domingo, 10 de julio de 2022

La sombra brumosa de la envidia

 

                              


El verano es propicio a fiestas y celebraciones por pueblos y villas del territorio hispánico con ese fervor inaudito de creerse en cada lugar ser los únicos e importantes en su afán de mirarse el ombligo propio. Y es tan revelador que crecen las filosofías salomónicas igual que suben los grados asfixiantes en el termómetro de julio. De tal manera que hay tantas cabezas laureadas como rayos de sol. El inconformismo se nutre con eso de que  todo vale. Gracias a esa explosión de egocentrismo la vulgaridad crece y se ha asentado en demasiados actos sociales con la etiqueta de cultura.

Es un reino ilimitado nutrido y alimentado por  doquier ¿Por qué quien es el guapo o guapa que se  atreve a decir que toda esa multitud de actos y nombramientos no sirven para nada? Nadie. ¿Por qué?  Sencillamente porque a quien lo hace con ética y buen criterio se le hace el vacío social. Es una verdad tan cierta que nadie se atreve a defender al verdad. Esa verdad que nos hace libres y que a la vez nos deja solos.

Es una soledad cruel, cainita y traicionera con apariencia de olvido y de esconder la mano que tiró la piedra para herir a la persona que no se deja comprar. La sumisión  a quienes manejan los hilos de la madeja social es casi unánime. Es una labor férrea ejercida desde lazos familiares, nada nuevo desde los tiempos bíblicos: y también desde  grupos distintos y diferentes entre sí que se unen cuando la envidia teje en torno a esa persona una tela de araña persistente en voracidad.

La envidia es el mal que destruye  donde se asienta. Es nido de odio y celos, tan maligna que hasta los dioses clásicos la padecieron. De la envidia nacieron guerras y asesinatos. Siguen naciendo. Y es capaz de  asentarse a lo largo de una vida persiguiendo siempre a la misma persona injustamente, en esa danza inhumana del descredito y la mentira.

Todavía me sorprende amargamente comprobar esas maniobras de acoso y derribo, solo porque una persona es diferente a la mayoría. Y me cuido de todas esas acechanzas aislándome socialmente. Horrad a mis semejantes es no dañarles. Es no destruirles negándoles un espacio merecido por sus capacidades y su forma de actuar con bondad y nobleza. Pero eso no importa hoy, ni tampoco importo ayer.

La edad es ese camino que me ha hecho ver la inutilidad de tanto esperpéntico afán de hacerse notar en ámbitos distintos. Y que no se pule con la educación, porque la falsedad también anida en las buenas formas como en las más rudas y groseras. Nuestro mundo dilatado en información carece de los mismos valores que carecieron otras sociedades del pasado. De ahí proviene la destrucción humana. De no ser así el hambre no existiría en nuestro mundo. Ese crimen horrible permitido a sabiendas de que existe. Y de qué se puede evitar. La ambición de poder, de fama, de manipulación de humillar y agredir física y psíquicamente a cualquiera es el caldo de cultivo de la guerra. De las guerras personales y de las guerras actuales. Hemos avanzado en técnicas y desafíos en las mejoras de vida. Pero nos mantenemos estancados en lo referente al egoísmo y a la maldad de autodestruirnos. La sombra brumosa de la envidia nos cerca y ahoga, es una lacra que ahoga la verdad y la bondad. Es la que deja lágrimas silenciosas en el alma y hace escondernos de esa inhumana grey que destruye la amistad, la familia y el amor.

La envidia lacera como esos bellos cardos de mi tierra que se contemplan desde lejos pero que no los queremos ceca de nuestra piel.

 

 

Natividad Cepeda

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