El
verano es propicio a fiestas y celebraciones por pueblos y villas del
territorio hispánico con ese fervor inaudito de creerse en cada lugar ser los
únicos e importantes en su afán de mirarse el ombligo propio. Y es tan
revelador que crecen las filosofías salomónicas igual que suben los grados asfixiantes
en el termómetro de julio. De tal manera que hay tantas cabezas laureadas como
rayos de sol. El inconformismo se nutre con eso de que todo vale. Gracias a esa explosión de
egocentrismo la vulgaridad crece y se ha asentado en demasiados actos sociales
con la etiqueta de cultura.
Es
un reino ilimitado nutrido y alimentado por
doquier ¿Por qué quien es el guapo o guapa que se atreve a decir que toda esa multitud de actos
y nombramientos no sirven para nada? Nadie. ¿Por qué? Sencillamente porque a quien lo hace con ética
y buen criterio se le hace el vacío social. Es una verdad tan cierta que nadie
se atreve a defender al verdad. Esa verdad que nos hace libres y que a la vez
nos deja solos.
Es
una soledad cruel, cainita y traicionera con apariencia de olvido y de esconder
la mano que tiró la piedra para herir a la persona que no se deja comprar. La
sumisión a quienes manejan los hilos de
la madeja social es casi unánime. Es una labor férrea ejercida desde lazos
familiares, nada nuevo desde los tiempos bíblicos: y también desde grupos distintos y diferentes entre sí que se
unen cuando la envidia teje en torno a esa persona una tela de araña
persistente en voracidad.
La
envidia es el mal que destruye donde se
asienta. Es nido de odio y celos, tan maligna que hasta los dioses clásicos la
padecieron. De la envidia nacieron guerras y asesinatos. Siguen naciendo. Y es
capaz de asentarse a lo largo de una
vida persiguiendo siempre a la misma persona injustamente, en esa danza inhumana
del descredito y la mentira.
Todavía
me sorprende amargamente comprobar esas maniobras de acoso y derribo, solo
porque una persona es diferente a la mayoría. Y me cuido de todas esas acechanzas
aislándome socialmente. Horrad a mis semejantes es no dañarles. Es no
destruirles negándoles un espacio merecido por sus capacidades y su forma de
actuar con bondad y nobleza. Pero eso no importa hoy, ni tampoco importo ayer.
La
edad es ese camino que me ha hecho ver la inutilidad de tanto esperpéntico afán
de hacerse notar en ámbitos distintos. Y que no se pule con la educación,
porque la falsedad también anida en las buenas formas como en las más rudas y
groseras. Nuestro mundo dilatado en información carece de los mismos valores
que carecieron otras sociedades del pasado. De ahí proviene la destrucción
humana. De no ser así el hambre no existiría en nuestro mundo. Ese crimen horrible
permitido a sabiendas de que existe. Y de qué se puede evitar. La ambición de poder,
de fama, de manipulación de humillar y agredir física y psíquicamente a
cualquiera es el caldo de cultivo de la guerra. De las guerras personales y de
las guerras actuales. Hemos avanzado en técnicas y desafíos en las mejoras de
vida. Pero nos mantenemos estancados en lo referente al egoísmo y a la maldad
de autodestruirnos. La sombra brumosa de la envidia nos cerca y ahoga, es una
lacra que ahoga la verdad y la bondad. Es la que deja lágrimas silenciosas en
el alma y hace escondernos de esa inhumana grey que destruye la amistad, la familia
y el amor.
La
envidia lacera como esos bellos cardos de mi tierra que se contemplan desde lejos
pero que no los queremos ceca de nuestra piel.
Natividad
Cepeda
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