No recuerdo las fechas ni los nombres de los que me dejaron su
saber en mi alma; no, no recuerdo su sombra humana y cotidiana. Desde siempre,
en el espacio invisible del subconsciente, escuchaba murmullos, roce de pasos y
de batir de alas alrededor de mi cuerpo pequeño e indefenso. A veces lo
olvidaba y si preguntaba a los que me rodeaban me decían que eran ruidos del
crujir de los muebles. Cuando el invierno visitaba mi pueblo en la casa vieja
de la abuela materna se escuchaban pasar por la galería de arriba, cuando el
aire hacía embudo en las paredes de la casa.
Desde los ventanales de la galería se veían paredes de una huerta
abandonada donde los niños jugaban alrededor del pozo de lo que fue una noria.
Subíamos al promontorio y, valientes nos asomábamos a las entrañas oscuras del
agua, que nos contemplaba en su espejo. Los niños nos mirábamos y volvíamos a
mirar a las entrañas angostas de la noria olvidada; permanecíamos en silencio
escuchando el corazón del agua latir en lo profundo de nuestro corazón,
jadeante de miedo y de misterio.
Cuando llovía en los otoños la tierra de la huerta se empapaba y
dejaba ver restos de cacharros rotos y cosas pequeñas que buscábamos entre el
barro y sus estrías mágicas y oscuras. Adosadas en las paredes cochambrosas, crecían
raíces aferradas a las piedras denudas de tierra y cal, y entre sus cavidades, los niños de la huerta
escondían sus tesoros.
Las tormentas dejaban al descubierto chinas relucientes, blancas
unas, y otras marrones, negras,
jaspeadas…que buscábamos afanosos entre el barro cuando dejaba de
llover.
Los niños coleccionábamos las chinas porque con ellas jugábamos
lanzándolas al aire con nuestros dedos y recogiéndolas antes que cayeran al
suelo.
Las chinas más bonitas estaban en lo alto del pozo de la noria, y
allí subíamos a buscarlas quedando uno de nosotros vigilando para avisar si
venía alguien, porque todos nosotros teníamos prohibido subir al promontorio y
asomarnos al hueco tenebroso del agua.
Un día después que la tormenta se calmara, desde la ventana de la galería vi correr a
los niños camino de la huerta. Baje despacio la escalera y sin hacer ruido me
escapé a la calle uniéndome a la patrulla para buscar tesoros con ellos. Las
hojas de las higueras salvajes que
asomaban sus dedos por la boca del pozo relucían de agua y vimos entre ellas
una pelota de colores. Aquello era un milagro porque los niños que vivían en
las viejas habitaciones de la huerta apenas si tenían balones remendados de
parches; necesitábamos una vara para atraerla hasta nosotros y poder cogerla,
pero miramos y no encontramos nada que pudiera servirnos. Uno de los niños dijo que le pidiéramos algo
a la Pepa.
La Pepa vivía en una de las habitaciones de la huerta, sin luz
eléctrica, ni ventanas, con los pisos de tierra pintados con cal y con una
cortina de tela vieja colgada en la entrada de su puerta.
La Pepa tenía el pelo gris y blanco, y su piel sin cuidar y arrugada, ocultaba su verdadera
edad y color. A nosotros, la Pepa, nos parecía vieja. Tan vieja como la misma huerta, y ella cuando nos veía
jugando subidos a lo alto de la Noria vacía, salía y nos gritaba que nos
bajáramos de allí.
Todos nos dirigimos a la puerta de la Pepa y levantando la
mugrienta cortina empujamos la puerta y pasamos al interior con el corazón apretado
por el miedo.
Sentada, de espaldas a la puerta, en la habitación casi a oscuras,
había una mujer envuelta en una toca que no conocíamos, sin apenas volverse nos
preguntó qué era lo que queríamos y con la voz ahogada le pedimos una vara para
sacar el balón del pozo de la noria. La mujer sin volverse nos dijo que ella
nos devolvería el balón si avisábamos a la Pepa de su llegada. Después la
habitación se llenó de más sombras y sin decir nada nos salimos corriendo sin
parar hasta llegar a la calle, y jadeando nos sentamos en el bordillo de la
acera.
El balón seguía flotando en el agua oscura del pozo de la
noria, pero buscar a la Pepa no nos
hacía gracia y pensamos jugar a otra cosa. La tarde avanzaba poniendo oscuridad
por los rincones de la calles y pronto oscurecería y no podríamos ver lo que
había en la huerta y su noria vacía.
Desde lejos vimos venir a la Pepa con su andar lento y todos nos
dirigimos a su encuentro,
atropelladamente, le contamos quien la estaba esperando, sentada en su
cocina delante del fuego apagado de su casa. La Pepa se nos quedó mirando sin
expresión alguna en su mirada y sin
decir palabra continuo su andar quejumbroso y lento. Se hacía de noche y el
balón seguía flotando en el agua oscura
del pozo abandonado, por lo que pasados unos minutos todos seguimos a la Pepa,
insistiendo en el recado de la mujer desconocida.
Algunos vecinos al vernos rodeándola le preguntaron qué era lo que
queríamos; y ella, dijo que nada, que le
decíamos que en su casa había visita y que eso no era posible porque ella había
cerrado la puerta con su llave y no podíamos haber podido entrar.
Los vecinos nos miraron misericordiosos, sabedores de que, la
puerta de la Pepa, no era fácil abrirla si ella la cerraba con su “pequeña llave de forja que pesaba lo suyo” Y lo suyo, era casi 500 gramos o más
de hierro. Además estaba el peligro de enfurecer el talante arisco de la mujer,
aunque eso a los niños no nos importaba demasiado porque las mentes de los
mayores pensaban cosas bárbaras de ella,
y para nosotros, solo era eso, una mujer sentada bajo su parra en la puerta de
casa que nos veía ir y venir sin meterse para nada con nosotros.
En la bruma otoñal los niños buscábamos hojas amarillas, piedras
lavadas por las aguas y semillas de enredaderas y arbustos para guardarlos como
tesoros exclusivos que nunca se podían comprar en las tiendas. Pero aquél
balón de colores flotando en el fondo
del pozo era un astro de goma que nos regalaba el sol al mirarse en el fondo
del agua. Por ello insistíamos con nuestras pupilas dilatadas, buscando algo
con qué hacernos con la pelota hallada.
La aventura del balón
errabundo y la mujer sentada en la cocina de la Pepa no la creía casi nadie.
Nosotros, insistentes, afirmábamos la existencia de los dos, y por
cansinos y pesados, algunos vecinos dijeron a la Pepa que fuéramos todos a su
casa, y a la noria, para ver ambos hallazgos por lo inusitado del
acontecimiento.
Pasamos a la huerta y una ráfaga de fino aire nos despeino a todos
los flequillos. Algo enojada la Pepa levantó la cortina de su casa y empujó la puerta con ademán brusco, para
que todos viéramos que la puerta estaba cerrada. Y la puerta no cedió. Sacó de
su cesto de palma su llave negra de hierro y la introdujo nerviosa
en la cerradura. Giró la llave y la puerta no cedió. Los vecinos rieron
y le dijeron que tenía que echar aceite a la cerradura; sacó la llave mirándola incrédula, y volvió a introducirla en el ojo grande de
la puerta. Y la puerta no se abrió.
Algunos vecinos empezaron a
encresparnos acusándonos de haber metido algo en la cerradura, los chicos mayores, muy enojados,
protestaron, asegurando a voces que
nadie había hecho nada. La Pepa sacó de nuevo la llave y se la quedó mirando
como si no fuera la suya, y entonces,
dos de los chicos explicando cómo habíamos pasado empujaron la puerta y
la puerta se abrió.
Todos nos quedamos serios y sin hablar. La Pepa pasó, y como
apenas llegaba la luz de la tarde a la habitación, encendió su candil de
carburo, y lo colgó en lo alto de una escarpia quedando iluminada la cocina: y
de pronto vimos al lado del fuego el
balón de colores, junto a la silla, donde la mujer que habíamos visto, estuvo sentada.
La luz del carburo dejaba sobre las paredes nuestras propias
sombras vacilantes, moviéndose al vaivén de la llama y del aire que pasaba a
través dela puerta entreabierta, sentimos mucho frío a nuestro lado y alguno de nosotros estornudamos y nos
encogimos sin saber por qué. Y al
unísono dijimos que la mujer nos había
prometido que ella nos daría el balón si
decíamos que estaba allí esperando a la Pepa. Y los vecinos sin hablar nada,
salieron, comenzando a andar hasta el promontorio de la noria. Los niños los
seguíamos orgullosos de haber recuperado
el balón y de haber demostrado que la puerta de la Pepa, estaba como nosotros
habíamos asegurado, abierta.
Llegamos arriba y los vecinos se asomaron al pozo entre las luces
mortecinas de la tarde, y poniéndose las manos
en la boca ahogaron un grito con el estupor y el terror en sus rostros
desencajados.
La prueba de que habíamos dicho verdad sobre la mujer aquella,
estaba flotando en el agua del pozo; era ella, sujeta sus faldas a las ramas de
la higuera la que yacía mirando las primeras estrellas. Las estrellas también se asomaban para mirarse en el espejo
de las aguas.
Nosotros no la vimos, nos retiraron de allí y empezaron a comentar
que los otoños eran tiempo de suicidios. El balón de colores salió rodando
pendiente abajo de las manos de un niño y nunca más volvimos a verlo.
El tiempo siguió pasando y en el inmenso hormiguero humano los
niños aparcamos lo sucedido para seguir jugando, aunque ya nunca más nos
asomábamos al pozo sin la rueda de la noria, ni volvimos a ir a la casa de la
Pepa.
Natividad Cepeda
Arte digital N. Cepeda
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