Donde la
libertad no llega
En algún rincón del
mundo, una mujer despierta sin saber que sus sueños están prohibidos. No por
falta de deseo, sino porque la vida le ha negado el derecho a imaginarse libre.
Y como ella, hay millones.
Más de dos mil millones
de mujeres y niñas caminan cada día sin red que las sostenga. No tienen acceso
a cuidados médicos, ni a pensiones, ni a una mano que las ampare cuando la vida
se vuelve cuesta arriba. Viven al margen de los sistemas que prometen protección,
como si su existencia fuera invisible.
Otras, más de
trescientos millones, habitan la pobreza extrema como si fuera una condena
heredada. No conocen otra forma de vida que la escasez, y en sus ojos se dibuja
la resignación de quien ha aprendido a sobrevivir sin esperanza.
En los territorios donde la guerra es rutina, más de seiscientos millones de mujeres y niñas viven entre ruinas, desplazamientos y silencios impuestos. Allí, la libertad no es siquiera un susurro. Es un lujo que se perdió entre el estruendo de las bombas y el miedo que se instala en los cuerpos.
Y como si el mundo se
cerrara aún más, tres de cada cuatro personas viven bajo regímenes que no
permiten elegir, opinar ni disentir. En esos lugares, la voz de una mujer es
apenas un eco que se desvanece antes de ser escuchado.
Estas cifras no son
solo números. Son vidas. Son nombres que no conocemos, historias que no se
cuentan, luchas que no se celebran. Son mujeres que merecen más que sobrevivir.
Merecen vivir con dignidad, con derechos, con libertad.
Porque la libertad no
debería ser un privilegio. Debería ser el punto de partida.
Y todos conocemos los
países donde la libertad de la mujer no existe. No se nombran. Y debiéramos
hacerlo para no olvidar lo que representan frente a nuestra cultura que presume
de progreso y se calla ante esa abrumadora realidad.
Mi legado de octubre
¿Has visto cómo caen
las hojas en octubre? No se precipitan. No. Se entregan al aire, se dejan
mecer, como si supieran que el final también puede ser bello. Yo las observo
cada mañana, cuando el mundo aún no ha despertado del todo, cuando el silencio
pesa más que las palabras.
Pero luego llegan las
noticias. Las voces, los gritos, las cifras. La guerra sigue. Allá, lejos… o no
tanto. Y yo aquí, con esta hoja en la mano, mientras otros cercenan vidas como
si fueran ramas secas.
Dicen que hay
vencedores. ¿Vencedores de qué? De la barbarie, del odio, de la ignorancia. Las
masas se dividen, opinan sin pensar, siguen a los señores de la guerra como si
fueran profetas, y olvidan mirar con ojos limpios, con el alma abierta.
Yo nací en Occidente. Y
al nacer, me dieron libertad. La libertad de pensar, de hablar, de vestir como
quiero, de ser mujer sin pedir permiso.
Pero hay lugares donde
eso es pecado. Donde ser mujer es una condena. Donde la libertad es un
espejismo que se desvanece al amanecer.
Por eso estoy aquí. Por
eso hablo. Porque quiero dejar un legado. No de riquezas, no de títulos. Sino
de derecho. El derecho a vivir en libertad. A pensar sin miedo. A caer, como
las hojas, con dignidad.
Que nadie nos robe eso.
Ni hoy, ni nunca.
Natividad Cepeda
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