miércoles, 13 de marzo de 2013

Mirando los cipreses


                                       
Espero en la consulta del dentista  para ser recibida: en la sala pequeña y agradable un televisor de pantalla de plasma inunda todo el ámbito de la habitación. Ana Rosa Quintana dirige su programa rodeada de sus fieles contertulios. Entre el juego de la verdad y la mentira se desgrana como si vendimiaran  la vida de los otros.

Los otros, son los que interesan, según la actualidad, y así aparecen imágenes de la familia real con la excusa de la operación del rey, y también las declaraciones del viejo Ruíz Mateos, luego las del suegro de un torero que cobra por contar chismes sin ninguna importancia y así desfilan en el programa caras y comentarios, repetidos hasta la saciedad, desde programas de radio y televisiones…  Ignoro muchos programas de la televisión porque desde la madrugada me conecto a la radio y a los periódicos digitales, y si puedo también leo los impresos en papel porque me gusta sentir en mis manos el tacto de la letra impresa y aspirar el aroma de la tinta. Puede que sean manías mías tal vez porque desde que recuerdo en casa había periódicos y libros. Puede que sea porque me aburren las caras maquilladlas y los anuncios que incitan al consumo… Puede que sea ya anciana y necesito sentir que todavía pienso y los libros y periódicos me resultan más propios de mi propia experiencia.
Después de unos minutos, diez o doce, me levanto y de espaldas al televisor miro por el gran ventanal la glorieta de María Cristina donde está ubicado el Museo Antonio López Torres de Tomelloso. El día es ventoso y los cipreses se balancean al ir y venir del aire que parece querer abatirlos. Una y otra vez el rito se sucede intermitente y mirando el pequeño jardín regreso al pasado. En ese espacio yo jugaba de niña y recogía moras de las moreras que entonces daban sombra a las adelfas y al pilón de Lorencete.
Lorencete era un pescador policromado con un sombrero por donde salía un chorro de agua mientras en una de sus manos sostenía una caña de pescar que se hundía en el pilón redondo lleno de peces que entraban y salían de cuevas artificiales recubiertas de oba. Los niños de mi infancia lo mirábamos embobados apoyados en la barandilla de hierro que impedía tocar el agua y caernos. La glorieta era un campo de juegos infantiles y también  el recreo del colegio de doña Pilar. Por entonces no se había construido el Museo y en su lugar había una gran nave que decían que era para guardar trigo y a veces melones y hasta para dar conferencias religiosas un tanto perdidas en la
nebulosa infantil. 

Pero esta mañana miraba los cipreses que habían remplazado a las moreras y pensaba en lo curioso de la vida y su misterio. Alzados hasta el cielo los cipreses recordaban a los muertos en el mismo lugar que anteriormente reposaron. En esa glorieta estuvo el penúltimo cementerio de Tomelloso hasta que se quedo pequeño y rodeado por las casas de pueblo. Recuerdo, que terminando un invierno, allá por la década de los años de 1950 al renovar árboles y arbustos de la glorieta sacaron huesos, y decían que algunos pendientes de oro rotos… A los niños nos prohibieron el paso y cuando regresamos a la glorieta Lorencete nos sonreía como siempre con su caña en el agua y su cesta de peces. Nadie osó romperlo nunca, era inimaginable porque era nuestro amigo de piedra al que sumábamos al juego y el que escuchaba los secretos de los adolescentes.

Ahora en la glorieta sólo está el pedestal de piedra sin la figura de Lorencete porque unos civilizados del siglo XXI se divirtieron destruyéndola. No era igual que aquél Lorencete de mi infancia lleno de colorido con su cara de niño viejo, ajada la escultura por el tiempo y la intemperie. Era otro distinto, sin color y sin alma, probablemente porque los niños de ahora no le cuentan secretos ni lo miran embobados.
Los niños ven la televisión y las pantallas de los videojuegos y por eso desconocen el misterio que emanaba de aquella figura que en silencio nos hacía respetarlo junto a su entorno porque esa glorieta fue lugar sagrado donde reposaron nuestros antepasados.
El aire seguía balanceando los cipreses y en su ulular parecía  escucharse voces del pasado. Al salir de la consulta cruce la calle y miré hacia adentro, sentí que los cipreses rezaban por este pueblo. El viento de marzo recorría las calles y en la glorieta a falta de muertos los cipreses recordaban con su presencia una parcela del pasado.


                                                                                                        Natividad Cepeda
 Arte digital; N. Cepeda

No hay comentarios:

Publicar un comentario