Octubre había llegado trayendo agua del
cielo. Se quejaba la gente porque todavía
quedaban días de vendimia. Cuando pasaban los carros al pueblo traían
las ruedas llenas de barro y las mulas se veían fatigadas de tirar con la carga
por los caminos.
Yo esperaba en
la portada, sentada en el poyete pequeño del centro, hecha un cucunete, apoyada
la cara en mis manos con la vista fija en la entrada de la calle para ver
aparecer el carro del abuelo con sus mulas y el macho rojo. Antes de verlo
sabía que venía por su voz saludando a los vecinos. El abuelo era simpático y
soportaba las bromas de los conocidos con una sonrisa en sus finos labios. Sin
embargo, si lo miraba a los ojos, en ocasiones, me parecía ver que se le
vidriaban y parecían tristes y apagados. Pero eso la gente no lo veía porque él
no quería que nadie supiera lo que sentía.
El abuelo era
pequeño de estatura, delgado y moreno, a mi me parecía que sus piernas y sus
brazos eran de goma, pero de una goma muy fuerte porque cuando me elevaba en sus
brazos yo volaba y me sentía segura.
Cuando el carro se paraba delante de la lumbrera de casa lo
asejaban pa tras, eso decía Nicanor, que
era uno de los pisadores, y cuando ya lo tenían bien centrado en la boca de la
lumbrera, desataban la lona y la ataban con cuerdas a la los clavos grandes de
la pared dejando deslizarse el mosto hasta el fondo del jaraíz, que estaba en
lo profundo de la cueva.
Yo tenía
prohibido asomarme a la lumbrera, por si me caía, pero casi siempre conseguía
extender mis manos hasta el chorro de mosto y beber luego de ellas. El mosto así era más rico, y además escuchaba el sonido brusco y profundo que hacía el mosto al
estrellarse en el piso de cemento del jaraíz. Enseguida resbalaban las uvas con
un estruendo de golpe amortiguado.
Cuando el mosto
caía sonaba igual que una catarata que
se despeña por un barranco, y yo soñaba que era el mosto brincando del carro a
la cueva en plena libertad fuera de la lona. Cuando me descubrían con mis manos
extendidas bañadas por el mosto y mi pequeño cuerpo protegido por el muro
frágil de la lona. Al verme las mujeres elevaban gritos de miedo por si me
asustaban y perdía el equilibrio y los pisadores daban fuertes voces pidiendo
que me retiraran de allí; el abuelo, con su sonrisa cómplice, me cogía en volandas y me subía en el lomo del
macho rojo para pasar por la portada balanceándome en su grupa hasta llegar a
la cuadra. Una vez allí, el abuelo me cogía en sus brazos y yo besaba al macho
rojo muy cerca de sus grandes y enormes ojos. Entonces el macho movía sus
orejas y su cola, y lanzaba por los enormes agujeros de su nariz un aire muy caliente que me lavaba la cara pegajosa de mosto.
La familia decía que el abuelo estaba
loco por dejarme hacer todo aquello, pero a mí me encantaba. Luego, cuando el
abuelo depositaba en los pesebres paja y cebada
para las mulas, el macho y la burra blanca y gris, me cogía por la
cintura y me enseñaba a revolver con mis manos la paja y la cebada.
También me dejaba sostener con él, el cubo de
agua del que bebían los animales, y jamás sentí miedo entre sus patas y sus
bufidos. El abuelo me decía que los animales conocen a quien los quieren y que
son mejor que muchas personas.
El abuelo cogía la rascadera y pasaba una y otra vez
sus manos delgadas y nervudas por el cuerpo de cada uno de ellos. Los recorría desde la cerviz
al rabo, y mientras lo hacía les hablaba como si ellos lo entendieran.
Los peones y los gañanes decían que el macho rojo era un macho loco.
Lo
llamaban coloraó, y se ponían a distancia de él porque lanzaba muchas coces al
aire, y por si acaso alguna se perdía y les llegaba a ellos se ponían a buen
recaudo de sus patas. Mi padre contaba que cuando lo compraron una tarde que él estaba arando en la tierra
de Pinilla con un garabato, el macho Rojo se encolerizó y salió corriendo con
garabato y todo, y así llegó hasta el pueblo. Parece que fue todo un suceso.
También un gran disgusto con sofocación por parte de mi padre. Mi padre también
afirmaba que el macho Rojo era un animal muy valiente. Todos conocían la gran
predilección del abuelo por su macho, y a mí
me hacía soñar siempre que el abuelo me subía a su grupa desnuda de
atalajes.
Yo era muy poca cosa allí arriba abrazada a su cabeza en
ocasiones, y en otras, erguida, asiéndome a su pelo basto y rojo como si fuera
una heroína que habitaba un castillo
Publicado en el libro Almagre Literario: ...continuará la narración
Natividad Cepeda
Arte digital: N. Cepeda
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