jueves, 10 de septiembre de 2020

Camas de hospital

              A diario se nos informa del aumento de contagiados por el Covid19 y parece ser que las estadísticas no influyen en la gente.  
La gente sigue sentada en terrazas y van y vienen como si eso de morir no fuera algo que les atañe a ellos.
Luego hay otra gente que lleva tristeza en su mirada y  una nube opaca que parece cubrirle  por entero. Esa gente, que apenas si nos mira, es la que lleva en su mente impresa esa cama de hospital donde se quedaron los que amaban, y donde algunos de ellos han estado. 
El hospital es esa salvación adonde acudimos con la esperanza de curarnos; de salvar ese escalón que nos alargue la estancia en esta tierra que conocemos.  Y adonde, aunque mal, queremos todos continuar.
Cuando salimos del hospital no miramos la cama articulada que nos ha servido para mitigar el dolor, al contrario nos alejamos pidiendo no regresar jamás.
Olvidamos lo  afortunado que somos por poder acceder a ese hospital, Si, olvidamos que hay millones de personas con el mismo dolor que nosotros sin hospitales, sin médicos ni enfermeras, sin un calmante y un antibiótico que los cure.
Cuando en la televisión salen esas imágenes de niños calavéricos con sus huesitos señalados y sus ojos inmensos como noche de tragedia  inmensa, saltamos a otro canal porque no queremos ver esos fantasmas reales del mundo actual.
Hay dos mundos entre los humanos, el mundo de los que viven bien y ese otro donde la vida no vale nada, ni siquiera una cama de hospital para el que padece un cáncer, una pulmonía, un sida, una hemorragia interna o externa, una infección y la muerte por HAMBRE  que debe ser HORRIBLE.
Yo he mirado en ocasiones esas camas de hospital con gratitud a pesar de mi impotencia ante la enfermedad y la muerte. He pasado a su lado mirando, con el corazón encogido por el miedo, velando la respiración de mi familia, pidiendo a Dios su curación y deseando salir de aquella habitación  para dejar de ver la cama del hospital.
Me he sentido indefensa ante mi dolor y el dolor de otros y, solo cuando me he quedado a solas en la capilla desierta de cada uno de los hospitales donde he estado, me he permitido derrumbarme y rogar con mi fe y mi esperanza, ayuda para todos los enfermos de ese hospital.
Las capillas de los hospitales y de los aeropuertos casi siempre están vacías. Cuando paso a ellas el silencio me acoge y rezo por nosotros; por nosotros que no valoramos lo que tenemos y olvidamos a esos otros humanos que sufren y sufren sin que nos importen.
Se escribe  de genocidios del pasado y no escribimos de los genocidios de hoy permitidos y conocidos. 
No importan los niños famélicos, los ancianos desvalidos, los jóvenes sin recursos. No importan a nadie. A casi  nadie de los poderosos de la tierra, los que manejan las riquezas y amasan fortunas. Los que permiten que los genocidios existan. 
No importa que ni siquiera tengan una pobre cama de hospital y unos sanitarios que los atiendan. No importa. Mejor que se mueran los más pobres así no hay que saber de su existencia. No importan...


Natividad Cepeda


 

 

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