Madrid, Madrid vivo y callejero con gentes de colores de mil
pueblos de las cuatro esquinas del mundo conocido, con las terrazas de las
inmediaciones de la Puerta del Sol
llenas a rebosar, de gentes ataviadas de ropa de marca clásica o
alternativa de todas las edades. Paseaba por esas calles después de comer con
Nicolás del Hierro, Alfredo Villaverde y Juan Jiménez Ballesta, escuchando esas
anécdotas vividas por cada uno de ellos en ese Madrid de los secretos y de los
encuentros. Porque los escritores somos
gentes conocedores de secretos que a veces compartimos y otras, cambiando
nombres y lugares, narramos en los libros.
Cerca de las siete de la tarde en la Casa de Castilla-La
Mancha situada en la calle de La Paz, al lado de la Plaza de Pontejos, o del
Marqués viudo de Pontejos que fuera alcalde de Madrid y el que, entre otros
muchos cambios en los castizos madriles, fue el que por decisión propia, dijo
que el kilómetro cero, desde donde se cuenta la distancia de todas las carreteras de España, era la Puerta del Sol,
y así es desde entonces. Allí en sus dependencias con cierto sabor a regusto del cronista perpetuo Ramón de Mesoneros Romanos, amigo íntimo del
marqués de Pontejos, con el cual trazó los muchos cambios de la villa y corte,
todavía en esas estancias, se siente la sombra de personajes que convivieron
entre sus calles, plazas y teatros probablemente, porque en esa casa, en las
tertulias y las diferentes aulas culturales
prevalece el espíritu de los escritores de pasados siglos.
Y cuando la tarde empezaba a declinar fueron llegando poetas
y escritores para escuchar al poeta Nicolás del Hierro leer los poemas del
libro “Esta luz que me habita” presentado por el presidente del Aula Juan
Alcaide, Alfredo Villaverde, al autor y al escritor José Luis Morales, que como estaba anunciado
habló del libro y de su autor. Nombres y presencias como la de Pedro Antonio González
Moreno, José López Martínez, Luis Leal, Carmina Casala, Ángela Reyes, Elena
Rojo, Tomás Osorio, Davina Sofia Pazos, Luz González, Alfredo García Huetos,
Olga Alberca…nombres y nombres hasta llenar por completo el salón de actos
escuchando palabras de reconocimiento a un escritor y poeta de larga
trayectoria. Cuando cerré la puerta de esa casa me acompañaban muchos otros
amigos y escritores que sentía a mi lado en la invisible presencia de los
recuerdos. Por las calles seguía el tráfico incesante y el taxista que me llevó
a la estación se disculpaba por los atascos en su lenguaje cadencioso de
colombiano, residente desde quince años en Madrid, como me dijo, sin olvidar la
nostalgia de la familia allá en América.
En silencio, mientras se acortaba la distancia hasta mi casa
recordaba la preocupación de todos por el momento crítico que vivimos políticamente.
Y en el cobertizo de las ideas personales, me quedo con la amistad mostrada hacia
el escritor de unos y otros llegados para arroparle con su presencia. Madrid se difuminaba en la noche y pensé en
lo pequeño que somos ante la magnitud de lo impredecible. Y que poco importan localismos provincianos de
luchas de poder y reconocimientos también en lo literario. Ya en casa, volví
como cada noche, a coger un libro y leer. Leer sin aplausos ni halagos, ahí es
donde se queda aojada la creatividad de la verdad del autor y su obra.
Natividad Cepeda
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