Acababa de marcharse el camarero después de haber dejado sobre la mesa dos botellas de agua fresca. Sobre la mesa rústica de madera quedaban restos de raciones y botellas vacías de zumos y de agua. El sol ardiente del verano se empozaba por detrás de las sierras y poco a poco las tinieblas de la noche avanzaban próximas en aquellas horas postreras del crepúsculo.
El aire de la sierra nos refrescaba y sentíamos que con la llegada de la noche volvía el descanso. Las cabañas de madera dispuestas en lo alto y diseminadas por entre los árboles y los matorrales empezaron a iluminarse. Los camareros encendieron las luces del comedor y en la terraza, donde nos encontrábamos empezaron a encenderse débilmente las luces programadas para alejar las sombras nocturnas.
Miré la amplia superficie que se extendía a mis ojos y admiré, una vez más, la belleza de aquella tierra. Mi tierra manchega y sus montes. Los robles convivían con las carrascas y los alcornoques dejando espacio para la jara y los pinos. Abajo en la falda de la sierra se extendían las viñas prietas de racimos por estas fechas, y en la tierra sometida por la mano del hombre, las fanegas sembradas de cereales denunciaban la siega hecha días atrás. El pueblo, allá abajo, era evidente que se sumía en las sombras, y requería sin mucho tardar ser iluminado.
La melancolía del final de la tarde se esparcía por los senderos y se posó milagrosamente en el plumaje de un águila imperial. Desde los árboles nos llegaba los últimos sonidos de las aves y la voluptuosidad del entorno nos envolvía en una singular atmósfera. Todo lo iluminaba el crepúsculo y entre el color misterioso de la tarde recordé cuando un día lejano sintiendo la garganta seca por la sed del verano llegamos a una casa donde nos enseñaron pliegos amarillentos donde se podía leer con una letra garabateada de hacía siglos, difícilmente los nombres y sucesos recogidos en aquellos papeles. Era un árbol generacional donde el apellido Cervantes aparecía a lo largo de una ristra de nombres de un pueblo conquense. El dueño de la casa y del documento se esforzaba en demostrar que el autor del Quijote, Miguel de Cervantes Saavedra, había vivido allí mismo y él era uno de su descendientes. Al llegar le pedí amablemente un vaso de agua pero el buen hombre no dejaba de explicarnos la autenticidad de aquellos documentos y la impotencia que sentía ante la pasividad del municipio en no catalogar y hacer público aquel hallazgo maravilloso que el aportaba generosamente, por supuesto.
Volví, a pedir por favor y educadamente un vaso de agua porque la lengua se me pegaba al paladar y como única respuesta escuché decirme que cuando viniera su hermana me sacaría un vaso de agua porque él, no tocaba nada de la cocina porque era patrimonio ajeno a él. Ante aquella respuesta miré a mis dos acompañantes suplicándoles con la mirada que nos fuéramos de allí y olvidáramos si Cervantes era pariente o no lo era de aquel erudito de pueblo que me mataba de sed. Insistí y amenacé con irme al único bar abierto aquella tarde y al final, ante quedarse sin ser escuchado el dueño de la casa y de los papeles dejó el manojo de papeles encima de una mesa y abrió una pequeña puerta encastrada en la pared y parsimoniosamente sacó un cubo atado a una maroma de esparto lo introdujo en aquella cavidad y a escasos minutos sacó medio cubo de agua invitándome a beber agua directamente desde de el mismo cubo. Casi de rodillas bebí como una bestia aquel agua tan fresquita saciando la angustia de mi sed y a continuación mis dos acompañantes de la misma manera. Jamás antes de aquel día había bebido así, en un cubo igualito que mi abuelo le daba de beber a sus mulas.
Cuando salimos de aquella peculiar entrevista nos dirigimos a un bar a tomar algo sólido. El camarero nos dio la carta de comidas y yo sin esperar a elegir las viandas le supliqué con la mejor de mis sonrisas que por favor me trajera una botella de agua y un vaso para beber. Enseguida, por favor, le dije al camarero y después ya nos servirá lo demás. Cuando el camarero dejó sobre la mesa una botella de agua y un vaso al lado no dejé que me la sirviera, la cogí y ante su asombro empecé a beber agua como la sedienta que era porque del agua del cubo me había mojado los labios, y poco más, por si me vaciaba el cubo encima y me tocaba ir mojada hasta emprender el viaje de regreso y llegar a mi casa, De aquella jornada y la anécdota del pariente de Miguel de Cervantes hay una fotografía que mis compañeros de viaje me hicieron, es sencillamente una mujer bebiendo agua. Pero como si por primera vez hubiera descubierto aquel maravilloso líquido.
El verano me había regalo conocer aquél hidalgo venido a menos y su pozo escondido en la pared con su cubo y maroma por si alguien se le ocurría pedir agua; en fin cosas de forasteros que no tienen que hacer nada más que llegar pidiendo agua como si fueran de la familia…
Natividad Cepeda