Es diciembre y espero que regresen de nuevo los que se fueron a otras
latitudes.
Y en esta espera de este invierno inusual, sin nieve y sin frio, desenado
que llueva y nos nazca Dios en su portal
pobre y su cuna de paja tiritando de frío recuerdo aquellos años donde todavía
la lluvia nos bendecía con su húmedo manto. Si…
Llovía en Madrid cuando
llegué al Aeropuerto Internacional de Barajas. Miré la pantalla con el horario
de llegada y comprobé que aún quedaban unos cuantos minutos para que aterrizara
el vuelo procedente de Los Ángeles. Apoyada en la barra de contención que
estaba enfrente de la puerta por donde los pasajeros tenían que salir, seguí
pensando que aquél horario de las ocho cuarenta era demasiado intempestivo. Al
menos para mi. El despertador había
sonado a las cinco de la madrugada, y desde aquél momento todo había sido
correr y dejar atrás kilómetros en una carrera por llegar donde me encontraba.
Doscientos kilómetros desde mi pueblo a Madrid, atravesar la gran ciudad, y
ahora esperar a mi hija que volvía de California era una paliza. Sumando las
cuatro horas que había dormido y el contratiempo de ver como octubre en sus
primeros días nos regalaba un diluvio. Un diluvio que estaba pudriendo las
uvas. Respiré y me fui serenando. Anunciaron por las pantallas un retraso,
luego otro y otro más. Me fui a la cafetería y me tomé un café y un zumo de
naranja. Me cobraron un disparate. Inmediatamente pensé que si a los
agricultores de naranjas les pagaran el kilo a esos precios, seguro que no
tendrían problemas. O si el mosto nos lo pagaran a la décima parte de lo que
valía el zumo, tampoco tendríamos excedentes. La tierra, siempre la tierra... Y
de pronto me acordé de mi abuelo cuando me decía, ya correrá la pataquilla por
tu cuenta y verás entonces como haces cuentas.
Por fin la puerta se abrió
y los primeros en salir fueron los pilotos y algunas azafatas, inmediatamente
un grupo de chicos americanos rubios y desgarbados, vestidos estrafalariamente.
No sabían lo que les esperaba cuando les diera el frío de Madrid en las piernas
desnudas con aquellos pantalones bermudas. Por alguna razón todos los viajeros
eran rubios y pecosos, y desde luego que entre ellos no estaba mi hija con su
pelo negro y largo. Me esforzaba en mirar los rostros, dudé de haberme
equivocado de puerta, interiormente empecé a temer algo. Rogué a Dios que no
pasara nada...y entonces una joven con sombrero negro, una falda larga de topos
azules y una chaqueta informal azul marino, tirando de un montón de maletas y
llevando por su espalda y hombros bolsos y mochilas me envolvió en sus brazos.
Se reía al comprobar que no la había reconocido. Reconocí mi despiste y la miré detenidamente
respirando tranquila. Anda vamos a llamar a papá y a tus hermanas para decirles
que ya has llegado. Y volví a sentarme en la cafetería mientras mi hija por el
teléfono prometía a su padre que llegaríamos a casa cuanto antes.
Por el camino venían mis otras dos hijas con mi marido, sudorosas, con
los vaqueros manchados de mosto y de barro... Hacían proyectos para cuando
terminara la vendimia plantar nuevos árboles, además de un ambicioso plan de
embotellar vino. La tierra decía el abuelo que es la mayor pasión de los
hombres. Porque todos nosotros somos
tierra. De la tierra nacemos y a ella regresamos, sentenciaba con su sabiduría
parda.. Sangre de su sangre eran aquellas jóvenes mujeres nacidas en su misma tierra.
¿Mamá, me compraste en la feria las navajas que te encargué? Pregunto mi hija
mayor. Asentí. La segunda de mis hijas bromeó diciéndole a su hermana que sus
amigos no sabrían comer gachas con navaja.
Eso ya lo veremos, sentenció la mayor, porque lo que es las gachas les
gustan mucho. Claro, dicen que a la fuerza ahorcan, cada vez que vienen les
tocan gachas con pan y vino. Dijo riéndose la número dos de mis hijas mirando a
su padre. Eso son cosas de tu madre y de su abuelo que la enseñó a comerlas y a
guisarlas, dijo sonriendo mi marido.
El sol se ponía detrás de
los últimos ribazos mientras las universitarias discrepaban de la próxima
celebración del vino nuevo. Mentalmente pregunté al abuelo si aquello era hacer
las cosas bien. Miré mis manos y reconocí en ellas las huellas del trabajo.
Miré luego a mis hijas y en ellas fui viendo otras mujeres que ya no estaban.
Pero que habían poblado mi vida y la habían enriquecido dejando en mi lo mejor
de ellas. Lo importante no eran las cosas. Lo realmente importante eran las
personas, ese era el mejor legado y yo lo había recibido a manos llenas, justo
era que a mi vez, yo lo trasmitiera.
Ya empezaban a verse sombras y silencio en los campos y por encima de
los pinos se asomaban las primeras estrellas. Nos habíamos quedado solos frente
a la extensa geografía de los viñedos. ! Solos!
No, solos jamás, porque en esta
tierra el corazón de cada uno de nosotros está invadido y poblado por los
corazones de los demás. Oliendo a mosto y sudor mi marido me pasó su brazo por
mis hombros y empezamos a andar hacia los coches. Se nos había hecho un poco
tarde y a esa hora la cooperativa vinícola estaría ya hasta los topes. En el
camino esperaba el tractor enganchado al remolque con su carga de uvas... ¿En
qué piensas? Me pregunto mi esposo. En todo, le contesté. Pensaba en la
encrucijada que es la vida, en todos los que partieron cuando nosotros éramos
niños y que nunca más volvieron. En sus anhelos y en sus recuerdos, en las
manos de los hombres que plantaron estas viñas viejas y después tuvieron que
emigrar para poder vivir a otras ciudades. En los que se marcharon para ser
estrellas trémulas de las noches... En
tantos antepasados que siguen estando entre nosotros... Anda vámonos, mujer,
que ya está bien por hoy, que todavía me queda descargar, y el día ya viene
empujando a la noche. Y el anochecer,
que ya era sombra de la raíz de las cepas, nos sostuvo con un golpe de viento
los deseos más íntimos. El esfuerzo de las personas quedaba abatido sobre los
surcos llenos de sombras. Todo se borraba en el manto de la noche. Ya, apenas
si se distinguían los contornos de las piedras del camino. Ni se notaba el
cansancio en la piel a pesar de llevarlo tatuado en las entrañas. Un día más el
campo se dormía sin otro cobijo que el de las estrellas, y con la misma magia esperaban
las viñas, que los dedos de los vendimiadores volvieran al día siguiente a
cortar los racimos de las cepas. A lo lejos se escuchó a un búho, y ladridos de
perros que vagabundeaban buscando restos de comida. Pensé en los pobres perros
galgos abandonados por los cazadores, y un presagio de tristeza me embargó. La
tierra una vez más giraba inmersa en su eje con todo el equipaje de injusticia
que desde antaño el hombre había ido creando.
Subimos a los coches camino de la carretera y del pueblo, atrás se
quedaban las viñas, y de pronto sentí que una legión de almas se quedaba
guardándolas.
Natividad Cepeda
Arte digital: N. Cepeda
No hay comentarios:
Publicar un comentario