Se
quedaron calladas las fábricas de alcohol de Tomelloso. Se callaron y el
susurro del tiempo despeino, partícula a partícula su envoltura. Se marcharon,
como se marcha la memoria de los muertos que nadie recuerda. Quedan algunos
esqueletos de ellas. Quedan porque la piqueta de la locura colectiva de
construir pisos las dejó por falta de recursos. Entre sus paredes hay
cicatrices del esplendor de antaño. Perdieron el olor a vinazas y el olor del
sudor de los que en ellas trabajaban. Primero fue el silencio, después las
telarañas, el polvo, las hormigas, las moscas en verano y sin que nadie lo
impidiera crecieron arbustos, hierbas, flores silvestres y yedra sempiterna
tiritando de frío en los inviernos. Se desconchó la cal de las paredes y el
tapial marrón y mágico se mostró en toda su belleza. Al pasar a su lado
mirábamos sus torres de ladrillo alzadas a la altura de las nubes: aquellas
chimeneas solitarias sin humo brotando por sus bocas. Las mirábamos como se
miran las nubes y sin palabras después nos alejábamos sintiendo algo extraño en
el fondo íntimo de las entrañas. Y de pronto se dijo que a las chimeneas había
que protegerlas, igual que se protegen los retratos viejos de los museos nuevos
a los que nadie va. Nostalgia de la nada que sólo sirve para
presumir de lo que ayer dio trabajo y se dejó extinguir.
Perdimos
por ignorantes un sustento de sueldos de hombres y mujeres. Un ejercito de
bodegueros, carretoneros, lieras, escribientes… Luego, hace escasamente poco,
cuatro, tres, dos años dieron cobijo a
extranjeros, pobres emigrantes de escaso equipaje y bolsillos vacios de
billetes. Eran un hervidero humano que entraban y salían por paredes caídas,
por puertas achacosas y hasta por enormes agujeros en sus paredes que ellos, los
emigrantes hacían cuando los desalojaban la policía, porque aseguraban que era un foco de vender droga. Al final se
demolió la fábrica y quedaron los muñones de las solitarias chimeneas, testigos
mudos de un pasado que ya no volverá.
Ahora
no sirven nada más que para mirarlas desde lejos: mudas, estáticas. Agujas de
ladrillo varadas en el tiempo. Algunas de esas torres se han habilitado para
que aniden las cigüeñas, tiene suerte; más suerte que los parias extranjeros. ¿Y ellos?, aquellos que vinieron y los que
han seguido llegando atraídos por la riqueza de los campos – falacia de mafias
- ¿dónde cobijan sus huesos? Hay otros esqueletos de cemento que
les sirven para guarecerse del
miedo de carecer de todo. Son naves industriales, abandonadas por no estar terminadas, expropiadas por
bancos con atroces hipotecas… En todas esas moles de castillos preñados de
ambición inconclusa, duermen los emigrantes.
Es vendimia y sobran brazos para cortar las
uvas. Y hay necesidad en los de dentro y en los de fuera. Las gentes al verlos
pasar se preguntan, ¿dé qué comen, de qué viven? Despacio, como a escondidas
murmuran que de los robos en viviendas y campos. Sí, es una realidad que
envuelve al pueblo y hace mirar desconfiadamente, y hasta con miedo, a los que han llegado. Y no creo,
que las chimeneas con trazas de obeliscos, les indiquen que han de regresar a
sus hogares cuando el invierno les haga tiritar de frío en las naves industriales
sin dueño y sin calor.
Natividad Cepeda
Arte digital: N Cepeda
Publicado en Diario Lanza de Ciudad Real España
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