Han pasado las lluvias tormentosas arremetiendo contra todo en pueblos y ciudades. Han dejado espanto con sueños rotos engullidos por el barro y el lodo. Y a pesar de esas muchas tragedias que solo serán recordadas por los que tienen que recuperar paredes y enseres de sus casas y cosechas perdidas los demás nos olvidamos cuando el sol luce en lo alto y nada de aquello nos afecta. El 9 de septiembre es el Día Mundial de la Agricultura y a pesar de que esta conmemoración pasa inadvertida para la mayoría de los medios de información, hay que recordar que sin el sector primario, agricultura, pesca y ganadería, la población no podría existir sin esos alimentos.
Se calcula que la superficie dedicada a la agricultura en España es aproximadamente de 25 millones de hectáreas dedicados a diferentes cultivos, ya que España es el cuarto país de la Comunidad Europea con empleo laboral en éste sector. Informando e impulsando una agricultura sostenible y ecológica. A la luz de la agricultura se halla la cultura arraigada en familias labradoras que han dejado sobre el mantel de la tierra un gran manojo de enseñanzas. Y es por eso que me sigue doliendo bajo la luminosa luz solar, no ver abejas volando sobre melonares y girasoles. Tampoco hay demasiadas avispas, ni tábanos, ni mariposas y escasos cantos de grillo en las noches.
Las que se van dando la vuelta con parsimonia a lo largo del día son las tortas de sol. Así las llamábamos por aquí cuando los huertanos y agricultores meloneros las sembraban para venderlas en el mercado y regalarlas a vecinos y amigos en los días del mes de septiembre. Las tortas de girasol, grandes como harneros de cerner trigo, se troceaban en triángulos y así, repartideras, se ponían a la venta para niños y mayores. El ritual de comer pipas era casi sagrado, nos sentábamos en poyetes y en el suelo limpio y empedrados de las casas y, una a una, se sacaban de sus celdillas amarillas verdosas, semejantes a las celdillas de los panales de las abejas, hasta terminar con el trozo de torta. La novedad ocurría en los primeros días de septiembre, después saciados de comer pipas se dejaban secar y cuando estaban secas se guardaban en talegas de algodón blanco para comerlas a lo largo del otoño.
Los que ayer me enseñaron a comer pipas de girasol pronunciaron consejos reveladores de vida en mi alma infantil que han sido, y son, principios de valores irrebatibles. Escucha, niña mía -me decían- las personas, son semejantes a estas pipas, todas nacen en celdillas iguales pero cuando se van granando unas son grandes de jugosa pipa, otras más pequeñas se comen después por su tamaño, y las vanas y desiguales debido a que al girar la torta el sol se nubló o calentó en demasía, se comprimieron y se quedaron secas.
Cuando las desgranamos, las vanas las dejamos que ardan en el fuego cuando llega el invierno. Pues igual somos las personas, giramos alrededor de los años, duramos como el ocaso de una tarde y antes de extinguirnos, algunas personas son vanas porque la avaricia secó sus almas, a otras las envileció la envidia con su macilento hedor y, a otras el odio y la soberbia les mató el amor y les hizo olvidar lo que es justo.
Aquél rosario de enseñanzas procuro no olvidarlo entre los días anaranjados de septiembre por la certeza y la reciedumbre de su continua actualidad.
Desteñidos de silencio rojizo septiembre redime con su melancolía la fiebre del estío despidiendo al verano dejando playas desiertas y campos de cepas vendimiadas. Los melonares sin hojas dejan al descubierto melones que nadie compra. En los atardeceres giran los girasoles abandonados hasta caer a la tierra y allí quedan esperando al arado, muertos, como esas personas que quieren brillar ocultando el fulgor verdadero de otras.
Girasoles de septiembre identidad pasajera de profecía ignorada en el silencio infinito de los anocheceres.
Natividad Cepeda
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