Me asombra la
violencia que nos lleva y trae por la
senda de Hades; ese infierno que reparte trozos de injurias y combinados
de veneno por las cavernas de las tribunas que incitan a la greña y al insulto,
a la amenaza y la destrucción de todo cuanto sea posible, desde el mobiliario
urbano, a las pintadas en paredes y bancos, paredes de edificios civiles y religiosos
basados en hacer suyas, los habitantes de las calles, esas palabras de los
Profetas de prédicas civiles, o más bien
de tinte incivilizado y errabundo entre el crujir de gritos y el recóndito ambiente
de muertes anunciadas, porque unos son los malos, según, ellos; y ellos, los
ángeles alados, que devolverán los sueños a la jauría humana que no respeta
nada.
Callar es la nota
silente de la mayoría de los habitantes, temen a las bandas de jóvenes jaleados
por esos políticos que aluden al miedo de que la balanza de la suerte esté de
su lado y no de ningún otro. Prometen paraísos imposibles, tan imposibles como
esos que vivían al otro lado del muro: un muro construido por esa izquierda
comunista que ahora pregona libertades.
La misma que ambiciona poder hacer milagros como en Grecia o ese otro lado
oscuro de Corea del Norte donde la felicidad es la ambición de quien impone su
criterio como dogma de vida. Y todos nos callamos.
El miedo se mete por
todas las rendijas de nuestra sociedad amaestrada. La sinrazón es la base de toda esa injusticia
que nos sella los labios. Nos sentimos dichosos porque un equipo de futbol gana
un partido y asistimos a ver miles de personas voceando como ganado estabulado,
porque conviene tener a esas apersonas ocupadas en ver correr detrás de una
pelota, a unos cuantos hombres, como si esos hombres fueran dioses.
Si hablo sin mordaza y
sin tapujos me siegan la hierba debajo
de mis pasos. Se me levantan espadas sobre mi cabeza, machetes en mi espalda,
espinas para mis pies y manos. En la caverna
se nos encadena delante de una imagen de plasma, se nos evita así,
pensar filosóficamente, porque pensar en
peligroso e impide ser manipulado fácilmente. Por eso la libertad, la mía, se
diluye como un azucarillo en un café con leche cuando me callo por miedo a que
me tomen por desvariada, cuando me asombra que se pase a una iglesia y se
insulte a los que celebran su fe, que es un culto privado. Un templo es un
edificio que no se impone, que no agrede a quienes pasan a su lado: valientes
son todos aquellos y aquellas, que se atreven a injuriar y destrozar los
templos nuestros, los que marcan la diferencia arquitectónica, los que
subsisten a espolios y vandalismos de otras épocas aterradoras, y permanecen
para que los turistas, los observen y admiren porque son patrimonio nuestro y
de generaciones pasadas y futuras.
Y me asombra que esas
mismas personas que se atreven con la fe cristiana no les moleste ni se atrevan
a levantar su furia en otros templos, mezquitas, por ejemplo; por qué no se
atreven con esos edificios, quizá porque temen que no se lo permitan y entonces
no se atreven, porque ellos ante esa otra fe, sí tienen miedo.
Se está herrando los
procederes en demasiados ámbitos y no es bueno provocar por provocar y después
pedir que seamos indulgentes. Pero los que no nos callamos somos pocos, y
cuando hablamos se nos castiga negándonos el pan social de las prebendas, de los reconocimientos
y hasta el trabajo ganado en buena lid, por eso, porque no nos callamos y somos
incorrectos. Yo siento que todo esto lo he vivido, que no es la primera vez que
se me aparta de los salones del poder; no, ya lo viví antes, no recuerdo cuando
fue, pero sí, sé que esto ha sucedido y que nunca termino bien.
Natividad Cepeda
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