Espero en
la consulta del dentista para ser
recibida: en la sala pequeña y agradable un televisor de pantalla de plasma
inunda todo el ámbito de la habitación. Ana Rosa Quintana dirige su programa
rodeada de sus fieles contertulios. Entre el juego de la verdad y la mentira se
desgrana como si vendimiaran la vida de
los otros.
Los otros,
son los que interesan, según la actualidad, y así aparecen imágenes de la
familia real con la excusa de la operación del rey, y también las declaraciones
del viejo Ruíz Mateos, luego las del suegro de un torero que cobra por contar
chismes sin ninguna importancia y así desfilan en el programa caras y
comentarios, repetidos hasta la saciedad, desde programas de radio y
televisiones… Ignoro muchos programas de
la televisión porque desde la madrugada me conecto a la radio y a los
periódicos digitales, y si puedo también leo los impresos en papel porque me
gusta sentir en mis manos el tacto de la letra impresa y aspirar el aroma de la
tinta. Puede que sean manías mías tal vez porque desde que recuerdo en casa
había periódicos y libros. Puede que sea porque me aburren las caras
maquilladlas y los anuncios que incitan al consumo… Puede que sea ya anciana y
necesito sentir que todavía pienso y los libros y periódicos me resultan más
propios de mi propia experiencia.
Después de
unos minutos, diez o doce, me levanto y de espaldas al televisor miro por el
gran ventanal la glorieta de María Cristina donde está ubicado el Museo Antonio
López Torres de Tomelloso. El día es ventoso y los cipreses se balancean al ir
y venir del aire que parece querer abatirlos. Una y otra vez el rito se sucede
intermitente y mirando el pequeño jardín regreso al pasado. En ese espacio yo
jugaba de niña y recogía moras de las moreras que entonces daban sombra a las
adelfas y al pilón de Lorencete.
Lorencete
era un pescador policromado con un sombrero por donde salía un chorro de agua
mientras en una de sus manos sostenía una caña de pescar que se hundía en el
pilón redondo lleno de peces que entraban y salían de cuevas artificiales
recubiertas de oba. Los niños de mi infancia lo mirábamos embobados apoyados en
la barandilla de hierro que impedía tocar el agua y caernos. La glorieta era un
campo de juegos infantiles y también el
recreo del colegio de doña Pilar. Por entonces no se había construido el Museo
y en su lugar había una gran nave que decían que era para guardar trigo y a
veces melones y hasta para dar conferencias religiosas un tanto perdidas en la
nebulosa
infantil.
Pero esta
mañana miraba los cipreses que habían remplazado a las moreras y pensaba en lo
curioso de la vida y su misterio. Alzados hasta el cielo los cipreses
recordaban a los muertos en el mismo lugar que anteriormente reposaron. En esa
glorieta estuvo el penúltimo cementerio de Tomelloso hasta que se quedo pequeño
y rodeado por las casas de pueblo. Recuerdo, que terminando un invierno, allá
por la década de los años de 1950 al renovar árboles y arbustos de la glorieta
sacaron huesos, y decían que algunos pendientes de oro rotos… A los niños nos
prohibieron el paso y cuando regresamos a la glorieta Lorencete nos sonreía
como siempre con su caña en el agua y su cesta de peces. Nadie osó romperlo
nunca, era inimaginable porque era nuestro amigo de piedra al que sumábamos al
juego y el que escuchaba los secretos de los adolescentes.
Ahora en la
glorieta sólo está el pedestal de piedra sin la figura de Lorencete porque unos
civilizados del siglo XXI se
divirtieron destruyéndola. No era igual que aquél Lorencete de mi infancia
lleno de colorido con su cara de niño viejo, ajada la escultura por el tiempo y
la intemperie. Era otro distinto, sin color y sin alma, probablemente porque
los niños de ahora no le cuentan secretos ni lo miran embobados.
Los niños
ven la televisión y las pantallas de los videojuegos y por eso desconocen el
misterio que emanaba de aquella figura que en silencio nos hacía respetarlo
junto a su entorno porque esa glorieta fue lugar sagrado donde reposaron
nuestros antepasados.
El aire
seguía balanceando los cipreses y en su ulular parecía escucharse voces del pasado. Al salir de la
consulta cruce la calle y miré hacia adentro, sentí que los cipreses rezaban
por este pueblo. El viento de marzo recorría las calles y en la glorieta a
falta de muertos los cipreses recordaban con su presencia una parcela del
pasado.
Natividad Cepeda
Arte digital; N. Cepeda
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