martes, 8 de septiembre de 2020

Crecí en un pueblo de calles limpias, tan limpias que parecían que nadie pasaba por ellas. En el ayuntamiento había dos barrenderos, Antonio, y otro que no recuerdo su nombre y al que de sobrenombre lo llamaban Chencho.. Llevaban un carrito de mano que ellos empujaban y barrían las calles más principales del pueblo además de la plaza del ayuntamiento y la plaza del mercado de abastos. Caminaban como si estuvieran muy cansados mascullando las palabras en sus platicas abstraídos en su quehacer sin que lo que pasaba a su alrededor  no existiera.  Los veíamos barrer sin inmutarnos como algo normal en la el ir y venir del pueblo. 

Ellos barrían y las mujeres, todas las mujeres del pueblo ricas y menos ricas, barrían las aceras de los metros de sus fachadas y hasta media calzada del pavimento de las calles. Importaba poco que fueran adoquinadas, de canto rodado y, todavía en mi infancia, las había de tierra la calzada. Todas las calles estaban limpias como patenas del altar y sin que nadie lo dijera también se barrían la parte de las casas deshabitadas porque eso era común en la vecindad.

No recuerdo ver jamás, excrementos de perros callejeros  desperdigados en las calles, ni bandadas de palomas ensuciando ventanas, balcones y aceras con sus plumas y palomina como ahora, que hasta nos caen en la cabeza y en la cara algunos de sus  excrementos, al pasar volando sobre nuestras cabezas. 

En la plaza de la iglesia y el ayuntamiento se escuchaba el gorjeo de gorriones y  a veces se nos paraban delante de los pies sin molestar, discretos y bellos su pequeños cuerpos, ocupando los árboles de acacias delante de la iglesia. Un día a un alcalde se le ocurrió la feliz idea de talar los arboles y re modelar  la plaza a su gusto plantando álamos blancos, en lugar de acacias. Los gorriones que tenían su habitad en las ramas de los árboles pareció que se volvían locos al ser despojados de sus nidos, y volaban gimiendo de un lugar a otro  alrededor de la torre de la iglesia, perdidos en desbandada. Los álamos crecieron tan rápido y lozanos que los gorriones se acoplaron en sus ramas. En el invierno los veíamos hechos unas bolitas oscuras en las ramas desnudas, aguantando estoicos el frío manchego y volando al salir el sol buscando su calor. Los álamos se hicieron gigantescos alcanzando su ramas casi la torre de la iglesia. Nos sentíamos orgullosos de nuestros árboles y del alcalde que los había plantado.  

Ocurrió que una mañana cuando salían los feligreses de la primera misa  se desgajó unas ramas gruesas de los álamos cayendo estrepitosamente hasta el suelo, a punto estuvo de matar a los que salían del templo. Se descubrió que los álamos al ser árbol de ribera de río habían enfermado y de nuevo se talaron y sacaron sus raíces poniendo en su lugar árboles de esos que son de los jardines actuales, híbridos y sin personalidad. Los gorriones huyeron y de pronto como una plaga bíblica   fueron apareciendo las palomas ocupando todo el espacio de la plaza, los tejados de las casas, el tejado del ayuntamiento... Pedimos a nuestros gorriones. 

Ahora con la pandemía del coronavirus  las calles están abandonadas a la suciedad se juntan los excrementos de los perros y los guantes y mascarillas tirados por el suelo, además de lo que dejan en alfeizares de ventanas y puertas, bancos y esquinas los transeúntes de llegados de América, África y rincones de la  Europa más pobre que no respetan papeleras la mayoría de ellos. Es el progreso actual. 

No convivimos con ellos, pasamos los unos al lado de los otros ignorándonos y todos tenemos miedo de todos. No es buen camino para esta sociedad globalizada manejada por la  creciente anarquía y desgobierno donde la riqueza no está bien repartida.

Antes en mi infancia y juventud mi pueblo era un lugar seguro y limpio donde los gorriones eran nuestros pájaros habituales y las palomas  habitaba en los palomares del campo. Ahora hemos recuperado algunos gorriones, pocos, y las palomas son ratas voladoras que colonizan balcones y tejados sin pudor alguno.

Antes eramos un pueblo sin tecnología pero un pueblo de calles limpias donde nos saludábamos diciendo, "buen día nos dé Dios" y nos respondían aquello de "Vaya usted con Él. Sigo pensando que Dios sigue caminando entre todos nosotros aunque no lo distingamos entre blancos, negros y entreverados, como dicen algunos cuando definen a los que no son ni blancos ni negros, ni chinos, ni ateos o creyentes. El mundo, ese mundo lejano de las películas y pueblos tan diferentes ha llegado a mi pueblo y ya no sé reconocerlo.


Natividad Cepeda















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