Estás sobre mi rostro ocultando mi sonrisa o un mohín dibujado en mi boca y desde que formas parte de mi indumentaria me siento atrapada en tu bozal de tela.
A veces me ahoga llevarte evitando respirar con este calor abrasador del verano y siento que la garganta se me seca y aspiro queriendo abarcar mucho más aire que el que tú me proporcionas.
Cuando camino por la calle me saludan rostros de ojos que no reconozco y de la misma manera respondo ignorando a quien saludé y quien me saludó. Interiormente me sonrío al comprobar que hay mascarillas de diseño, de colores y estampados a juego con el vestido o la camisetas, y no solo estas mascarillas las llevan las mujeres también hay hombres que lucen mascarillas sofisticadas y de diseño masculino. Desde hace un mes, más o menos, la mascarilla la llevo quitada por la calle y a modo de brazalete la llevo en mi brazo izquierdo para ponérmela cuando llego a un comercio, centro cultural, religioso o civil. Se ha convertido en mi compañera inseparable impidiéndome llevar pendientes porque la goma que la sujeta me resta libertad para lucir cualquier pendiente en mis orejas. Gracias a la mascarilla me he olvidado de ellos y creo que deben estar aburridísimos por no salir de mi joyero. Curiosamente a lo que no he renunciado es a maquillarme los labios, eso sí, con barra permanentes que no manchan porque al quitarme este protector trozo de tela farmacéutica me sentía más yo que sin pintar mi boca.
Ahora que la vacuna me trastornó durante 48 horas la primera dosis y 10 días la segunda que me ha dejado la reliquia de vasos capilares amoratados y una pierna hinchada con algunos morados que no son agradables. Son la muestra inequívoca de pequeños trombos pululando por mis extremidades. El médico, una doctora, me tendió en la consulta en una camilla y me las examino concluyendo que no era yo el único caso que veía con esos problemas. Me recomendó una crema antiinflamatoria que no entra en la tarjeta de la Seguridad Sanitaria de mi país, España, para mitigar las molestias y que anduviera y…bueno obedientemente lo hago aunque en casi nada he mejorado.
Esta es la realidad seguir con la boca tapada y sólo destapada cuando voy por calles amplias y con escasos viandantes. Los jóvenes pasan en grupos sin mascarillas, la gran mayoría, no temen la pandemia y para que se vacunen en diferentes países europeos organizan sorteos, festivales y una larga lista de cosas que son disparatadas. No se ha cambiado a mejor después de tantos fallecidos. Las familias que han perdido seres amados lloran en silencio y soledad su pérdida. Los demás parecen no recordarlo. Como si esas muertes fueran algo que no ha sucedido o aún peor, se siente que como eran viejos ya no hay que llorarlos porque los viejos para nada sirven. Para nada hacen falta son cargas inútiles a los que hay que dedicar tiempo y esfuerzo, incluso, cuando están viviendo en las residencias hay que ir a visitarlos para quedar bien ante esta sociedad exenta de amor, misericordia y caridad con aquellos que aportaron su esfuerzo a crear estabilidad y economía.
Hace un mes fui al cementerio pasé al nuevo cementerio donde se multiplican nombres y más nombres de los que desaparecieron en el año 2020, solos en hospitales y residencias. Solos se fueron y solos los lloran los que los amaron y aman. El sol caía vertical por la explanada iluminando cada ángulo de aquél recinto cuadrado donde los “callaos” se encuentran. Unas pocas y escasas personas limpiaban el polvo de nichos y tumbas con la mirada perdida en un punto lejano, tan lejano que solo cada una de ellas podía saber lo que veían. En aquél apartado del cementerio nuevo se captaba la enorme tristeza acumulada en sus piedras de mármol, granito y piedra artificial. Sentí que el dolor de los que lo habían padecido permanecía intacto entre sus piedras. Algunos nichos y tumbas tienen fotografía de los fallecidos los miro y tengo la extraña sensación de que ellos también lo hacen…
Hoy también hemos tenido calor. Ahora mismo hace calor. Esta noche se ha levantado un aire huracanado que silva por tejados y muros y al sentirlo silbar tengo la sensación de regresar a mi infancia; a la casa de mi abuelos maternos donde en las tardes invernales arriba, en la galería acristalada el viento se estrellaba en los cristales pidiendo pasar adentro. Debería llover, llover agua mansa que fuera calando la tierra reseca del verano. En el campo las uvas de las viñas se han deshidratado.
En casa tememos al virus malo. Lo tememos porque lamentamos no volver a ver a muchas personas queridas. Es tarde y el sueño cierra mis párpados. Otro día seguiré escribiendo del quehacer de cada día y de las mascarillas y su mundo de colores. otro día y en otro momento volveré, si Dios me lo permite, a recordar nombres y más nombres de los que ahora son el rumor del viento.
Natividad Cepeda
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