He pasado a una tienda pequeña de mi
pueblo para comprar esas cosas que son tan necesarias, lejía, detergente, crema
para las manos… Espero que me atienda la dueña de la tienda con esa eterna
paciencia de quien lleva muchos años detrás del mostrador. Atiende a un
matrimonio de unos setenta años, educados, afables, sin retoques de cirugía
plástica ninguno de los dos. Dignamente vestidos, limpios y sin joyas ninguna
en sus manos. La señora le pide diez velones de cera para encenderlos en estas fechas, igual que lo hacía su madre
y sus abuelas. El marido es el que recoge
las bolsas mientras ella abona el dinero y se marchan, no sin antes dar
las gracias y desear buen día a la tendera.
La tienda
apenas si ha cambiado desde hace treinta años. Y allí sigue la mujer entera y
diligente con la sonrisa franca atendiendo a la clientela que todavía sigue
fiel a la pequeña tienda.
Alrededor
del establecimiento la calle ha cambiado su fisonomía, se demolieron casas y en
su lugar se alzan hacia el cielo unos bloques de pisos. Además faltan muchos
vecinos de aquellos que existían cuando se abrió la tienda. Ahora por la calle,
y pasando a la tienda hay hombres de piel negra, jóvenes solitarios en busca de
un trabajo que apenas si balbucean las palabras precisas para hacerse entender.
También
algunas veces pasan mujeres de falda larga y pelo largo y liso, recogido atrás,
en una coleta descuidada, cuando llegan la dueña las atiende y los demás no
perdemos de vista el bolso y la cartera y lo que espera encima del mostrador,
por si en un descuido nos roban algo aquellas jóvenes mujeres, algunas casi
niñas, que siempre llevan en brazos o a su lado niños morenos y flaquitos, pero
firmes y listos porque el hambre agudiza mucho los sentidos. Todos ellos,
también, desde hace tiempo, son vecinos ocasionales de la calle…Ignoramos sus
nombres y el lugar donde duermen y dé
dónde sacan para vivir aquí. Enfrente de la pequeña tienda, abrieron hace un
par de años, una peluquería de caballeros de peluqueros árabes. Dentro y fuera
de ella siempre hay hombres, muchos hombres, a cualquier hora del día y de la
noche, y en las horas finales de la tarde algunas mujeres y niños morenitos que
juegan alrededor de todos ellos. No saludan a nadie, viven y no trabajan, al
menos, no en las horas normales. Y a veces nos preguntamos ¿de dónde sacan para
vivir aquí? Son preguntas sencillas que no obtienen respuestas.
También en
esta calle conocemos a muchos vecinos que no encuentran trabajo, son hombres y
mujeres que se compraron piso y adeudan hipotecas con nombres y apellidos y con
niños pequeños. Otros ya han envejecido y sienten correr por sus entrañas el
aguijón clavado de ver que a los hijos les ha empezado a faltar lo necesario…
Los que
vamos a la pequeña tienda conocemos historias tristes y desalentadoras. Se
comenta que algunos de ellos piden cita en Cáritas Interparroquial para ver de
obtener alguna ayuda. Son gentes de las nuestras, iguales que nosotros, sin
ayudas, sin extender la mano mendigando ni ratear por el pueblo y el campo. Y
también en los pisos conviven con los otros que se confunden con nosotros, los
llegados de la Europa del Este: integrados a medias, casi nada. Parias entre parias del mundo intentando vivir
cada cual como puede. Y además hay muchos pisos vacíos, fantasmas de ventanas
cerradas, o testigos de la avaricia de los que se enriquecieron a costa de
todos los que ahora carecen de lo más necesario.
He dejado
de preguntarme acerca de la justicia porque me falta fe en los que nos dicen,
que nosotros, los de abajo, hay que pagar la deuda. ¿La deuda? En la pequeña tienda escucho que les han
quitado el banco la casa y el piso a dos familias más de esta calle, y que
hasta la abuela, se ha quedado en la calle porque los avaló.
Ha llegado
mi turno y pido que me venda unos cuantos velones. Una señora de pelo gris y
moño al estilo italiano, me dice que en noviembre hay que encender la luz para
las almas de todos los difuntos, le sonrío y le aclaro que los voy a
encender para que la luz de Dios nos
alumbre la vida. Me mira sorprendida e
insisto, sí, señora porque la vida ahora la tenemos muy negra.
Natividad Cepeda
Arte digital . Cepeda
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