Casi todos
los días llega muy temprano a la parada y espera pacientemente frunciendo los
labios en un mohín a veces, y otras pasando su mano derecha sobre el pelo
engominado y brillante de color negro, tan oscuro que delata sus arrugas y su
flacidez restirada artificialmente. Se
sube y recorre la ciudad mirándose en los cristales o se quedan sus ojos
prendidos de un viandante soñando en sueños que alimenta y le hacen alzar su
cabeza como si acabara de tocarle un premio de rejuvenecida adolescencia.
Ya no
cumplirá los sesenta años, ojalá que así fuera, pero al mirarse en su espejo
cada día sólo ve al joven que ayer fue. Cuando se cansa de ir sentado en el
tranvía se baja en la estación por la que ya no pasan trenes y apoyado en sus
viejas paredes espera que pase el tren que perdió antes de nacer. Mira las
nubes y sueña lo que solo él sabe. Cuando
vuelve el tranvía, sube de nuevo y se baja en el hospital, dentro pregunta en
diferentes salas a los hombres quien es el último, pide la vez y con la excusa
de que tiene prisa se marcha dando las gracias educadamente por la información.
Cerca del mediodía sale y espera al tranvía, sube y se baja en la primera
parada de donde se subió.
A veces
coincidimos y lo veo bajarse y alejarse andando como si fuera desfilando por
una pasarela de moda… Así, día tras día
con sus anillos de oro relucientes y sus gafas de sol oscuras imitando a los
galanes de cine de hace cuarenta años.
Un día
cualquiera él o yo nos marcharemos para no regresar al tranvía y a la calle y
los espejos lo echarán de menos al perder su reflejo en el cristal. Sí, nos
marcharemos por ese lado inescrutable de la eternidad en la que creo, y entonces espero volver a encontrarnos
para seguir subiendo al tranvía de las energías que no se pierden jamás.
Probablemente seamos unas nubes que van y vienen, o el motor de un viejo
tranvía recogiendo los sueños imposibles de algunos pasajeros.
Natividad
Cepeda
Arte digital: N Cepeda
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