Cuando se han vivido décadas de vida por un milagro inexplicable afloran
los recuerdos sin ser llamados. En el atardecer de la vida junto a las nuevas
generaciones de hijos y nietos regresan con su traje de nostalgia todos
aquellos que nos hicieron fuertes y confiados en lo importante que es vivir
marcaron el rumbo de los pasos diarios con murallones de amor.
Nada ni nadie puede ni podrá suplir el calor que da el amor gratuito de los
que nos aman exentos de egoísmo a pesar de los errores que cometieron en el
lienzo diverso donde fuimos educados. Formados, junto al quicio de ventanas y
puertas que se abrían y cerraban ante mis ojos de niña. Por entonces los trenes
todavía llegaban al pueblo y al subir en ellos miraba por las ventanillas el
fugaz paso de los campos que me parecían larguísimos e interminables.
En los vagones los viajeros hablaban unos con otros y los niños, de
rodillas en los asientos, mirábamos pasar árboles y casas de campo en aquél
traqueteo por donde se divisaba la lejanía con el gozo de soñar en que el
viaje sería mucho más largo que lo que realmente era. En la estación olía a
carbón y el humo al salir por la chimenea era negro y blanquecino elevándose
hasta el infinito formando nubes de imágenes imprecisas.
Mis primeras aventuras en ese tren de Tomelloso fueron ir con mamá a
visitar la familia de Argamasilla de Alba. En ese tiempo detenidas salen a mi
encuentro mi bisabuela Mercedes, vestida de negro con zapatos de cordones
sentada en una mecedora al lado de una enorme chimenea donde ardía la leña en
los inviernos. Y el beso al llegar y saludarla quedando mi mirada
prendida en las llamas del fuego. En el buen tiempo al llegar subíamos
por una escalera del enorme patio hasta su dormitorio donde ella tenía un
pequeño oratorio y una cama enorme de filigranas de hierro con algunos dorados.
Su rostro permanece borroso en mi memoria. La recuerdo de piel blanca y amable
hablarme con cariño. Después un día mamá se vistió de negro y ella y papá
se fueron a su entierro, yo tenía seis años y escuché decir que se había
quedado muerta rezando de rodillas en su reclinatorio de terciopelo granate,
después de levantarse y hacer su cama. Comentaban que la abuela había tenido un
primo canónigo en la catedral de Córdoba y que mis abuelos, él
argamasillero y ella de Tomelloso, habían ido de viaje de novios a saludar al
familiar eclesiástico a la bella ciudad andaluza.
El tren en su vaivén me acercaba a ese lugar por donde pasaba un río
llamado Guadiana y a los huertos de la familia donde un otoño descubrí el pelo
rojo de las mazorcas. Era tan niña que las distancias de las dos estaciones me
parecían enormes por lo que al volver siempre lo hacía dormida y despertaba ya
en casa, dejándome papá encima de la cama. Después durante días soñaba con el
tren y en volver a viajar, y en la estación con el saludo del jefe de estación,
su silbato, y la ventanilla de madera donde se vendían los billetes.
Recuerdo el andén de Tomelloso en su ir y venir de gentes y trenes cargados
con cubas enormes y los árboles pintados de cal enfrente de la campana que
anunciaba la salida del tren, dorada y reluciente con la que yo soñaba
despierta, en tocar, igual que lo hacía el jefe de estación. A veces esperando
al tren había viajeros con grandes maletones, casi todos con bigote,
traje oscuro y sombrero, que decían las gentes que eran representantes de
comercio. Y a otros con cestas de dos tapas y cestos de palma que iban
hasta el apeadero de las Moyas o de Marañón donde vivían en las caserías y
habían venido a comprar comida. El tren y su universo variopinto de la llanura
manchega donde la gente se le reconocía su oficio por como vestían
y hablaban.
Palpitaban los ferroviarios y los que llegaban a recoger los bultos de la
estación en aquella niebla alejada del hoy tan llena de imágenes casi
olvidadas. Recuerdo que en la estación se contaban los que se habían
tirado al tren, y yo no comprendía lo que era la palabra suicidio. O los que
por descuido cruzando las vías se los había llevado el tren por delante. Cuando
preguntaba porque de todo aquello, los que hablaban con mamá me mandaban callar
diciendo que aquello era cosas que hablaban los mayores y que lo niños no
debían enterarse.
El tren y la suerte que tenían las familias de los que trabajaban en Renfe
y podían viajar gratis por toda España. El sonido del tren, los bancos de la
estación y el pueblo de mi abuelo materno con su iglesia grande y sus leyendas
adonde íbamos a bodas donde siempre había baile en el mismo salón de la calle
de los árboles. Los vagones aparcados en los raíles con las puertas
semiabiertas donde algunos chicos jugaban a subirse con el enfado
de los ferroviarios al descubrirlos y perseguirlos, sin cogerlos nunca, cuando
ellos salían corriendo. El tren silbando triunfante con su temblor de hierros
que perdimos para siempre en los pueblos.
Natividad Cepeda
FLICKER FEED
Diario Digital Cuadernos
Manchegos
Cuadernos Manchegos
Natividad Cepeda | Tomelloso | Literatura | 20-06-2020