martes, 27 de octubre de 2020

Los libros y su apertura a los espacios de mi vida

  
 La voz amada de los poetas la descubrí en el colegio, la profesora nos hacía leer poemas de un libro gordo, grande y algo destartalado por donde aparecía José María Gabriel y Galán, Rosalía de Castro, Antonio Machado, León Felipe, Federico García Lorca, Teresa de Jesús, Ramón de Campoamor y sus doloras

   «Que en este mundo traidor              

nada es verdad ni mentira.          

Todo es según el color                 

del cristal con que se mira».… y apenas mujeres. Desde entonces yo me preguntaba por qué no estaban las mujeres.

Recuerdo aquellos años de un mundo masculino y solitarias horas de una niña embebida en libros y más libros. Recuerdo que de pronto descubrí  no solo a Federico García Lorca y a Miguel Hernández  y, a Pablo Neruda. Me quedé con Neruda como se queda la golondrina en la primavera manchega volando en el espacio azul de la llanura. Después conocí a Carmen Conde. La conocí cuando peinaba canas y me dio su tarjeta y me dijo que había perdido a su hija cuando era una niña; y al decirlo la tristeza le cubrió la mirada. Compre libros de ella y de  Gloria Fuertes. Y una tarde de mayo en la casa de cultura y biblioteca de mi pueblo llegó Sagrario Torres, altanera y bella con su orgullo de casta y sus bellos poemas… Nombres que están en nuestras bibliotecas. Mujeres que las pueblan y hoy son mucho más lectoras que los hombres. Mujeres que mantienen el equilibrio del ayer y del hoy pasando a las bibliotecas en grupos de lectura. Mujeres a las que se les negaron disfrutar de los libros ayer.       

Hay lugares que siempre perduran en la memoria, siguen anclados en el corazón igual que el color escarlata del ocaso. Son esos lugares que llevamos en la memoria de la infancia, todos los que nos dejaron su huella y nos hicieron crecer desde adentro hacia afuera. Son por donde nos vemos si hemos avanzado en dignidad y cultura, en respeto por lo que nos los dieron y por lo que gracias a ellos hoy somos lo que somos. Quién sabe lo que seriamos de no haber tenido un libro entre las manos, todos los que no podían comprarlo y que los abrieron gracias a esa biblioteca donde siempre estaba el director o directora para recomendar y ayudar  elegir la obra que fuera comprensible y amena. ¿Quién lo sabe?  


Durante mucho tiempo el edificio de la biblioteca fue para mí un lugar mágico lleno de silencio. En ese silencio yo escuchaba rugir al mar en las tormentas marinas con sus vórtices y remolinos creando trombas de agua gigantescas y olas que engullían los navíos. Viajé en buques por alta mar  y hasta llegué a encallar en playas lejanas que nadie conocía con Julio Verne. Sentada con mis piernas balanceándose en la larga mesa alta, iluminada por las lámparas de metal, trabé amistad con Pinocho y su autor  un italiano que se llamaba Carlo Collodi.  Sin embargo la biblioteca en mi  entorno era casi desconocida porque  no le interesaba a casi nadie. Sumergida en páginas y páginas de libros descubrí  guerras de tribus y naciones. Viajé a sabanas y tundras. Y fui conociendo a picaros y aventureros junto a santos y heroínas. Cerca de los libros estaban las noticias de los periódicos con sus editoriales y artículos firmados por escritores y periodistas y fui comprobando que entre todo el complejo de la biblioteca era escaso el nombre de mujeres en los diferentes ámbitos y temas.  Lo mismo ocurría con los asociados apenas si había mujeres pasando a ese recinto donde nadie impedía pasar. Y de pronto en el viejo corazón de la biblioteca llena de sentimientos y añoranzas arribaron otros libros y el espacio pareció empequeñecerse porque yo había crecido y conmigo surgieron otros lectores y el inmueble se tornó caduco. El primer edil adecuo otro edificio y los libros se empezaron a empaquetar por secciones y autores. El proyecto se hizo realidad y cuando el último libro se bajó del anaquel donde había vivido muchas décadas, al depositarlo en su caja salió y se cerró la puerta… Allí en el silencio de la estancia escuché sollozar al piso de madera y desde las baldas vacías fueron cayendo pedacitos minúsculos de polvo y de madera semejantes a lágrimas.  Desde las ventanas  el silencio despojado de los libros  pensó que allí no tenía sitio. Alzado en sí mismo intentó divisar los amados  libros y con ellos a los directores de la biblioteca. En su desconsuelo evocó sus voces tenues y los sueños de los que entre sus paredes habían escrito bellos poemas y hermosas narraciones. Arriba brillaba el sol y sin palabras, con grandiosidad  se despidió de las paredes y se fue a buscar los amados libros al nuevo edificio.


Un día pasé a la nueva biblioteca y de pronto el silencio me saludó. Me envolvió en su pátina y los dos nos sentimos realmente dichosos. Ajena a nosotros la primavera se paseaba por la nueva biblioteca a la que años después  se le puso el nombre del primer director; Biblioteca Pública de Francisco García Pavón y  de nuevo después de las pasadas décadas la directora es una segunda mujer Rocío Torres Márquez. En el recuerdo queda Ana Victoria Velasco y Doroteo Cabañas los que también dirigieron la biblioteca. El sol entra por los ventanales acariciando con su luz los viejos y nuevos libro. Es el mismo sol que he visto iluminar otras bibliotecas de mi tierra. Y también en sus estancias me ha saludado el silencio en Toledo recitando y recordando al Greco. En Ciudad Real  leyendo pasajes del libro escrito por Miguel de Cervantes de su Hidalgo  Don Quijote de la Mancha, tan suyo y tan nuestro. Siempre entregada a esa fuerza en plenitud donde los libros esperan he leído en bibliotecas de Albacete, de Munera, Cuenca, Valdepeñas, Ocaña, Miguelturra, Calzada de Calatrava, Piedrabuena, Puertollano, Manzanares, Campo de Criptana, Argamasilla de Alba, Pedromuñoz, El Toboso, Torre de Juan Abad, Miguel Esteban, La Solana, Albacete, Toledo, Madrid…sola y con  compañeros escritores y escritoras, creaciones nacidas en soledad gracias al germen de otros libros. Los libros continúan siendo mis inseparables amigos.

 Las bibliotecas y todos los días dedicados a esos templos del conocimiento pienso que aún son escasos. La  lectura y el paisaje de ciudades y pueblos inmerso en la retina y el silencio sumergido de cualquier biblioteca es un logro importantísimo para la cultura. Lo fue para mí, en la de mi pueblo, Tomelloso,  y desde ella todos las otras, donde ahora las mujeres si van y entran. Rompimos ataduras decrepitas y detrás de nosotras todas las generaciones que hoy pasan a todas ellas. Los libros son nuestros tesoros, en ellos coincidimos y nos reencontramos con nuestras raíces auténticas. Reivindicar las bibliotecas no debe quedarse en un día conmemorativo porque son mucho más que esa efeméride que pasa inadvertida.

 

                                                                                               Natividad Cepeda 

 

 

 

 

 

 

                                                                                                                                                                                        

 

 

 

 


 

jueves, 22 de octubre de 2020

Los libros de mi infancia y la biblioteca

                           


Quizá fue un acierto que las puertas del despacho de mi padre estuvieran cerradas aquella tarde y no pudiera entrar para aporrear el teclado de la máquina de escribir  Olivetti y hurgachear  entre los libros del armario para leer a salto de mata sin la mirada de guardia de los mayores. Y así agazapada en mi desilusión pensé en ir a descubrir el coro primaveral de los pájaros de la plaza, con la excusa de ir a ver a mis tías abuelas. Rompiendo las ataduras impuestas de aquella tarde de marzo guardé en mi cartera los libros del colegio y salí igual que los vencejos que  ya había visto volar por la glorieta donde iba a jugar a diario, volando en los brazos del viento de la tarde.

Al pasar por delante de la biblioteca municipal sentí deseos de escrudiñar aquél recinto prohibido por mi corta edad y donde casi siempre  había chicos en su puerta mayores que yo, con tebeos y cuentos de aventuras en sus manos. En los recreos no podíamos intercambiar cuentos porque estaba prohibido y además a mí nadie me prohibía que yo leyera cuentos de chicos, pero las chicas, casi todas leían cuentos de niñas. En casa del abuelo yo había descubierto el mueble donde tío Miguel guardaba sus colecciones de tebeos. Eran tres colecciones intactas desde el primer número y cuando la abuela Chon limpiaba me daba permiso para ir leyendo aquellos tesoros. Cuando terminaba de limpiar tenía que guardarlos en su mueble y   volver a tocarlos era imposible. De forma que  yo solo tenía la oportunidad de leerlos en aquella biblioteca donde decían que solo pasaban los chicos.

Parada junto a la puerta no me atrevía a pasar y la lucha interior me ponía nerviosa al ver salir a unos y a otros sin que nadie me mirara. Llegue a pensar que me había vuelto invisible. El tiempo pasaba y si no llegaba pronto a casa de mis tías, se enfadarían porque creería la familia que me había ido a otra parte.

Empujé la puerta y el silencio me hizo pararme sin saber qué hacer. Olía a libros y a madera. En el centro una larga mesa estaba ocupada por lectores sentados con la cabeza baja y libros abiertos, iluminados por unas grandes tulipas  metalizadas que daban luz a los libros. Al fondo divisé una mesa de despacho, parecida a la de mi padre, detrás de ella una señora con gafas muy sería me miraba, preguntándome, sin hablar, que, qué es lo que quería.  Sentí encogerme y entonces ella me indicó con la mano que me acercara. En voz baja me preguntó a quien buscaba y yo le dije que a los libros. Alargó su cuello y casi rozo mi cara con sus gafas abriendo un poco su boca como si le faltara el aire. El piso de madera crujió bajo sus zapatos y dando la vuelta salió de  detrás de la mesa y me llevó a un rincón de la gran sala. Fue entonces cuando me explicó que volviera con mi padre o con mi madre para que me hiciera el carnet de socia. Yo le pedí que si podía sentarme un ratito en una de aquellas sillas  donde se leía y ella asintió con la cabeza y me ayudó a subir a la silla y me puso delante un libro de las aventuras de Pinocho. Cuando salí de la biblioteca sentía dentro del corazón algo que no había sentido antes.

Día tras día la biblioteca fue un ámbito indescriptible por ella flotaban los tebeos de todas las edades: estaban las colecciones del tío Miguel que él coleccionara en su infancia y a las que quería como oro en paño; así lo decía la familia. Los chicos devoraban las aventuras de El Guerrero del Antifaz, creado por Miguel Gago. Y El pequeño luchador, en su oeste americano, también de Miguel Gago García y su editorial valenciana, junto al aventurero español Roberto Alcázar y su ayudante Pedrín, creado por Juan Bautista Puerto… Vinieron otros muchos tebeos y libros. Libros donde el pícaro Lazarillo de Tormes me adentró en aquella España de mediados de mil quinientos, con su vida y personajes y con él, asalté las páginas de La Celestina, escrito por Fernando de Rojas, toledano de la Puebla de Montalbán, un poco prohibitivo para los pensares de los años sesenta en ambientes rurales…

Libros Autores y poetas fueron surgiendo desde la lejanía de sus épocas. La nada  no existía dentro de esas paredes que me fueron proyectando hacia un futuro de oraciones y silabas, siempre expectante ante la magnitud  universal de la biblioteca. 

Las niñas, la mayoría de las niñas apenas si leían. Yo devoraba libros en casa y en esa morada vetada a las mujeres. Escuchaba decir que leer era perder el tiempo. y también que solo los vagos y bribones tenían tiempo para los libros. El mundo tan ancho y lejano existía en los libros. A través de ellos y los tebeos conocí a la polaca Marie Curie y su estudio sobre la radioactividad, su familia, su lucha científica y su coraje me impulsaban a sentir que las mujeres podíamos ser algo más que lo que la sociedad nos indicaba ser. Y estaban los poetas y el burrito Platero de Juan Ramón Jiménez, y el libro que me regaló mi padre, de José María Sánchez Silva, de Marcelino pan, y vino y la burrita Non. Todos estaban también en la biblioteca con su música callada de palabras y sus secretos  expandidos en sus hojas de papel.

Cuando me sentaba con un libro entre las manos pensaba que quien sabría mañana de los que pasábamos por la biblioteca; apenas si nadie decía nada. Llegaban cambiaban los libros y se marchaban o se quedaban en silencio, porque el silencio se balanceaba entre los lectores y nos aislaba y sumergía en otras latitudes  con otras gentes. El recinto era un templo sagrado por donde yo pensaba que se reía de nosotros el ingenio de Francisco de Quevedo y buscaba los sonetos que mi madre recitaba de memoria, sobre todos  el de     Amor constante más allá de la muerte

 

Cerrar podrá mis ojos la postrera

sombra que me llevare el blanco día,

y podrá desatar esta alma mía

hora a su afán ansioso lisonjera;

 

mas no, de esotra parte, en la ribera,

dejará la memoria, en donde ardía:

nadar sabe mi llama la agua fría,

y perder el respeto a ley severa.

 

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,

venas que humor a tanto fuego han dado,

médulas que han gloriosamente ardido:

 

su cuerpo dejará no su cuidado;

serán ceniza, mas tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

 

…Y luego estaban los chistes a él atribuidos, como si Don Francisco de Quevedo y Villegas,  hubiera sido un bufón de corte; nada más lejos del noble caballero Señor de la Torre de Juan Abad que se despidió del mundo y sus miserias en la celda de Santo Domingo de Villanueva de los Infantes. Libros y personajes que habitaban y habitan en las bibliotecas de los pequeños pueblos y de las grandes urbes. Libros que me abrieron la mirada al mar antes de conocerlo.

 

                                                                                    Natividad Cepeda

 

 

 

martes, 20 de octubre de 2020

Sin Lazo Rosa

Nadie llevaba un lazo rosa en sus vestidos. Ninguna de aquellas mujeres se vestía de rosa. Tampoco sus familias  hacían caminatas ni elevaban pancartas por calles y plazas. Por entonces yo era muy joven y sin programación psicológica alguna me vi metida en aquella unidad de oncología de un gran hospital de una capital española. El médico oncólogo me dio una tarjeta roja de un tamaño parecido a una tarjeta de visita y me dijo que durante once días permanecería en el hospital junto a mi madre. Mamá entonces tenía 53 años y aparentaba  43. Le habían pronosticado cáncer después de una intervención de vesícula y se negaba a volver al quirófano porque ella no tenía ningunas molestias. La familia entera nos reunimos en sesiones de conclave y hasta se pensó en que fueran Norteamérica por aquello de que allí todo era mucho más avanzado. Hablábamos y hablábamos y  sentíamos estar metidos en una burbuja desconocida que nos ahogaba impidiéndonos ver y razonar. Los días pasaban y el terror crecía porque urgía que se operara. Al final se eligió un gran hospital y se concertó una visita al oncólogo más famoso de ese hospital. Papá fue su acompañante único  y los dos solucionaron todo el ingreso. Llegó el día de la intervención quirúrgica y asistimos todos desde el pueblo a la capital con la presión en el pecho y el corazón en la boca. Teníamos que dejar los niños que  al cuidado de otros familiares y contratar algunos servicios para el arreglo de casa. Los niños y niñas eran tan pequeños que papá nos dijo que con asistir a la operación era suficiente  porque él no se apartaría de mamá. Papá no se fiaba de nadie y él de carácter fuerte y muy protector a pesar de los muchos nervios estaba solucionándolo todo.

Me levante a las cuatro de la madrugada, bueno no me acosté preparando lo que necesitarían mis hijas y aunque ya estaba todo organizado escribí notas para evitar errores durante las horas que estaría ausente. A las ocho de la mañana nos autorizaron a pasar a despedirnos de mamá. En el hospital habíamos llegado a las siete. Pasamos de tres en tres y le dimos ánimos cada uno como supimos. Durante siete horas y media nadie salió a decirnos nada. Nos paseábamos por la sala de espera y si dialogábamos los unos con el otro papá se enfadaba y nos hacía callar. pasadas als tres y media se nos informó de que la intervención había sido un éxito y, ahí vino la sorpresa no autorizaron a papá a quedarse con mamá. Él protestó y protestó pero el sistema no lo permitía por lo que el oncólogo me eligió a mí. De nuevo tuvimos conclave, o sea reunión familiar, para ponernos de acuerdo en los sucesivos turnos y acordamos estar cada


una de las hijas tres días cada una.  Ninguna residíamos donde el hospital y todas éramos madres jovencísimas. Me compré lo que necesitaba para quedarme informando al médico de lo acordado. Me miró de frente y directamente a los ojos y sin pestañear escuché decirme que allí estaría durante once días y pasados esos días me daría nuevas normas.

El suelo se hundía bajo mis pies  y de pronto pensaba en mamá y en mis niñas. Cuando salí a informar a los demás preguntaron aquello de ¿por qué tienes que ser tú? No lo sé, contesté.

Instalaron a mamá en una gran habitación con dos camas una para ella y otra para una paciente que dijo llamarse Rosa. La señora Rosa pasaba de los 80 años, era pequeña de estatura y delgada, sonriente y callada y con voz amable me pidió por favor que el ayudara a tomarse las pastilletas, como ella llamaba a las pastillas porque le habían operado de cáncer de mama y el brazo trecho no podía moverlo bien. Los primeros días mamá apena si hablaba, estaba enfadada con el mundo entero. La señora Rosa me miraba y sonreía y despacito decía, pobreta todavía no se lo cree. Una tarde llamaron a la puerta y una chica joven como yo pidió permiso para pasar. después vino otra y otra más así hasta cinco residentes de aquella planta de hospital. Yo era la única autorizada para acompañar, a nadie más se le había concedido pase para estar  al lado de sus familiares. Mostré el pase rojo que me autorizaba a salir y entrar, mostrándoselo a la supervisora de turno y no pude explicar ninguna otra cosa porque yo lo ignoraba.

El hospital uno de los mejores de España pertenecía a la Seguridad Social y la normativa vigente impedía tener acompañantes. Día a día la habitación se fue llenando de mujeres de todas las edades y la tertulia era tan alegre que las enfermeras indagaban sobre aquél fenómeno insólito. Mamá sonreía con sus compañeras de enfermedad y cada una contaba su historia personal y las incidencias que les ocurrían. La que estaban mejor tenían permiso para salir a despedir a sus familias hasta el recibidor de la planta y  se acomodaban e los sillones con sus visitantes para tener espacios más íntimos que en la habitación compartida. Papá llegaba cada tarde puntual y disgustado por no poder estar allí. Yo aprovechaba para salir  y llamar por teléfono a casa porque todavía no existían los móviles.

Cuando caía la noche y el silencio reinaba en el gran edificio hospitalario entonces asomada al gran ventanal divisaba a los automóviles ir y venir durante la noche en una fila similar a hileras de hormigas  iluminadas ininterrumpida. A veces escuchaba quejarse y rápido la enfermera se incorporaba de su sillón y le daba algún calmante a la enferma. Los días parecían meses. Terminé conociendo las vidas de todas ellas y me dolía el alma  ver sufrir a las más ancianas y no tenía palabras para consolar a las jóvenes cuando  asomaba el miedo a sus pupilas y entre lágrimas añoraba ver  a sus hijos.  

 Me sentía intrusa entre todas ellas. Comprendí lo importante de tener salud y también la felicidad de las  cosas sencillas y cotidianas. Debajo de una pequeña luz por las noches leía y tomaba  apuntes, mamá me decía bajito que me durmiera y así las horas pasaban lentas, interminables y largas. Una tarde el médico me llamó y le comenté que tendría que renovarme el pase rojo para cuando llegara una de mis hermanas a sustituirme, porque era necesario que fuera a ver mis niñas tan pequeñas. Volvió a mirarme inquisidor sin responderme. Después dijo: Tu pase es especial, nadie tiene otra tarjeta roja como tú. Lo sé, le respondí, porque hasta las enfermeras me han lo preguntado y alguna no le ha gustado. Baje la mirada y sentí que no obtendría ninguna otra respuesta. Tímidamente le agradecí haber salvado la vida de mamá y la deferencia para con mi familia al poder haberla acompañado. Se levantó dando por terminada la entrevista  y acompañándome hasta la puerta la cerró tras de mí y se perdió por el largo pasillo con paso firme sin mirar a nadie.

Regresé a casa un Jueves Santo por la tarde. Cuando el tren se detuvo en la estación, entre el público estaba mi hombre esperándome con su vaquero azul y su sonrisa amplia. Hasta entonces no había sentido cansancio pero al sentir su abrazo se me llenaron los ojos de lágrimas y me flaquearon las piernas. Nos vamos a casa tienes que descansar, dijo cogiendo mi bolso de viaje. No, antes quiero ir a la iglesia, necesito rezar ante el Monumento al Santísimo para dar gracias por volver y pedir por todos los que quedan en el hospital. Nos arrodillamos ante las velas encendidas y las flores que embellecían donde se guardaba el Cuerpo de Cristo en el Sagrario. Era la primera Semana Santa que mis padres  y nosotros no estábamos acudiendo al templo, ni veríamos las procesiones…Por primera vez valoraba que la vida y la familia eran la mayor fortuna y el mejor regalo que Dios me concedía. Yo no llevaba un lazo rosa en mis  vestidos, ni aquellas mujeres que eran amazonas de pechos amputados tampoco, pero sí eran luchadoras anónimas de todas las edades apostando por caminar sin bajar la cabeza  a pesar de dolerles aquella mutilación terrible y dolorosa. De todas ellas aprendí una lección de vida y a veces me pregunto ¿por qué aquél médico me  dejo convivir entre ellas?    

 

                                 Natividad Cepeda

lunes, 19 de octubre de 2020

La sonrisa cercana de Antonio Algora




Principio del formulario


Final del formulaCuadernos Manchegos

C. Manchegos | Tomelloso | Sociedad | 17-10-2020

La sonrisa cercana de Antonio Algora

Se limpió las lágrimas y se le quebró la voz cuando hablaba en el video de Ismael: quedó su sinceridad gravada en la cámara y a la vez su mensaje de fe en aquél muchacho que no conoció y en el que si creía firmemente. El obispo Antonio Algora tenía experiencia de Dios, no era solo teología acumulada, ni ciencia aprendida, sentía  pasión por la persona, porque en la persona veía a Dios. Ahora asistimos a su muerte y en los pueblos de la Diócesis de Ciudad Real, rezamos unidos y también separados, porque los que no sabemos de teologías lo sentimos dentro de cada uno de nosotros al recordar su sonrisa acogedora y cercana.

 

La experiencia de la fe en Dios no son sólo palabras bien entrelazadas, es sentir que es verdad, porque esa verdad se lleva en la mirada, y la mirada es luz que ilumina en rededor. Antonio Algora tenía esa mirada que nos hacía creer en su mensaje sin necesidad de mostrar su alto ministerio. Ahora nos llega su silencio y nos invade la tristeza detrás del cristal acuoso de las lágrimas. Se nos ha ido a transitar por las valles  celestes  en busca de Cristo Jesús, para mostrarle sus manos, y en ellas  su cosecha de vida. Y yo aun creyendo en la resurrección, me duele haberle perdido.

 

Antonio Algora jamás caminó a tientas, su fe era su fuerza y su sonrisa nos acercaba a escucharle sin sombra de duda en su palabra. Sonreía y nos acercaba a escuchar su mensaje: mensaje de cristiano racional, justo y hasta comprometido; ese mensaje queda permanente en sus escritos a los que se puede volver porque siguen vigentes. Observaba la sociedad y meditaba sobre ella con la conciencia recta. En el libro, Ismael de Tomelloso en Ciudad Real, escribe”

“Voy a hablar de la Iglesia de Ciudad Real como cuna de santos, pero tengo la sensación de estar examinándome ante expertos que saben mucho más que yo de esa historia de santidad de la ciudad de la Iglesia en Ciudad Real.”

 “Cuna de santos, nuestra Diócesis, porque está marcada en esta dirección. Un proceso de personalización de la fe, le lleva a Ismael, así lo creemos, a la madurez de algo que está en el cogollo de la santidad, de la vida de santidad.

 

La ofrenda de la vida a Dios, incluso sin tratar de lograr la participación misma en la Comunión Eucarística, que le hubiera delatado como católico en un hospital donde los enfermos católicos tenían otro trato. Esta página de la vida de Ismael, solamente se puede explicar con una formación sólida de la fe. Él se ha sentido llamado a entregar la vida en la radicalidad que le lleva al silencio, pero más allá del silencio, la radicalidad de ofrecer la existencia a Dios en ese desarrollo del sacerdocio que recibió en el Bautismo. Un concepto que hoy debemos tener en cuenta para expresar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Necesita nuestra sociedad del sacrificio de la vida, desde lo más íntimo de la persona para lograr un bien común, he escrito últimamente, que no sea sin más el logro del Estado de Derecho; parece que el bien común se entiende así: conquistar el Estado de Derecho pero con eso no hemos conquistado el bien común. El respeto formal a los Derechos Humanos en nuestra nación, bueno, después vendrán Organizaciones Internacionales a juzgar si se respetan o no. Pero ya tenemos logrado el bien común. No, mire usted, una cosa es el reconocimiento de los Derechos Humanos y de la carta de 1948 de Naciones Unidas y otra muy distinta es que un dirigente político descalifique sin más a los cristianos.

Vigente este párrafo del texto en toda sus afirmaciones.

Lo traté personalmente cuando empezamos a constituir la Asociación para la Beatificación y Canonización de Ismael de Tomelloso, gracias al entusiasmo y perseverancia de Blas Camacho Zancada, el párroco Matías Rubio Noblejas, Luis Molinero, Valentín Arteaga, Bernardo Torres… Antonio Algora conocía la trayectoria de Ismael Molinero Novillo, por su implicación y dedicación a la Acción Católica, y desde el primer momento fue importantísimo contar con él. La Causa  abierta para la Beatificación y Canonización de Ismael fue apoyada también por el entonces Obispo Emérito don Rafael Torija y esas energías y apoyos nos impulsaron en la Diócesis de Ciudad Real a empezar con fe y con gran entusiasmo.

No es fácil describir en pocas líneas la personalidad de Antonio Algora de conciencia europea y moral cristiana. No lo es, si escribo del que fue  mi obispo y al qué sentí que se marchara, porque para mí, y para otros muchos, era un claro exponente de  buen sacerdote y pastor de almas, porque confiábamos en él. No nos sentíamos inferiores a su lado, su sonrisa impedía crear barreras. Dios se nos manifiesta también a través de los demás. Se ha ido al encuentro del Señor el 15 de octubre, día de Santa Teresa de Jesús; Doctora de la iglesia y reconocida como fundadora y escritora; Teresa de  Cepeda afirma:

“Dios se da a sí a los que lo dejan todo por Él. Juntos andemos Señor, por donde fuisteis, tengo que ir; por donde pasasteis, tengo que pasar.”

 

Y así ha pasado don Antonio Ángel Algora Hernando (La Vilueña (Zaragoza), 2 de octubre de 1940-Madrid, 15 de octubre de 2020) fue un sacerdote católico español. Obispo de Teruel y Albarracín (1985-2003) y obispo de Ciudad Real (2003-2016). Un 20 de septiembre de 2020 fue ingresado en el Hospital La Paz (Madrid) a causa una neumonía bilateral originada por el Covid-19. En la mañana del 15 de octubre sufrió un fallo multiorgánico, a consecuencia del cual falleció a primera hora de la tarde de ese mismo día.

Es tiempo de rezar a Dios eterno, e igualmente agradecer habernos concedido conocerlo por la semilla que ha dejado a su paso por la vida. Las manos de Antonio Algora han ido repletas de cosechas. Descansa en paz y ruega por todos a nuestro Creador.

Natividad Cepeda



Cuadernos Manchegos

 

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