La niña acurrucada en los brazos de la mujer miraba declinar la tarde envuelta en su luz que apenas era una ráfaga de hilo suspendida en los tejados filtrándose por la ventana hasta ir a confundirse con la leña que ardía en el fuego. La niña miraba embelesada la lumbre y el rayo de luz fundida en las llamas sin pestañear al tiempo que elevaba su mirada hasta el rostro de la mujer confiada en sus brazos. Casi a media voz le pedía a la mujer que siguiera contándole cuando vio por primera vez a los duendes del fuego; y con voz pausada empezó diciendo.
Fue una noche que hacía mucho frío y nos faltaba leña
para encender el fuego. Había llovido y los leños mojados eran como peces
sucios y muertos. Apenas si teníamos cerillas secas para prender la
leña y, los papeles y cuatro sarmientos secos no eran suficientes para hacer
arder a los leños. Yo, dijo la mujer, tiritaba de frío y mis hijos me miraban calados hasta los mismos huesos.
Mi madre me había dicho que pidiera a las magas de la
tierra su ayuda para encender la lumbre, pero yo no creía en esos cuentos de
antaño. Me parecían disparates de mi madre y de mi abuela que creían en esas cosas. Porque has de saber que
yo no soy de aquí, de tu pueblo, le dijo la mujer a la niña. La pequeña se
apretó más junto a ella y sonriendo le dijo que ya lo sabía. Sigue, Gabriela,
por favor, sigue hablando.
Las llamas de gran tamaño ponían resplandor en el pelo
rubio de la niña y chispitas de color en los bellos ojos de la mujer.
Crepitaban las cepas al desmoronarse convertidas en ascuas de luz incandescente
iluminando la luz del anochecer que ya se colaba por la ventana. Desde el techo
de vigas de madera se escuchaban sonidos casi imperceptibles.
Sabes, en mi pueblo todavía creemos en la magia. Yo no
creía hasta ese día que estábamos empapados y no podía encender la lumbre. Mi
madre insistía; pídeles que te ayuden a encender la lumbre o nos moriremos de una
pulmonía.
Afuera escuchábamos chapotear la lluvia al caer copiosa
entre las piedras y la tierra hecha barro. Mi madre sacó de su faltriquera una pequeña cruz de ámbar y me la puso en mis
manos; vamos, reza y roza los leños
mojados con la cruz, me ordenó.
Empecé a rezar una
oración no escrita en libro alguno,
enseñada de generación en generación, rocé la leña mojada con la cruz sujeta entre mis labios y volví a encender
los papeles debajo de la leña, cuidando que la cruz de ámbar y mi boca quedaran
en línea recta con la lumbre. Crujieron los sarmientos mientras unas sombras
pequeñas bailaban de abajo arriba igual a chispas de lumbre evitando que el
fuego se apagara. Incontables duendes tan pequeños como bolliscas nos rodearon
dándonos calor saliendo y entrando en la pequeña cruz de ámbar que yo sostenía
con mi boca. El fuego fue grande a pesar de estar chorreando la leña.
¿Tú ves a los duendes igual que yo?
Si hermosa mía, están por el aire de la chimenea porque
son duendes del fuego y ellos no se queman. Gabriela, eres una maga. Dijo la
niña. También tú lo serás, cariño mío,
jamás debes decirlo, porque nadie cree en ese mundo mágico. Desde aquél día en el que santigüe con la cruz a mis hijos y a mi madre
después de hacerlo yo, comprendí el poder que otorga el ámbar a quien conoce
sus misterios.
¿Porque enciende la lumbre? preguntó la niña.
Porque el ámbar es leña. Cuando vayas a un pinar, en
verano, fíjate bien y veras las lágrimas de los pinos resbalar por sus troncos.
Hace muchísimo tiempo, las hadas de las montañas guardaron en el fondo de la
tierra a los árboles que mató una
estrella. Eran tan bellos que sus corazones se convirtieron en ámbar y por eso
encienden el fuego. Desde entonces los duendes del fuego son sus guardianes y
nuestros protectores. Desde el pasado emergía la magia por la ventana de la
vida imborrable en la memoria de una niña. Su código secreto seguía siendo
aquella maga sanadora, que quitaba
dolores y arreglaba huesos dislocados,
mientras rezaba entre balbuceos y pendía de su cuello una cruz de ámbar.
Un día se marchó lejos a ganar su sustento, sin ella se
perdió la sabiduría de las mujeres que hablaban con los duendes y las hadas. En
silencio hay quien habla con ellos
todavía adornada de ámbar.
Publicado en revista Quevedalia
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