miércoles, 15 de febrero de 2023

Los duendes del fuego


                                          

La niña acurrucada en los brazos de la mujer miraba declinar la tarde envuelta en su  luz que apenas era una ráfaga de hilo suspendida en los tejados filtrándose por la ventana hasta ir a confundirse con  la leña que ardía en el fuego. La niña miraba embelesada la lumbre y el rayo de luz fundida en las llamas sin pestañear al tiempo que elevaba su mirada hasta el rostro de la mujer confiada en sus brazos. Casi a media voz le pedía a la mujer que siguiera contándole cuando vio por primera vez a los duendes del fuego; y con voz pausada empezó diciendo.

Fue una noche que hacía mucho frío y nos faltaba leña para encender el fuego. Había llovido y los leños mojados eran como peces sucios y muertos.  Apenas  si teníamos cerillas secas para prender la leña y, los papeles y cuatro sarmientos secos no eran suficientes para hacer arder a los leños. Yo, dijo la mujer, tiritaba de frío y mis hijos  me miraban calados hasta los mismos huesos.

Mi madre me había dicho que pidiera a las magas de la tierra su ayuda para encender la lumbre, pero yo no creía en esos cuentos de antaño. Me parecían disparates de mi madre y de mi abuela que  creían en esas cosas. Porque has de saber que yo no soy de aquí, de tu pueblo, le dijo la mujer a la niña. La pequeña se apretó más junto a ella y sonriendo le dijo que ya lo sabía. Sigue, Gabriela, por favor, sigue hablando.

Las llamas de gran tamaño ponían resplandor en el pelo rubio de la niña y chispitas de color en los bellos ojos de la mujer. Crepitaban las cepas al desmoronarse convertidas en ascuas de luz incandescente iluminando la luz del anochecer que ya se colaba por la ventana. Desde el techo de vigas de madera se escuchaban sonidos casi imperceptibles.

Sabes, en mi pueblo todavía creemos en la magia. Yo no creía hasta ese día que estábamos empapados y no podía encender la lumbre. Mi madre insistía; pídeles que te ayuden a encender la lumbre o nos moriremos de una pulmonía.

Afuera escuchábamos chapotear la lluvia al caer copiosa entre las piedras y la tierra hecha barro. Mi madre sacó de su faltriquera  una pequeña cruz de ámbar y me la puso en mis manos; vamos,  reza y roza los leños mojados con la cruz, me ordenó.

Empecé a rezar  una oración no escrita en libro  alguno, enseñada de generación en generación, rocé la leña mojada con la cruz  sujeta entre mis labios y volví a encender los papeles debajo de la leña, cuidando que la cruz de ámbar y mi boca quedaran en línea recta con la lumbre. Crujieron los sarmientos mientras unas sombras pequeñas bailaban de abajo arriba igual a chispas de lumbre evitando que el fuego se apagara. Incontables duendes tan pequeños como bolliscas nos rodearon dándonos calor saliendo y entrando en la pequeña cruz de ámbar que yo sostenía con mi boca. El fuego fue grande a pesar de estar chorreando la leña.

¿Tú ves a los duendes igual que yo?

Si hermosa mía, están por el aire de la chimenea porque son duendes del fuego y ellos no se queman. Gabriela, eres una maga. Dijo la niña.  También tú lo serás, cariño mío, jamás debes decirlo, porque nadie cree en ese mundo  mágico. Desde aquél día en el que  santigüe con la cruz a mis hijos y a mi madre después de hacerlo yo, comprendí el poder que otorga el ámbar a quien conoce sus misterios.

¿Porque enciende la lumbre? preguntó la niña.

Porque el ámbar es leña. Cuando vayas a un pinar, en verano, fíjate bien y veras las lágrimas de los pinos resbalar por sus troncos. Hace muchísimo tiempo, las hadas de las montañas guardaron en el fondo de la tierra a los árboles que  mató una estrella. Eran tan bellos que sus corazones se convirtieron en ámbar y por eso encienden el fuego. Desde entonces los duendes del fuego son sus guardianes y nuestros protectores. Desde el pasado emergía la magia por la ventana de la vida imborrable en la memoria de una niña. Su código secreto seguía siendo aquella maga  sanadora, que quitaba dolores y arreglaba huesos  dislocados, mientras rezaba entre balbuceos y pendía de su cuello una cruz de ámbar.

Un día se marchó lejos a ganar su sustento, sin ella se perdió la sabiduría de las mujeres que hablaban con los duendes y las hadas. En silencio hay quien  habla con ellos todavía adornada  de ámbar.

 Natividad Cepeda

Publicado en revista Quevedalia                                             





                                                           

                                                  

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