Hace unos días mi marido me trajo un prieto racimo de uvas negras; uvas aun acidas con sabor a sarmiento verde y áspero similar al cansancio del viticultor, incansable en su labor de cuidar y mimar su viñedo. Las uvas crujían en mi boca al romperse su áspera piel de tempranillo, también llamada cencibel por esta tierra y, en otros parajes viticultores como en Zamora las llaman vino de toro, o tinta de toro, que lo mismo da. Recuerdo que hace años estuvimos haciendo la ruta de los pueblos del vino de Zamora y Valladolid antes de ir a ver la Colegiata de Santa María la Mayor, monumento románico que según dicen está inspirada en la catedral zamorana, digna de visitarse por su magnificencia y belleza; pues nos pasamos a un bar para reponer fuerzas y curiosamente los parroquianos degustaban vino de toro con tal deleite que las botellas vacías se podían contar por decenas. Por supuesto que pedimos un vino acompañado de los majares del cerdo que también eran consumidos por todos. Nunca he olvidado aquella mañana en la ciudad de Toro por sentir a mí alrededor a sus habitantes degustando su vino con deleite y orgullo. Dicen que el vino tempranillo de Toro iba en la Carabela de La Pinta con los españoles descubridores de América.
En agosto el refranero dice “Por Santiago y Santa Ana pintan las uvas y para Nuestra Señora ya están maduras”. Uvas y vinos cultivados y vendidos por los comerciantes fenicios y cartagineses. Vino viajero por calzadas romanas en ánforas por el Mediterráneo…Parras silvestres sometidas a las civilizaciones plantadas en tierras americanas llevadas por españoles. Uvas blancas airén, colgadas en racimos engarzados los unos con los otros con la ayuda de gramantilla por las hacendosas manos de las mujeres manchegas; colgando de vigas y paredes para ofrecer el postre en las tardes de otoño y en la frías noches del invierno…Uvas y queso saben a besos, se decía al ofrecer aquellos manjares a los invitados, con esa sonrisa un tanto socarrona y picara del carácter manchego.
Uvas blancas, y aquellas uvas grandes, de Gallo, pendiendo de las parras de los patios dando su sombra en los veranos y su cosecha al final del calor de septiembre. Costumbres olvidadas por esta sociedad embriagada de absurdos mensajes encandilando para consumir bebidas azucaradas convirtiendo el azúcar en una de nuestras drogas permitidas. Uvas negras apretadas entre sí, ofrenda de las manos duras que las cultivan; viñadores olvidados tantas veces por los cauces de los que marcan precios. Cantadas por poetas, pintadas en bodegones por pintores de cualquier época. Uvas de nuestro sustento desde hace siglos.
La vida gira en rededor y hay periodos en los que lo sencillo es un espejo donde contemplarnos con la satisfacción de sabernos viento que rezuma alegría porque la tarea de cada día se cumplió. Ahora hay demasiadas personas mustias como parras dañadas sin cosecha. Escribo de lo que veo y de lo que casi nadie quiere decir por causa de la pandemia como si lleváramos en vez de mascarillas, crestas caídas como gallo sin corral y sin gallinas. De pronto me han dicho que las sandias manchegas nadie las quiere. Ocurre de nuevo lo mismo que hace dos años que tuvieron que ararlas los agricultores; esfuerzo e inversión perdido. Y todavía hay quien delira cantando coplas de quintería sobre este mar del verano rendido a la vicisitud de este avatar que no termina.
Siguen pasando los hombres por la plaza los unos sentados con las miradas fijas en el móvil, muy solos, aislados; otros andando sin mirar a nadie dentro de ese espejismo engañoso de la bonanza de encontrar un trabajo. Caritas, la ONG católica ha pedido camisetas para estos hombres desplazados porque les faltan para dársela en el albergue abierto en Tomelloso. Giran los días y son parecidos a las uvas negras un poco agraces de a primeros de agosto y le pregunto a Dios, ¿por qué la vida no es dulce como las uvas de septiembre? Han venido los jóvenes hombres de otros lares y hasta hoy por aquí tampoco encontrarán su hogar.
Natividad Cepeda
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