sábado, 5 de septiembre de 2020


 

Antes cuando yo era niña todas las viñas eran así cepas de vaso, sarmientos tocando la tierra y racimos absorbiendo su calor o su humedad.  Los vendimiadores y vendimiadoras iban continuamente mirando la cepa buscando entre sus arboleda verde los racimos prietos de uvas dulces. Algunas mujeres llevaban atado en el mandil una bolsa de tela con toda su abertura abierta y disimuladamente echaban en la talega de tela las uvas que por el calor se habían convertido en pasas.
El caporal cuando descubría la recogida de las pasas decía a las mujeres que no se podía perder el tiempo porque había que ganarse el jornal, después disimulaba y hacia como que no las veía coger las pasas y echarlas  en la talega de tela gris y negra confeccionada de la misma tela que la falda que por delante la doblaban y se la recogían atrás, con una laña grande, haciéndola caer como un pico o cola que tapaba todo el culo enfundado en los pantalones.
Por la noche el contenido lo vaciaban en una bolsa de tela mayor y  así día a día hasta lograr llenar el saquito de tela que luego se llevaban a su casa para comerlas en invierno de postre.
Las vendimias eran festivas porque al regresar a la casa de campo se escuchaba cantar algunas coplas y reían  si alguna de esas coplas eran graciosas con un toque picante. Los hombres cantaban por flamenco imitando a Antonio Molina, los menos y a Juanito Valderrama los más, porque era más fácil de imitar. 
Las noches de vendimia yo miraba al cielo estrellado asombrada de su grandeza y belleza mientras las mujeres contaban sus  cosas en susurro, para que los hombres no las escucharan, y los hombres, casi todos fumando tabaco negro, aguzaban el oído sin que se notara demasiado, para saber con la oreja estirada, de quien hablaban las mujeres. 
Entre los jóvenes solteros había miradas y a veces organizaban un baile de jotas al son de la sartén  y el cucharon mientras los mejores cantaores acompañaban con su voz la letras de las jotas. Al verlos cantar y bailar siempre me admiraba de que no estuvieran cansados después de la dura jornada. Eran tan alegres que parecía que todo era felicidad cuando en realidad, cada uno de ellos y de ellas, llevaban muchas preocupaciones  entre pecho y espalda.
Aquellas vendimias con las gentes de nuestros pueblos eran  muy diferentes de las de ahora. Vendimias duras, pero vendimias donde yo aprendí lo importante que es saber escuchar  para aprender de aquellos que, según ellos mismos, aseguraban no saber nada.
Comprobé el respeto entre todos ellos  y la forma de esperar turno para coger de la sartén la comida, como se troceaba el pan de cruz y se repartía entre unos y otros. También quien se pedía la orilla, que es el principio por donde se corta ese pan, para hacerse en su hueco una cata de tomate y  aguardar su turno si la petición era de varias personas. De aquellas vendimias salían amistades para toda la vida y rencores rozando la envidia, mascullada entre dientes tragándose la saliva para que casi nadie lo notara.
Con el calor se ponían pegajosas las manos de las uvas, en ellas  se dejaba caer agua del botijo, cuando, de cuando en cuando, se hacían pequeñas paradas para beber agua o liarse un cigarro. 
De aquél mundo rural no queda nada, al recordarlo tengo la sensación de que no ha existido o es muy posible que yo solo sea un recuerdo viajando  entre el teclado de un ordenador. 

Natividad Cepeda

 

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