Los pueblos nuestros quedan lejos: tanto que no podemos
despedirnos diciendo adiós con un pañuelo al viento. Y nos desconocemos a pesar de tener un perfil similar porque
todos nosotros somos buscadores implacables de subsistencia.
Los pueblos nuestros tienen rincones bellísimos y únicos
y, a la par, heridas de desalojo y abandono. Casi todos bebemos nuestros vinos
que labramos apostando por esa riqueza milenaria que nos hace gemir por pérdidas de heladas o
granizo, lluvias a destiempo y bajos precios y, ante eso, se nos enciende la
sangre en mucha ocasiones mirando el cielo azul injusto y pendenciero como esos jugadores que nada
tienen y se lo juegan todo .
Nos guardamos las ganas de emigrar ante los decaimientos
por los impuestos, la soledad y el abandono en el que algunos pueblos van
cayendo. Pensamos que sobran visitas de
los que nos prometen salir de esta desolación y, al tiempo queremos y ansiamos que
vengan para así, salir grabados en las televisiones locales, provinciales y
autonómicas para poder mostrar los personajes
que aguardan pacientemente turno delante del cámara. Después cuando las
cosechas resultan ser escasas nos refugiamos en nuestro orgullo, y en ese nuevo
laúd de halago que son recuperar una página de Historia para escenificarla con
la esperanza de atraer turistas de los pueblos de al lado.
Sin saberlo, lanzamos salmos de amor al aire ofreciendo comida y atalajes de personajes
literarios o históricos con los que componemos epopeyas pasadas, callándonos,
que nadie se viene a residir aquí. Y tampoco se invierte en negocios para que
los locales vivan y no abandonen todo esto.
Hace tiempo que empezamos a ver en nuestros pueblos sus calles con
despojos por el abandono de la estirpe. Íbamos a crecer tanto que nos quedamos
mirando el dedo en vez de mirar hacia el horizonte. Va terminando la vendimia y
el precio del vino y de la uva ha caído y tememos con razón, que no nos compren
el vino a buen precio. Siempre
quejándose las gentes del agro, los campesinos, labradores, tractoristas y
temporeros en contra de quienes aguantan
estoicamente el hallar rotos presentes halagüeños que se soñaron en el pasado.
El campo nuestro ha envejecido. Las manos que los labran,
la mayoría, son mayores, viejos jubilados
autónomos. Y el choque generacional no pisa cardos ni surco arado. Se
oxidan no, los aperos, cantados en ocasiones por nostalgia de los que son
ancianos, o por aquellos progres de palabra fácil, doctos en lecciones
aprendidas, sacadas de llamémosles, avispados cantautores del pasado que jamás hicieron surco alguno. Ahora
por los que defienden animales de granjas, cargados en camiones caminos de
mercados para abastecer las ciudades y no miran las plagas, por ejemplo de
topillos y conejos, que tanto daño han ocasionado a los cultivos.
Éste es nuestro panorama, nuestro pequeño mundo agrario olvidado
por lo que los pueblos se van quedando vacíos y sin vida. Y es que jamás hemos
importado los llamados pueblerinos, paletos, toscos, brutos e incultos… Los
ingeniosos cómicos nos han parodiado, sacando de contexto palabras y giros que
nos han dejado y dejan en evidencia frente al gran público intelectual y culto
de las ciudades en teatros, películas y series televisivas. Aquí la
tristeza es que no sabemos defendernos
de esa zafiedad enquistada de creernos perdedores y acomplejados. La lástima y
la impotencia es la pedida de riqueza y con ella los puestos de trabajo. No hay
trabajo por las muchas trabas que detienen los proyectos. Y no se dice. Y se
teme ponerse enfrente de los que nos dirigen. Callar y abandonar los campos.
Olvidar esa costra amada de los pueblos.
Rasparla y tirarla en la soledad de los mapas de los pueblos que desaparecen.
Cárdeno aliento del momento presente lo
que vamos dejando para los que son ahora niños. Si el reloj de la vida se para,
el tiempo absorbe en su rutina la muerte de los pueblos.
Natividad Cepeda
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