Al
abuelo todos le decían que no me engarabitara a lo alto de aquél animal tan
loco, pero yo pedía a Dios, (a mi Dios particular, que era un niño rubio
vestido con una túnica de mangas muy anchas y el pelo largo hasta los hombros)
que el abuelo no les escuchara Mi niño Dios tenía sus manos juntas y la mirada
elevada a un cielo que estaba por encima de sus bucles rubios. Aquél cielo no
tenía estrellas, estaba poblado de flores blancas. Unas flores muy raras que yo
no había visto en ningún jardín. A mi madre ese cuadro le recordaba su primera
comunión, porque fue ese día cuando le regalaron la estampa con un Dios niño
sin sangre ni lágrimas y sombra de cruz. A mí me gustaba aquella estampa de
Dios más que las otras de las cruces tristes y con tanta sangre. Además, si él
tenía un cielo por donde nacían flores tenía que ser un Dios soñador, y yo
estaba segura que a él también le gustaría montar en el macho Rojo y besar su
cabeza grande cuando para no caerme me abrazaba a su cuello.
Tía
Julia y tía Benigna me contaban que Dios
cuando era niño le gustaba jugar con el barro, lo mismo que yo, y con sus manos
hacía pájaros y burritos, gatos y perros, hasta gallinas, y luego soplaba sobre
ellos y, todos los animales de barro se movían. A eso, ellas lo llamaban milagros,
y me decían que las personas muy buenas también podían hacer milagros. A esas
personas ellas las llamaban santos. Yo, muchos días era muy buena y le pedía a
tía Julia que me hiciera pajaritas de papel y ranas, luego me salía al patio de
las plantas y las ponía todas encima del arriate donde crecían muchas flores de
colores, entonces les soplaba muy fuerte al mismo tiempo que cerraba los ojos,
y esperaba un rato para que se hiciera el milagro. Esperaba muy quieta y
calladita, pero como no escuchaba nada yo me temía que las pajaritas y las
ranas no eran de verdad. Me daba mucho miedo comprobar que si el milagro no se
hacía era porque yo no era buena, y aquello me daba mucho miedo. No porque Dios me castigara, yo sabía que mi
Dios rubio y con un cielo lleno de flores no me podía castigar, como mucho, no
juntarse conmigo, y sobre todo, no dejar que yo pudiera hacer milagros. Siempre
pasaba lo mismo las pajaritas no volaban y las ranas no croaban. Por eso, como yo no era buena las estrujaba entre mis
manos enfadadas porque sólo eran de papel.
Tía Julia cuando me veía hacerlo me decía que
todas las cosas tienen alma y que no tenía que destruir nada. Las pajaritas de
papel y las ranas si las dejas vivir contigo, y tú juegas con ellas, cuando
duermes ellas se van al cielo y juegan con Dios. Me decía tía Julia. ¿De
verdad, de verdad de la buena, que eso ocurre? Claro que sí, refunfuñaba tía
Benigna que sonreía un poco menos que tía Julia. Yo las miraba primero a una y
luego a la otra, no sé por qué, a ellas sí se les iban sus pajaritas al cielo,
y las mías continuaban sin volar por las mañanas. Pero las tías eran buenas,
tan buenas que tenían hasta pan bendito de San Antonio. Cuando a mí me dolía la
tripa sin saber la causa, ellas sacaban de la taquilla pan duro de San
Antonio y me enseñaban a comerlo a
bocaditos pequeños. Tenía que masticarlo
despacio muy despacio, y mientras tanto ellas y yo rezábamos al santo para que
su pan me curara. Al rato ya no me dolía nada el vientre - así llamaban ellas a
la tripa- y es que aquél pan duro de san Antonio sabía mejor que otros panes.
Por algo san Antonio era santo.
El
abuelo también tenía sus santos amigos, y hasta vivían con él, eran San José y
el niño. El niño Jesús de San José siempre estaba cogido a su mano, y era igual
que el niño de la estampa de la comunión de mamá. Solo que ese niño no miraba
al cielo de las flores, miraba al rostro de su padre, que era san José. A mí,
me parecía que en vez de ser su padre, san José, parecía su abuelo. Mi papá no era tan viejo, pero el
abuelo decía que los dos, san José y el niño, se llevaban muy bien, y que ellos
también tenían una burra como la nuestra.
A mí,
aquello de que mi Dios subiera en burra, como yo en el macho, me hacía
quererlo. Tanto lo quería que cuando no me veía nadie abría la puerta de
cristal de la urna y le daba al niño un beso en los pies porque a su cara no alcanzaba. Dios era más
alto que yo.
El
abuelo se levantaba de noche, antes de desayunar se iba a la habitación del
Santo y se ponía de rodillas con la cabeza baja y los brazos caídos junto al
cuerpo, no decía nada, nada, y así pasaba
un rato grande. Yo cuando me cansaba de dormir me levantaba de la cama
sin hacer ruido y llegaba hasta donde el
abuelo hablaba con su santo. Me ponía de rodillas y tocaba un poco la mano
del abuelo, él no se movía pero yo sabía
que a él le gustaba y al Santo también, porque los dos se reían por lo bajo, y
el niño también apretaba la mano de su padre porque la manga ancha de la túnica
se movía. Yo no me cansaba de estar allí con el abuelo, se me olvidaba el frío
del suelo en mis rodillas y cuando el abuelo se santiguaba tres veces y se
levantaba y se volvía a arrodillar otras tres veces, entonces el niño Jesús
dejaba de apretar la mano de su padre y yo me levantaba y salía corriendo otra
vez a mi cama.
Natividad Cepeda
Publicado en Almagre literario.
Arte digital: N. Cepeda
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