Todos los domingos, después de comer,
mamá y María nos arreglaban y nos íbamos a casa de madre Asunción, que era
nuestra bisabuela. Los niños la llamábamos mama Chon..
María, era
nuestra María. Así la llamábamos todos. María ayudaba a mamá en la casa y
cuidaba de nosotras. Los domingos por la tarde disponía de tiempo libre, se
marchaba a casa de sus padres y no volvía hasta el día siguiente.
En la casa de
mama Chon nos reuníamos con los primos, por
parte de mamá, y cuidaba de todos nosotros una chica a la que todos
llamábamos Paparrús.
La casa de mama
Chon era muy grande, como cuatro o cinco casas juntas.
Mamá nos contaba
que cuando ella era niña aprendió a
hacer queso con su abuela junto a las mujeres de la quesería. A mamá le gusta
mucho el suero. El suero sale de estrujar los quesos y a toda la familia de mamá les gusta el suero
con sopas de pan.
La casa de la
bisabuela era tan grande que había cuadras para las mulas, establos para los
ganados y patios diferentes donde correr y jugar. Estaba el patio de la parra y
de las plantas, el patio de verano, y los patios de los gatos rabotes y de los
carros. También estaban los corrales para las gallinas, la bodega y el jaraíz.
Los gatos
rabotes, no tenían rabos largos como los demás gatos. Cuando nos portábamos mal
nos decían que algo perderíamos del cuerpo, un mechón de pelo, alguna uña de
las manos... vaya que los gatos carecían
de rabo por ser malos.
Al escuchar
aquella posibilidad todos nos poníamos serios pensando que no queríamos parecernos a los gatos sin
rabo.
En otra parte de
la casa estaban las despensas, las cocinas, la sala de reuniones, el fogón, los
comedores y los dormitorios. Y una taquilla en el patio de verano que era tan
grande como una habitación donde se guardaba los cacharros dorados, las orzas,
las lebrillas, las fuentes como palanganas, platos, tazas y tazones, dulces y
frutas en almíbar, higos, dátiles y muchas cosas buenas.
Al corral de las
gallinas teníamos prohibida la entrada desde que se marearon los gallos
coloraos. Ocurrió una tarde que llamaron
a la chica que nos cuidaba, Paparrús,
para que nos trajera unas pastas con guindas y los chicos aprovecharon
para ir al corral de las gallinas.
Al pasar nosotros, las gallinas corrieron asustadas y
cacareaban escondiéndose en los nidales y en los palos altos del gallinero. Los
gallos les hicieron frente a los chicos, y el que parecía el jefe de todos los
gallos casi le saca un ojo a Quevedín. Entonces los chicos sacaron sus
tirachinas y la emprendieron a chinazos con los gallos y al rato dos gallos estaban
en el suelo sin moverse. Nos fuimos acercando despacio, muy despacio, por si se
despertaban, pero nada de nada, que no se despertaron. Yo recordé que a la hermana Eustasia, un día que
se mareó cuando le estaba diciendo la oración del mal de ojo a Paquita la
campanas, la llamabamos la campanas porque al andar hacía mucho ruido con los
zapatos. Su madre, cuando le compraba zapatos nuevos, antes de estrenarlos se
los llevaba al zapatero para que les pusiera
herretes en las puntas y en los talones. Por eso cuando se los ponía,
siempre sabíamos por donde andaba "la campanas" Pues ese día
la hermana Eustasia preparó la taza con el aceite de oliva, encendió la
vela y puso sus manos sobre Paquita y empezó a bostezar. Se le abría la boca
muchas veces, y se le caían lagrimones mientras decía en voz baja:
-Que mal de ojo
tan malo tiene la chica. Así estaba hablando cuando se desmayó.
Las vecinas
la zarandearon, la movieron, le
dieron bofetadas en la cara que sonaban
como si fueran los platillos de los músicos, y que si quieres oración, pues que
no, que la hermana eustasia no despertaba. Entonces, Juanita la Baldomera , cogió un vaso
de agua y se lo echó con todas sus fuerzas por la cara, y al momento, la
hermana Eustasia se despertó. Mamá, comentó a nuestra María, que se habían
pasado con lo de las bofetadas y el agua.
Así pasó, que se
le puso un lado de la cara hinchada, pero el mal de ojo tan malo se le fue a
Paquita la campanas.
Acordándome de
todo aquello, sugerí a mis primos y amigos que podían bañar a los gallos en el
agua del lavadero. La verdad es que la idea era buena, buena de verdad.
Nos acercamos y
efectivamente, había agua, que al removerla con un palo empezó a formar
montañas de espuma blanca.
A todos les gusto la idea, entre varios chicos zambulleron
los gallos dejándolos en el agua un rato para que con un baño largo se
despertaran antes. Como no despertaban los sacaron acusándome de inventora,
trolera y de que yo no era de fiar. Los dejaron al sol, debajo del gallinero, y
fue entonces cuando aparecieron las abuelas, algunas de nuestras madres y la
dichosa Paparrús. Todas ellas se pararon
mirando a los gallo coloraos que estaban tiesos, tiesos, con la espuma
en la cresta y en las pluma y ellas mirando quietas con las bocas abiertas sin decir nada.
Mirándolas, pensé que se iban a desmayar como la hermana Eustasia, y que
tendríamos que coger agua del lavadero y lanzársela muy fuerte a la cara de
todas ellas. Mi abuela mamá Ricarda, preguntó ¿Qué habéis hecho, pandilla de
sinvergüenzas?
Todos me miraron.
Nada, dije yo,
con voz de flauta, es que como tenían calor los hemos bañado.
Desde entonces no
nos dejaron pasar nunca más al corral de las gallinas.
Todavía toda la
familia nos pregunta como pudimos coger a los gallos y meterlos en el lavadero
con los reñidores que eran, pero ninguno soltamos prenda con lo de los
tirachinas. Los tirachinas nos lo tienen prohibido, por si nos entuértamos.
La casa de mama
Chon parece un castillo de los cuentos de hadas. Tiene tantos rincones y hay
tantas cosas. Aunque siempre nos vigilan y cierran las puertas de las taquillas
y los aparadores por lo que pueda ocurrir.
Dicen que las
ocurrencias nuestras son impensables. Cuando creen que todos estamos jugando se
ríen contando algunas de nuestras hazañas. Se ríen a carcajadas recordando
cuando nos enviaron a comprar caramelos surtidos a la tienda de Federico a
varios de nosotros.
Hicimos el recado
bien. Como nos los dijeron.
Llegamos a la
tienda y pedimos la caja de caramelos que la bisabuela tenía encargada. El
señor Federico, nos encargo, encarecidamente,
que no faltará de la caja ni uno solo de los caramelos porque él los tenía contados. Y nos despidió sin
regalarnos ni una bolita de anís. Las bolas de anís no nos gustan, pero eso de
no darnos nada tampoco está muy bien que digamos.
Salimos y
empezamos a darle vueltas a la cabeza con aquello de que los caramelos estaban
contados. A mitad del trayecto nos sentamos en un banco y con muchísimo cuidado
abrimos la caja despegando el papel de celofán sin romperlo. La caja era
preciosa, redonda y con unas rosas rojas pintadas en la tapa que parecían de
verdad. Los caramelos estaban bien
colocados cada uno en su sitio. Debían ser unos caramelos muy ricos cuando se
los encargaban para regalarlos, pensamos todos. Los mirábamos y suspirábamos de
gusto. Nos relamíamos como los gatos cuando pensaban en la fritura de la cena.
Pero no podíamos probar ninguno porque estaban contados. Nada. Imposible.
Cheles, tímidamente dijo que podíamos coger dos o tres y envolver chinas en los
papeles. No, nada de eso, dije yo, no
funcionaría porque al que le tocara la china y se le rompiera un diente luego
iría con el cuento a la bisabuela. Y no probarlos tampoco tenía gracia.
Mirábamos los caramelos pensando como comerlos sin que se notara y era difícil
aquél problema, mucho más que las cuentas y la geometría. Al fin encontramos la
solución y no paso nada.
Le entregamos a
la bisabuela la caja con todos los caramelos, no faltaba ni uno solo.
Mama Chon, cogió la caja, la examinó, detenidamente y nos dio una propina para que nos compráramos unas pipas en el puesto de Ángela. Todos contentos.
Mama Chon, cogió la caja, la examinó, detenidamente y nos dio una propina para que nos compráramos unas pipas en el puesto de Ángela. Todos contentos.
Pasaron unos días
y llegó la señora amiga de la bisabuela a ver a la familia para la que se había
comprado la caja de caramelos. Nos llamaron para que la saludáramos. Y la
señora muy amable dijo que nos iba a dar unos caramelos de aquella caja tan
bonita.
No, no, muchas
gracias, le dijimos todos. Los caramelos son para usted, nosotros no queremos.
Claro que sí,
insistió ella.
Mama Chon se
sentía orgullosa de nuestra educación.
Pedimos permiso
para ir a jugar, pero la señora amiga de la familia rompió el papel de celofán
y abrió la caja de los caramelos.
Oh, exclamó, que
delicadeza de envoltorios. Gracias, señora Asunción, por este detalle. Gracias.
Y empezó a coger caramelos que se arrugaron entre sus dedos. Hizo un mohín y
miró a mama Chon expectante. La bisabuela arrancó la caja de sus manos y deslió
un caramelo, luego otro, y otro, así hasta hacer un montoncito encima del
cristal de la mesa camilla.
Yo había iniciado
la retirada por detrás del sillón de mama Chón, pero ella alargando una de sus manos me agarró por
detrás como si tuviera ojos en el cogote. Los demás se miraban la punta de los
zapatos, y a los más jarillos, así nos llaman a los que somos rubios, nos
empezaron a aflorar los colores, hasta quedar nuestra cara roja como tomates.
Anda doña Brocha
- así me tienen bautizada de sobrenombre- y la compañía, explicarnos ¿cómo es
posible que los caramelos adelgacen hasta parecer papel de seda?
Nadie contestó.
Yo empecé a sudar y a sentir unas ganas enormes de orinar.
La señora, amiga
de la familia, los cogió con sumo cuidado y me dijo: Abre las manos, y me los
depositó en ellas como si fueran a romperse.
Seguía el
silencio, y yo no sabía que hacer con aquellos caramelos.
La abuela Ricarda
me instó a comer uno, pero yo no quería, porque al saber de quien sería el
caramelo aquél... Tuvimos que explicar
que entre todos los habíamos chupado, teniendo cuidado de que no se rompieran.
Así finísimos y transparentes los
volvimos
a envolver cada
uno en el envoltorio de su papel. Nadie se habría enterado si la señora aquella
se los hubiera llevado a su casa. Luego nos despidieron con cajas destempladas,
qué aquello de las cajas destempladas tampoco sabíamos lo que eran, pero no lo
preguntamos, por si las moscas, y nos fuimos a la calle más corriendo que
deprisa.
Ninguno de
nosotros quería los caramelos del disgusto, eran poca cosa, chupados y tan
delgados, se los dimos a Narizota, la
perra del abuelo.
Paparrús tenía un novio que iba a verla los domingos. La chica no se
llamaba así, pero como el tío Manolo nos bautizaba a todos por segunda vez, a
ella la llamaba Paparrús, y todos la llamábamos así, y a ella le parecía bien..
A mí, el tío
Manolo me llamaba doña Brocha, por mi cola de caballo y por mis trenzas que
terminaban como dos pinceles gordos. A Mari carmen, mi prima segunda, y una de
mis mejores amigas, la llamaba “Sor Felices”. Sor Felices era una monja bajita
de las del colegio de San Vicente de Paúl que tenía fama de no parar, ni de
calentar la silla en ninguna parte. El tío Manolo, y la familia de mamá,
comentaban que mandaba y disponía, de más en los asuntos del pueblo, y como
Mari Carmen era lista y bajita el tío Manolo la llamaba, Sor Felices.
A mi prima
Cheles, “Huevo cocido”. ¿Por qué? Pues no lo sé, debía de ser porque era algo
descolorida y reía poco. A Mariasun, mi hermana “doña Magdalena”, creo que como
Mariasun era una ricura, eso decían de ella, pues, seguramente por eso se parecía
a las magdalenas.
a Felipe, otro de
los primos “Quevedín”. A mi hermana pequeña “doña Socorro”. Sería porque
siempre lloraba cuando no veía a
mamá... A todos grandes y pequeños nos
había bautizado a su manera el tío Manolo. Hasta él, a sí mismo, se había
bautizado como “Pajas largas”
Paparrús, nunca se enfadaba, nos daba de
merendar y miraba como jugábamos. Cuando estábamos entretenidos salía sin decir nada para hablar con su novio
por la portada y si las abuelas la descubrían se enfadaban y el novio se iba.
Paparrús nunca se enfadaba con nosotros, ni su novio, aunque siempre pensé que
al novio de Paparrús no le hacíamos mucha gracia.
Cuando por la
noche nos ponían los abrigos para volver a casa, la hermana Juana entre dientes
decía... Hala, hala, veros a vuestras casas, que ya es hora, que no tenéis
hartura, y si no os dijeran na, estabais dando saltos hasta caer reventaos.
Calla, calla,
Juana, que a ti poca guerra te dan los chicos, que tú con comer suspiros y
bizcochos borrachos tienes bastante, le decía mama Ricarda. Y Juana bajaba
mucho su cabeza, y se sentaba junto al sillón verde de terciopelo de mama Chón
en una silla baja, mirando de reojo, como uno a uno, nos despedíamos de las
abuelas.
La hermana Juana
siempre estaba con mama Chon, en verano asustaba a las moscas, haciendo ruido
con unos zorros de tiras de papel. Ponía en la mesa el zumo de limón y la
horchata, llenaba los vasos cuando mama
Chón tenía sed, y las dos se pasaban la
mañana a la sombra de los carrizos del patio de verano, bebiendo a sorbos el zumo y la horchata, para que no
les hiciera daño en la garganta.
En invierno,
sentadas las dos en la mesa camilla, con los pies en el brasero y las faldas de
terciopelo verde encima de sus piernas, miraba como mama Chón hacía con la aguja
de gancho los gorros para los botijos, y cuando veía que juntaba algunos le
pedía gorros para los botijos de su familia. Mama Chón decía que la hermana
Juana pedía más que un fraile, y que tenía la boca como una serija, siempre
abierta.
Yo la miraba y no
le veía la boca tan grande, al contrario, era pequeña como una niña, pero
arrugadita y vestida de negro. La
hermana Juana siempre sabía cuando yo tenía mucho sueño, y cuando me despedía me susurraba; a dormir los mocosos que la
noche es un pozo muuu hondo y el tío del sebo se lleva en su saco a los que no
se duermen.
Yo la miraba
abriendo mucho los ojos y no me creía lo del tío del sebo, porque el tío del
sebo era amigo del abuelo, y no llevaba saco, y sí un bote grande lleno de grasa blandita que se
me escurría entre los dedos cuando la apretaba entre mis manos. Entonces, el
sebo, salía entre ellos como fideos negros. Cuando el tío del sebo llegaba a
casa mamá me pasaba del patio de los carros corriendo, decía que las manchas de
sebo en los vestidos no salían aunque se lavaran y se frotaran fuerte entre las
manos.
La hermana Juana
no se quejaba de nada, pero a veces se
sentaba en su silla y se dormía. Mama Chón la miraba y decía. Si no para, si es
una zascandil y todo le parece poco para los suyos. Y ella también cerraba los
ojos y hacía como que dormía.
Mamá decía que
hasta San Antón Pascuas son, pero no era verdad porque las Pascuas de verdad,
no las de mentira, eran hasta los Reyes Magos. Cuando los Reyes de Oriente
volvían a sus desiertos los niños volvíamos a las clases del colegio.
Al día siguiente
de celebrarse San Antón empezó a llover, y por eso estrené unas botas Katiuska
negras. Con esas botas podía andar dentro de los charcos y no me mojaba los
pies. María al llevarnos al colegio me decía
que yo estaba muy tonta con mis botas y
que no era pa tanto. María siempre nos cogía muy fuerte de la mano, y a mi no
me gustaba. Nos decía, que si no nos gustaba que nos aguantásemos y
que donde había chacha no había muchachas.
Mi hermana
Mariasun no protestaba, pero cuando quería soltarse le daba un mordisco a
María, dejándole señalados todos los dientes en la mano. María le pegaba en la
boca y a mí me daba pena ver llorar a la nena.
También la mano de María daba
pena con los dientes de Mariasun dibujados en su piel.
Los dientes de
Mariasun dan miedo. Una vez le tiró un bocado a la prima Cheles en la nariz y
yo no pude separarlas. Asustada, me quedé mirando como Cheles daba patadas y
lloraba, mientras Mariasun se comía la
nariz. Cuando mamá y las tías las separaron yo cerré los ojos, me acordaba de
una película donde salía un pirata malo
que no tenía nariz.
Mariasun es muy
guapa, la llaman, la muñeca, y sonríe y no se enfada, pero yo cuando veo que
enclavija los dientes, me retiro de
ella, porque entonces, muerde a quien
puede.
El día que
estrené las botas Katiuskas en el colegio no salimos al recreo por la lluvia.
Durante la media hora del recreo nos dejaron hablar en clase y dibujamos lo que
quisimos. Todas teníamos colores de la marca del Pino, nuevos, y las mayores,
colores Goya, de pasta. Emilita es una
de las mayores y tiene unas trenzas rubias muy largas y un flequillo rizado. Es
muy lista. La maestra nos la pone de
ejemplo. Pero no sabe jugar y anda como las mamás. Nunca corre, ni se mancha,
ni se arruga los vestidos
A Emilita, los Reyes Magos le han dejado un
borrador gigante de color verde. Es tan grande que a mi no me cabe en mi mano.
Esa mañana, durante la clase de dibujo, todas le pedimos a Emi que nos dejara
su borra, porque como es tan grande no se gasta nunca. Además, el borra de Emi,
borra mejor que los otros borradores y no se vende en las papelerías del
pueblo. Por eso le pedí por favor que me lo dejara No me lo dejó, tampoco a
Vicenta, Eusebia, Marisa, ni a Marifé... Adora, le dijo, que por lo menos nos lo dejara tocar que por eso no se le le iba a perder ni a
gastar. Tampoco nos permitió tocarlo, por si se lo ensuciábamos. Y añadió que
era un borrador de miga muy suave y se podía desmoronar. No nos lo dejó. Marce, se llama Marcelina,
pero todas le llamamos Marce, porque cuando la maestra la llama Marcelina todas
nos acordamos del cuento de "La gallina Marcelina" y nos entra la
risa y ella se enfada mucho. Pues, Marce, que sabe cosas que otras no sabemos,
le dijo en tono convincente y por favor, que lo que podía dejarnos hacer era
dejar que nuestros borras los pasáramos por el suyo, y así, los nuestros, borrarían igual de bien que el
suyo, que era tan bueno y bonito. Pero, no, la llamó “gallina Marcelina”
alzando la voz, y nos acuso de estarla molestando. No nos quedo más remedio que
borrar con nuestros borradores y por eso
los dibujos nos salió mal a todas. El
año que viene hemos acordado todas
que, sin falta, a los Reyes Magos, les vamos a pedir un
borrador como el de Emilita.
Pues, sí, la Profe corta el cuento cuando
quiere y pregunta a una de nosotras que
fue lo último que leyó la lectora. Si lo sabe, no pasa nada, pero si no lo sabe
inventa castigos que se nos ponen los pelos de punta. En ese libro hay cuentos
feos y cuando no nos gustan yo he ideado mi propio cuento que invento para mis
adentros, a la salida se lo cuento a mis amigas. Las pequeñas como no saben
leer, no tienen que escuchar ese cuento cansino. Ese día estaba leyendo Mari Loli, muy seria. Todo era
silencio. No se oía nada, nada, Emi
pidió permiso para ir a por un pañuelo. A mi no me dejan ir nunca a por
pañuelos. Todas estábamos atentas, por aquello de no perder el hilo del dichoso
cuento... y de pronto Emi gritó como
Tarzán, haaaaaaahaaaaaaaahaaaaa, alzó una mano hacia arriba y con el flequillo
de punta mostró su borra mordido chorreando babas. Gritando sin parar, pregunto, con los ojos
rojos y redondos ¿Quién haaaa sidoooo?
Nadie dijo nada.
Yo miré a mis
amigas y vi que todas reían para los adentros.
De pronto, Emi, con su mano, y un dedo largo, largo,
señaló. Esa, esa ha sido.
El piso del
colegio se hundía debajo de mis pies cuando miré y vi a Mariasun con la
boca hinchada como un globo saliéndole
por todos lados borra verde.
Mariasun tenía un
color raro en la cara y Emi no paraba de gritar diciendo que se lo teníamos que
pagar.
¿Pagar? estaba
loca. ¿Cómo, si era de los Reyes Magos?
Todas mirábamos
asombradas como le sacaba de la boca trozos enormes de borra, y le daba golpes
en la espalda. El borrador rodaba por el suelo y ya no queríamos tocarlo
ninguna de nosotras.
Sentí que se me
descomponía el cuerpo al ver aquello, me empezaron unos fuertes retortijones de
barriga. - Si mamá me escuchara los adentros, me regañaría por decir
retortijones- Me dolía tanto el vientre
que no podía moverme. Los pies estaban pegados al suelo igual que las moscas de
la frutería de Isabel, que se pegan a unas tiras de papel que cuelgan desde el
techo y se mueren moviendo mucho las alas. Cerré fuerte los ojos, apreté los
puños, y así conseguí no ver a nadie. Ahora yo era una mosca y me moría pegada
al suelo, pero sin alas.
Los mayores que
lo saben todo dicen que la muerte es negra, y que los que van al infierno por
ser malos les atizan con carbones encendidos. Pensé que me había muerto porque
todo estaba negro y no tenía fuerzas... Mariasun y yo, seguro que bajábamos al
infierno por lo del borra de Emi.
De pronto alguien
me despegó del suelo y recobré la luz.
Cuando salimos a
la calle Mariasun no hablaba nada y yo tenía miedo por no sentir mis piernas.
De pronto Emi se puso delante de nosotras y dijo que le teníamos que pagar el
borra. La cara de Emi era fea y ya no
andaba como las mamás. Yo tiré de la mano de Mariasun y empecé a andar, mi
lengua se pegaba al cielo de la boca, y el vientre me volvió a doler.
Todas las niñas
del colegio nos seguían y así llegamos a casa.
Mamá abrió la
puerta de casa, y sin inmutarse lo más mínimo escuchó a Emi pidiéndole que le
pagara su borra, y a otras cuantas de las mayores del colegio que voceaban
apoyando a Emi. Luego sonrió y las mandó a sus casas, porque era demasiado tarde
y bastante tenía ella con llevar a la nena al médico para evitar una posible
infección.
Todo había
terminado.
A mi hermana
Mariasun no le pasó nada, pero yo tuve diarrea durante varios días.
Una tarde de
verano en la papelería de Justo, dentro del mostrador, vi un borrador verde,
grande y nuevo. Me quedé mirándolo asustada. Aquél borrador era igual que el
borra de Emi, y faltaban muchos meses para que vinieran los Reyes Magos… No podía ser, estaba
soñando. El borrador era el mismo y desde luego que no lo iba a pedir en mi
carta de regalos de las próximas Navidades.
Justo, me lo
señaló con una sonrisa en su cara de saber vender de todo, eso dice mamá de él,
me lo alargó, por si lo quería tocar.
No, no, nooo, le dije horrorizada, los borras
tan grandes no me gustan, me sientan mal. Y salí corriendo de la papelería por
si alguien se lo comía a bocados y me llevaba
la culpa del destrozo.
Natividad Cepeda
Relato
incluido en el libro “Universo Narrativo” publicado por la Asociación de Escritores
de Castilla La Mancha.
Arte digital: N. Cepeda
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