Hace calor en los primeros días del mes de julio. El termómetro marca los 38 y 39 grados de un sol de justicia cayendo seco y pleno de luz por calles y campos manchegos. Por la noche huyendo de las luces de mi ciudad busco el brillo de las estrellas para reencontrarme con mi espacio natural. Para ver el cielo he de irme lejos de las paredes de mi pueblo. Demasiado lejos, a unos quince kilómetros de distancia evitando además, gasolineras, clubes de carreteras iluminados con bombillas de colores y fogonazos de luz de coches y camiones. Me desalienta no ver el cielo desde mi casa, desde mi calle, desde cualquier plazoleta de barrio…siento que he perdido algo mío y me siento engañada por esta sociedad de candilejas excesivas, fatua e ignorante de lo que es natural y primigenio.
Es tanta la barbarie en la que vivo que esforzándome busco donde comprar tomates que sepan a tomate, sin brillo de cera, pero con olor a huerto natural. Y no lo encuentro. Intento recordar el sabor de la leche recién cocida con su espuma subiendo por los bordes del cazo y después quedarse una nata espesa y amarillenta que al ser retirada en una taza o cuenco nos la daban a comer con un poco de miel y era exquisita. Todo está empaquetado y envuelto en su esterilización etiquetada con origen de compra en las que a veces nada es verdad. No se nos informa de los fitosanitarios empleados, tampoco de los que son prohibidos en Europa y llegan a los mercados procedentes de países donde los siguen empleando sin garantía alguna de salud para el consumidor porque son más baratos al comprador y son permitidos por las autoridades que miran hacia otro lado.
La miel adquirida con etiquetas de calidad no es aquella miel comprada en mi infancia, blanca, espesa y con algunas impurezas que eran la garantía que procedían de los panales sin falsificar. Ahora peligran las abejas y su extinción es peligrosa para todos nosotros. Ayer en los veranos a los niños se nos advertían del zumbido peligroso de las abejas y del respeto que debíamos a sus nidos y panales. Éramos educados en el seno de la familia y sin estridencias ni petulancias egocéntricas padres y abuelos, madres y abuelas, tías y tíos, vecinos y conocidos nos informaban de lo que eran beneficioso y de lo que era malo y pernicioso. Lo escuchábamos mientras comíamos, jugábamos o preguntábamos por una abeja que se posaba en una flor del rosal o en las que libaban en prados silvestres como lo más natural.
Al final del verano y a la entrada del otoño sereno y equilibrado en temperatura, ocurría que al volver del colegio, en la puerta de casa había una mula o un macho, cargado con un pellejo grande y de un negro lustroso lleno de rica miel, mamá, sacaba una o dos ollas medianas y el mielero calculaba los kilos que en ellas cabían, desataba la boda del pellejo y salía un chorro de miel hasta llenar los envases. Una a una las vecinas ponían sus cacerolas y ollas delante del pellejo y cuando terminaban regateaban sobre el precio de la miel y el peso sabiendo cada una de ellas lo que pesaban y valía la miel. El vendedor rebajaba algo del precio inicial y apostillaba que el último chorreón era regalo del pellejo y así, pagaban y le sentenciaban que si la miel estaba adulterada no volviera el próximo año porque no le comprarían ninguna. El hombre se marchaba tirando del ramal de su caballería voceando aquello de mieeel de romeeero o mieel de la Alcarríaa… hasta que se perdía su voz por las calles del pueblo.
Era otra forma de vida cercana y respetuosa con los nuestros, Comíamos catas de pan de cruz blanco con miel y las abejas no estaban en peligro de extinción porque las plantas también eran respetadas. Las plantas y los árboles seres vivos como nosotros sensibles a la luz y al medio ambiente moviéndose y adaptándose al viento, a los estímulos que las hacen crecer y multiplicarse. De tal manera que los árboles, a pesar de trasplantándolos en reductos de cemento en nuestras calles y avenidas para impedir su crecimiento, se estiran hacia el cielo buscando la luz y el aire no contaminado de nuestras calles. Crecen y sus ramas llegan a balcones y ventanas molestando a los moradores por lo que los podan dejando ramas derechas dirigidas hacia lo alto; error total o sencillamente ignorancia actual, porque al no dejar la copa de un árbol cuando hay tormentas y vientos huracanados, los árboles se tronchan y caen al pavimento. En otras ocasiones por la falta de suelo las raíces no sostienen su altura y su peso y son arrancados de raíz provocando accidentes múltiples a veces mortales.
Hay voces alzadas en defensa de las abejas. Voces apenas escuchadas, obviadas por los responsables de urbanismo, medio ambiente y agricultura. Voces invisibles por no ser consideradas imprescindibles en la enseñanza de colegios y asociaciones ciudadanas de cultura y ocio. Voces acalladas en foros mundiales hoy, ahora, que la globalización nos maneja a su antojo desde plataformas mundiales de Internet. Si las abejas se mueren nosotros las seguiremos. Nuestra civilización actual está alimentada de violencia diaria y hemos llegado a tal extremo que la anormalidad nos parece normal.
Hace calor por mi tierra en julio, mucho calor y los insectos, moscas y afines nos visitan, para evitarlos yo pongo pequeños recipientes distribuidos por casa con vinagre de manzana, sin aerosoles ni fumigaciones caseras anunciadas por la publicidad. Claro que yo soy algo rara, eso dicen algunos sobre mí. De todo hay en la viña del Señor.
Natividad Cepeda
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