de escuchar chistes y bromas sobre todos ellos.
Voces perdidas en el aire de los años con mensajes erróneos en favor de cosechas grandes a cambio de precios bajos. Subsistir como dicta la economía de mercado ha dejado pueblos vacíos y jóvenes que no que cogen el testigo de la continuidad del patrimonio familiar. Jóvenes que con licenciaturas y master académicos gracias a la economía familiar y al vender cuando se ha necesitado para que una vez concluida la formación emigren a países de la Europa de mejor economía, dejando viviendas urbanas a la anarquía de los okupas llegados y atraídos por las promesas de mejor vida.
Fluctuamos en una sociedad donde el “derecho a la diversión”; derecho inexistente, es la ley, sin ley, que no respeta la salud colectiva de nuestra sociedad. Sociedad violenta alentada desde los juegos de Internet, películas de lenguaje obsceno en muchas de ellas, donde los protagonistas siguen un guion centrado en el poder sin escrúpulos, jóvenes viviendo al margen de las familias, lujo y delincuentes masculinos y femeninos mostrados como héroes actuales. Y, corrupciones diversas en las que no siempre triunfa la bondad y los principios éticos en favor de la sociedad que nos canaliza y manipula.
Estas son nuestras nuevas torres de Babel hablar sin entendernos mientras no nos importan los seres humanos que mueres de hambre cada día como si ellos, no formaran parte de nuestra sociedad.
La pandemia del Covid-19 sigue dejando un rastro de enfermedad y muerte y aun así no aprendemos la lección de vivir y morir día a día. Los violentos imperan en vagones del Metro y en la calle donde se agrede y mata por capricho de ellos, los agresores violentos que como matones callejeros se imponen a la mayoría de ciudadanos que son los que sostienen la sociedad con su esfuerzo diario de trabajo y laboriosidad. Están por todas partes. Y lo triste es comprobar que cuando una persona es agredida por ellos el miedo paraliza a los ciudadanos que miran como matan, hieren y atacan sin intervenir paralizados por el terror. Ignoramos cobardemente que en cualquier momento nos pueden a atacar a uno de nosotros.
Natividad Cepeda
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