sábado, 25 de julio de 2015

Nostalgia por el tiempo pasado

                  He pasado a la cueva con el silencio evocador  de lo que ya no es. Las tinajas de cemento siguen en ordenadas hileras formando su mágico círculo protegidas bajo el manto telúrico de la tierra. He bajado al templo de la memoria de antaño, de lo que  ya  es recuerdo ensalzado a la contemplación de la belleza inútil.
Muy lento el polvo del olvido ha ido cubriendo el contraluz de la lumbrera.
La lumbrera es por donde la luz besa el olvido de la cueva,  dejando que al penetrar la luz, las tinajas reciban  la caricia de la vida. Porque la vida habita a la intemperie. Y en esa intemperie sigue el pueblo subsistiendo con otros modos, pero igual de mal que cuando se escavo la cueva. Los hombres que las hicieron las recuerdan.
La recuerdan los hombres que cuentan con muchos años. Ancianos a los que les quedan pocos amigos, solitarios cipreses que se sostienen porque son duros como la cueva y sus tinajas. 

Contemplo envuelta en el silencio la caverna, el blanco de la cal desmoronada, las arañas que tejen su seda gris eterna, los escalones que se agrietan y rompen a causa de la mordedura de la humedad; y ese trágico silencio de la cueva me habla de la decadencia que percibo en todo su conjunto.
Ahora, en este tiempo adverso perfumado de escasas ilusiones y falta de recursos crece la nostalgia por el tiempo pasado. Y es tanta la irrealidad de este movimiento social que se olvida la realidad de lo que fue. No fue tan idílico como se representa cuando se desempolvan aperos en desuso y se elevan al altar de lo sublime las faenas agrícolas que se hicieron con animales y personas.


No, y por eso los hombres campesinos emigraron a las ciudades y dejaron los campos y los pueblos buscando una vida mejor. Todo lo que hoy se alaba y enaltece se despreciaba. Yo lo afirmo y recuerdo. La blusa que vestían los hombres del campo, agricultores, huertanos, pastores y viñeros en general era una prenda humilde, jamás admirada y que se dejaba de usar cuando se elevaba a otra clase social de mayor altura y economía. Era una vida dura. Poco afable para los asalariados y sacrificada para los dueños de escasa fanegas de tierra. La felicidad como hoy se representa es una pantomima de la verdad. Pobres picadores los que hicieron las cuevas: Pobres terreras las que sacaban la tierra a espuertas. Pobres agricultores que ocultaban hacer la cueva para que no se les siguiera gravando con impuestos. Y pobres mujeres dueñas de esas cuevas que además de bajar a remecer el vino, las limpiaban, enjalbegaban y subían y bajaban a dejar o coger, en la fresquera los alimentos en los veranos. 

He bajado a la cueva y los he recordado a todos ellos.  Entre las tinajas que sirvieron para guardar cosechas no hay rumor de mosto y si de mucho esfuerzo, fracasos y esperanzas rotas. Niños y niñas sin acceder a estudios, mujeres envejecidas, vejadas y marchitas; hombres que vivían con estrecheces pendientes de pagar los créditos pendientes al banquero de turno.
Se han cumplido las etapas y cerrado el ciclo de aquella forma de vida. Se cerraron y se intentaron olvidar. Lo hermoso fue la edad. Volver a la inocencia de la infancia y al despertar de la juventud. El templo de la cueva es el mismo, misterioso y eterno evocador de un ayer destruido, sangre de las entrañas de la tierra fundida al sudor humano de la especie; así lo siento rodeada de tinajas inmensas, cíclopes donde se ahoga el silencio sin otro escaparate que la trabajadora araña rodeándolas.

Volvemos a vestirnos con los ropajes despreciados en fiestas y saraos y mientras se coronan a los elegidos, el campesino español sigue sintiendo la soledad de las cuevas y el abandono a todos sus problemas. Los campos están siendo esquilmados por bandoleros que tejen la miseria con su tela de araña y nadie, nadie los protege. Microcosmos de tierras cultivadas donde también se sueña y donde también se muere de impotencia.   Cuando el campo no produzca alimentos ni cree riqueza porque nadie lo labre, entonces ¿de qué nos vestiremos? Algunas casas todavía tienen cuevas y junto a la bancarrota de la economía, al bajar a admirarlas como un fetiche de orgullo localista, olvidamos el rumor que en su vientre perdura, porque la madre tierra jamás olvida de los que de ella  nacen.



                                                                                                                                                                                                                                                                           Natividad Cepeda




Publicado en el Diario Lanza 3 del 10 de 2014
Arte digital: N. Cepeda
                                                                                     


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