No siempre se puede hacer lo que se quiere. Tampoco evitar asistir a ciertos fastos que carecen precisamente
de ser ceremoniosos e interesantes, que
es lo que buscan sus protagonistas esencialmente,
que sea un acontecimiento tan glorioso
que se recoja en los anales históricos. Y ocurre que hay ocasiones en los que
compruebo los mojones que crecen en
torno a las letras y su ego. Ese exceso de autoestima que discurre por eventos con tintes académicos y ecos sociales
de los que se erigen en profetas del teatro que se crea por ellos y para ellos. Pero en esas pequeñeces es donde transcurre la
vida envuelta en un decálogo de normas, incluso para los creadores artísticos tan
ufanos de todo cuanto se hace. Y los que asistimos somos indulgentes ante la mediocridad por si
al decir que aquello no nos gusta caemos en el desprestigio social. Y he aquí
que aplaudimos lo que no nos gusta y a veces ni entendemos por lo enrevesado
del tema expuesto.
Luego al franquear la puerta de salida cuando los focos del evento
se apagan sentimos un aguijón de rabia por haber aplaudido, cuando lo que en
realidad hubiéramos deseado hacer era
habernos levantado del asiento y salir dando la espalda a los vanidosos necios
que nos aburrían con su peyorativa charla.
Tal es lo que a lo largo de mi vida he visto y escuchado. Porque no hay nada más necio que calificar de
bueno lo que no lo es.
Recuerdo que en una presentación de un libro de poemas por
su autor el público asistente, al término de la lectura de cada uno de los
poemas leídos, aplaudía entusiasmado. Con la máxima discreción indagaba sobre
los rostros y los veía casi en éxtasis; en mi interior yo pensaba que aquella
lectura era tediosa y exageradamente larga, además de carecer de hallazgos poéticos
y belleza emotiva. Y pensaba que yo debía de estar en la oscuridad y ellos, los
otros, tan en comunión con el poeta. llenos de luz y felicidad. Pasados unos días un asistente de reconocido prestigio
y que había alabado el buen hacer del poeta, me dijo que aquello le pareció
interminable. Yo, escamada de opinar con libertad, le pregunté ¿por qué se
inflaban esos actos en vanagloriar a escritores mediocres sin pudor y sin
honradez, una veces porque era hijo de
un conocido escritor, muerto o vivo, y otras porque en los datos personales del
autor de marras figuraba que tenía licenciaturas y ejercía de profesor, médico
o catedrático o cualquier otra profesión que lo avala como eminente poeta o
narrador?
La respuesta fue evasiva e indeterminada. Sencillamente
aquello era él toma y daca de la correspondencia para ocupar en otras tribunas
sillones similares. Volví a comprender que en el teatro del mundo los iguales
se ayudan. Y que la virtud y la honradez no tienen cabida socialmente.
En ese torbellino andamos sometidos. Así en la política,
enturbiada y cenagosa donde muchos países se hunden conjurando para conspirar
en contra de lo que se prometió a los ciudadanos, porque estar en el poder es
manejar la vida de millones de personas.
El universo es inmenso y yo tan pequeña que en él no existo.
Tampoco es nadie los que se piensan grandes. Grandes en las letras, en las
leyes y en los gobiernos aunque manejen los hilos sociales y se yergan en
pedestales ufanos de viejo polvo de barros.
Sí, como antaño la justicia esta amañada y la palabra
prostituida de muchos de los que la profanan y arrastran por el cieno de la vanagloria.
Debajo de la piel y los huesos hay un hálito que nos dice sin sonidos guturales
que sólo lo pequeño es grande. Somos parte de la naturaleza terrestre,
olvidarlo es tanto como olvidar que sin las fuentes que manan a lo largo de las
peñas y dan su caudal generosamente por recovecos los grandes ríos no serían grandes;
y no podrían algunos de ellos llegar a descansar al mar.
Natividad
Cepeda
Arte digital: N Cepeda
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