La muerte de la esperanza es
el signo inequívoco de que el barco de la vida se nos hunde en el cenagal de la
avaricia.
Navegamos en un río de fango
bebiéndonos a sorbos un turno de calamidades que nos cubren la espalda.
Vamos lisiados intentando
zurcir las derrotas, que dicen que son nuestras.
La tristeza del pueblo cubre de ceniza la memoria.
Esa memoria que evitamos para
no maldecir a los que nos han abocado donde estamos. En la garganta, reseca y
llagada, no queda grito alguno, porque llevamos clavado el adiós con el que
hemos despedido a nuestros hijos por todo el
desamparo con el que parten y los
despedimos. Y todavía se acusan los unos y los otros intentando así, ocultar
sus propias culpas.
El viento del invierno empuja
los días con su frío mientras se agolpan alrededor de los contenedores de
tiendas y supermercados personas ávidas
por encontrar entre los desperdicios algo para paliar el hambre que muerde sus
estómagos.
Es hambre sin maquillaje ni
secuencia de película el que empuja a los hombres y mujeres españoles y
extranjeros a esperar pacientemente a que se cierren las puertas y se bajen los
cierres y con las luces apagadas rebuscar la fruta macada que se tira, el bollo
duro y los recortes de la carne… Nos ha
desbordado la pobreza mientras los señores del ladrillo sacan el dinero
a otros paraísos donde el IVA no exista
y donde la hacienda pública no los persiga.
No hemos tocado techo: no. Estamos
sin techo y sin cobijo, viendo cómo se van los hijos en busca de trabajo, esa
escasa fortuna que en España se les niega. Y por eso tenemos el sueño en
desbandada cuando llega la noche porque tenemos muchos hijos muy lejos de
nosotros.
Lejos y desamparados,
llegando a Inglaterra, Alemania, Francia…
sin contrato de trabajo en busca de un sueldo escaso en euros, y además ni
siquiera pueden ejercer lo que han estudiado.
Me aturde imaginar a nuestros
hijos aislados y en franca desilusión en medio de la vida. Y me sobran por eso
los modelos con los que se visten y muestran las princesas cónyuges, las
actrices y actores que cuando les conviene se las dan de progres y víctimas
jaleando a los pobres vocingleros de la calle.
Me sobran las mansiones
palaciegas de nuestros gobernantes adquiridas con la estafa en sociedades
secretas dando a los testaferros carta blanca
para anular al ciudadano honrado. Y si Dios nos ha de juzgar a todos en la otra
vida, le ruego y le suplico, que nos juzgue en esta, empezando por los
contratos manipulados en ayuntamientos y consejerías, direcciones y cargos
públicos, fundaciones y similares…
Y si todavía queda alguna ley
en pie, y no en medio de la ruina moral, que se demuestre eficaz no sólo con palabras de humo y con trampas
legales, por donde se escabullen los pillos, los malversadores de cualquier
partido político y empresa apoyada en sucios negocios al amparo de esos
sepulcros blanqueados, unos en nombre de Dios al que venden como Judas, y otros
en nombre del honor del que carecen. Porque son muchos los que han partido por
su culpa; culpa de los partidos mayores en votos y poder electoral, y esos
otros, menores en escaños, que hacen pactos y coaliciones callando lo que ven a
cambio de medrar a su sombra.
Elegía de amor por lo hijos
ausentes, por la muerte de la esperanza en el futuro, cuando a nuestro
alrededor se tiran los trastos a la cara los políticos pero sin soltar ninguno
de ellos la presa codiciada. Somos demasiados los que hoy no creemos en nada de lo que juran y
prometen.
Natividad Cepeda
Are digital: N. Cepeda
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