martes, 14 de octubre de 2025

 


                               Donde la libertad no llega

 

En algún rincón del mundo, una mujer despierta sin saber que sus sueños están prohibidos. No por falta de deseo, sino porque la vida le ha negado el derecho a imaginarse libre. Y como ella, hay millones.

Más de dos mil millones de mujeres y niñas caminan cada día sin red que las sostenga. No tienen acceso a cuidados médicos, ni a pensiones, ni a una mano que las ampare cuando la vida se vuelve cuesta arriba. Viven al margen de los sistemas que prometen protección, como si su existencia fuera invisible.

Otras, más de trescientos millones, habitan la pobreza extrema como si fuera una condena heredada. No conocen otra forma de vida que la escasez, y en sus ojos se dibuja la resignación de quien ha aprendido a sobrevivir sin esperanza.


En los territorios donde la guerra es rutina, más de seiscientos millones de mujeres y niñas viven entre ruinas, desplazamientos y silencios impuestos. Allí, la libertad no es siquiera un susurro. Es un lujo que se perdió entre el estruendo de las bombas y el miedo que se instala en los cuerpos.

Y como si el mundo se cerrara aún más, tres de cada cuatro personas viven bajo regímenes que no permiten elegir, opinar ni disentir. En esos lugares, la voz de una mujer es apenas un eco que se desvanece antes de ser escuchado.

Estas cifras no son solo números. Son vidas. Son nombres que no conocemos, historias que no se cuentan, luchas que no se celebran. Son mujeres que merecen más que sobrevivir. Merecen vivir con dignidad, con derechos, con libertad.

Porque la libertad no debería ser un privilegio. Debería ser el punto de partida.

Y todos conocemos los países donde la libertad de la mujer no existe. No se nombran. Y debiéramos hacerlo para no olvidar lo que representan frente a nuestra cultura que presume de progreso y se calla ante esa abrumadora realidad.

 

                             


     Mi legado de octubre

 

¿Has visto cómo caen las hojas en octubre? No se precipitan. No. Se entregan al aire, se dejan mecer, como si supieran que el final también puede ser bello. Yo las observo cada mañana, cuando el mundo aún no ha despertado del todo, cuando el silencio pesa más que las palabras.

Pero luego llegan las noticias. Las voces, los gritos, las cifras. La guerra sigue. Allá, lejos… o no tanto. Y yo aquí, con esta hoja en la mano, mientras otros cercenan vidas como si fueran ramas secas.

Dicen que hay vencedores. ¿Vencedores de qué? De la barbarie, del odio, de la ignorancia. Las masas se dividen, opinan sin pensar, siguen a los señores de la guerra como si fueran profetas, y olvidan mirar con ojos limpios, con el alma abierta.

Yo nací en Occidente. Y al nacer, me dieron libertad. La libertad de pensar, de hablar, de vestir como quiero, de ser mujer sin pedir permiso.

Pero hay lugares donde eso es pecado. Donde ser mujer es una condena. Donde la libertad es un espejismo que se desvanece al amanecer.

Por eso estoy aquí. Por eso hablo. Porque quiero dejar un legado. No de riquezas, no de títulos. Sino de derecho. El derecho a vivir en libertad. A pensar sin miedo. A caer, como las hojas, con dignidad.

Que nadie nos robe eso. Ni hoy, ni nunca.

 

                                                                                         Natividad Cepeda

 

 

 

 

 

 

 

 

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