domingo, 1 de noviembre de 2015

REGALO DE REYES

   Todos los domingos, después de comer, mamá y María nos arreglaban y nos íbamos a casa de madre Asunción, que era nuestra bisabuela. Los niños la llamábamos mama Chon..
María, era nuestra María. Así la llamábamos todos. María ayudaba a mamá en la casa y cuidaba de nosotras. Los domingos por la tarde disponía de tiempo libre, se marchaba a casa de sus  padres  y no volvía hasta el día siguiente.
En la casa de mama Chon nos reuníamos con los primos, por  parte de mamá, y cuidaba de todos nosotros una chica a la que todos llamábamos Paparrús.
La casa de mama Chon era muy grande, como cuatro o cinco casas juntas.
Mamá nos contaba que cuando ella era niña  aprendió a hacer queso con su abuela junto a las mujeres de la quesería. A mamá le gusta mucho el suero. El suero sale de estrujar los quesos y   a toda la familia de mamá les gusta el suero con sopas de pan.
La casa de la bisabuela era tan grande que había cuadras para las mulas, establos para los ganados y patios diferentes donde correr y jugar. Estaba el patio de la parra y de las plantas, el patio de verano, y los patios de los gatos rabotes y de los carros. También estaban los corrales para las gallinas,  la bodega y el jaraíz.
Los gatos rabotes, no tenían rabos largos como los demás gatos. Cuando nos portábamos mal nos decían que algo perderíamos del cuerpo, un mechón de pelo, alguna uña de las manos... vaya  que los gatos carecían de rabo por ser malos.
Al escuchar aquella posibilidad todos nos poníamos serios pensando  que no queríamos parecernos a los gatos sin rabo.
En otra parte de la casa estaban las despensas, las cocinas, la sala de reuniones, el fogón, los comedores y los dormitorios. Y una taquilla en el patio de verano que era tan grande como una habitación donde se guardaba los cacharros dorados, las orzas, las lebrillas, las fuentes como palanganas, platos, tazas y tazones, dulces y frutas en almíbar, higos, dátiles y muchas cosas buenas.
Al corral de las gallinas teníamos prohibida la entrada desde que se marearon los gallos coloraos.  Ocurrió una tarde que llamaron a la chica que nos cuidaba, Paparrús,  para que nos trajera unas pastas con guindas y los chicos aprovecharon para ir al corral de las gallinas.
Al pasar  nosotros, las gallinas corrieron asustadas y cacareaban escondiéndose en los nidales y en los palos altos del gallinero. Los gallos les hicieron frente a los chicos, y el que parecía el jefe de todos los gallos casi le saca un ojo a Quevedín. Entonces los chicos sacaron sus tirachinas y la emprendieron a chinazos con los gallos y al rato dos gallos estaban en el suelo sin moverse. Nos fuimos acercando despacio, muy despacio, por si se despertaban, pero nada de nada, que no se despertaron. Yo  recordé que a la hermana Eustasia, un día que se mareó cuando le estaba diciendo la oración del mal de ojo a Paquita la campanas, la llamabamos la campanas porque al andar hacía mucho ruido con los zapatos. Su madre, cuando le compraba zapatos nuevos, antes de estrenarlos se los llevaba al zapatero para que les pusiera  herretes en las puntas y en los talones. Por eso cuando se los ponía, siempre sabíamos por donde andaba "la campanas"  Pues ese día  la hermana Eustasia preparó la taza con el aceite de oliva, encendió la vela y puso sus manos sobre Paquita y empezó a bostezar. Se le abría la boca muchas veces, y se le caían lagrimones mientras decía en voz baja:

-Que mal de ojo tan malo tiene la chica. Así estaba hablando cuando se desmayó.
Las vecinas la  zarandearon, la movieron, le dieron  bofetadas en la cara que sonaban como si fueran los platillos de los músicos, y que si quieres oración, pues que no, que la hermana eustasia no despertaba. Entonces, Juanita la Baldomera, cogió un vaso de agua y se lo echó con todas sus fuerzas por la cara, y al momento, la hermana Eustasia se despertó. Mamá, comentó a nuestra María, que se habían pasado con lo de las bofetadas y el agua.
Así pasó, que se le puso un lado de la cara hinchada, pero el mal de ojo tan malo se le fue a Paquita la campanas. 
Acordándome de todo aquello, sugerí a mis primos y amigos que podían bañar a los gallos en el agua del lavadero. La verdad es que la idea era buena, buena de verdad.
Nos acercamos y efectivamente, había agua, que al removerla con un palo empezó a formar montañas de espuma blanca.
A todos les  gusto la idea, entre varios chicos zambulleron los gallos dejándolos en el agua un rato para que con un baño largo se despertaran antes. Como no despertaban los sacaron acusándome de inventora, trolera y de que yo no era de fiar. Los dejaron al sol, debajo del gallinero, y fue entonces cuando aparecieron las abuelas, algunas de nuestras madres y la dichosa Paparrús. Todas ellas se pararon  mirando a los gallo coloraos que estaban tiesos, tiesos, con la espuma en la cresta y en las pluma y ellas mirando quietas  con las bocas abiertas sin decir nada. Mirándolas, pensé que se iban a desmayar como la hermana Eustasia, y que tendríamos que coger agua del lavadero y lanzársela muy fuerte a la cara de todas ellas. Mi abuela mamá Ricarda, preguntó ¿Qué habéis hecho, pandilla de sinvergüenzas?
Todos me miraron.
Nada, dije yo, con voz de flauta, es que como tenían calor los hemos bañado.
Desde entonces no nos dejaron pasar nunca más al corral de las gallinas. 
Todavía toda la familia nos pregunta como pudimos coger a los gallos y meterlos en el lavadero con los reñidores que eran, pero ninguno soltamos prenda con lo de los tirachinas. Los tirachinas nos lo tienen prohibido, por si nos entuértamos.
 
La casa de mama Chon parece un castillo de los cuentos de hadas. Tiene tantos rincones y hay tantas cosas. Aunque siempre nos vigilan y cierran las puertas de las taquillas y los aparadores por lo que pueda ocurrir.
Dicen que las ocurrencias nuestras son impensables. Cuando creen que todos estamos jugando se ríen contando algunas de nuestras hazañas. Se ríen a carcajadas recordando cuando nos enviaron a comprar caramelos surtidos a la tienda de Federico a varios de nosotros.
Hicimos el recado bien. Como nos los dijeron. 
Llegamos a la tienda y pedimos la caja de caramelos que la bisabuela tenía encargada. El señor Federico, nos encargo, encarecidamente,  que no faltará de la caja ni uno solo de los caramelos porque  él los tenía contados. Y nos despidió sin regalarnos ni una bolita de anís. Las bolas de anís no nos gustan, pero eso de no darnos nada tampoco está muy bien que digamos.
Salimos y empezamos a darle vueltas a la cabeza con aquello de que los caramelos estaban contados. A mitad del trayecto nos sentamos en un banco y con muchísimo cuidado abrimos la caja despegando el papel de celofán sin romperlo. La caja era preciosa, redonda y con unas rosas rojas pintadas en la tapa que parecían de verdad.  Los caramelos estaban bien colocados cada uno en su sitio. Debían ser unos caramelos muy ricos cuando se los encargaban para regalarlos, pensamos todos. Los mirábamos y suspirábamos de gusto. Nos relamíamos como los gatos cuando pensaban en la fritura de la cena. Pero no podíamos probar ninguno porque estaban contados. Nada. Imposible. Cheles, tímidamente dijo que podíamos coger dos o tres y envolver chinas en los papeles. No, nada de eso, dije yo,  no funcionaría porque al que le tocara la china y se le rompiera un diente luego iría con el cuento a la bisabuela. Y no probarlos tampoco tenía gracia. Mirábamos los caramelos pensando como comerlos sin que se notara y era difícil aquél problema, mucho más que las cuentas y la geometría. Al fin encontramos la solución y no paso nada.
Le entregamos a la bisabuela la caja con todos los caramelos, no faltaba ni uno solo.
Mama Chon, cogió la caja, la examinó, detenidamente y nos dio una propina para que nos compráramos unas pipas en el puesto de Ángela. Todos contentos.
Pasaron unos días y llegó la señora amiga de la bisabuela a ver a la familia para la que se había comprado la caja de caramelos. Nos llamaron para que la saludáramos. Y la señora muy amable dijo que nos iba a dar unos caramelos de aquella caja tan bonita.
No, no, muchas gracias, le dijimos todos. Los caramelos son para usted, nosotros no queremos.
Claro que sí, insistió ella.
Mama Chon se sentía orgullosa de nuestra educación.
Pedimos permiso para ir a jugar, pero la señora amiga de la familia rompió el papel de celofán y abrió la caja de los caramelos.
Oh, exclamó, que delicadeza de envoltorios. Gracias, señora Asunción, por este detalle. Gracias. Y empezó a coger caramelos que se arrugaron entre sus dedos. Hizo un mohín y miró a mama Chon expectante. La bisabuela arrancó la caja de sus manos y deslió un caramelo, luego otro, y otro, así hasta hacer un montoncito encima del cristal de la mesa camilla.
Yo había iniciado la retirada por detrás del sillón de mama Chón, pero ella  alargando una de sus manos me agarró por detrás como si tuviera ojos en el cogote. Los demás se miraban la punta de los zapatos, y a los más jarillos, así nos llaman a los que somos rubios, nos empezaron a aflorar los colores, hasta quedar nuestra cara roja como tomates.
Anda doña Brocha - así me tienen bautizada de sobrenombre- y la compañía, explicarnos ¿cómo es posible que los caramelos adelgacen hasta parecer papel de seda?
Nadie contestó. Yo empecé a sudar y a sentir unas ganas enormes de orinar.
La señora, amiga de la familia, los cogió con sumo cuidado y me dijo: Abre las manos, y me los depositó en ellas como si fueran a romperse. 
Seguía el silencio, y yo no sabía que hacer con aquellos caramelos.
La abuela Ricarda me instó a comer uno, pero yo no quería, porque al saber de quien sería el caramelo  aquél... Tuvimos que explicar que entre todos los habíamos chupado, teniendo cuidado de que no se rompieran. Así finísimos  y transparentes los volvimos
a envolver cada uno en el envoltorio de su papel. Nadie se habría enterado si la señora aquella se los hubiera llevado a su casa. Luego nos despidieron con cajas destempladas, qué aquello de las cajas destempladas tampoco sabíamos lo que eran, pero no lo preguntamos, por si las moscas, y nos fuimos a la calle más corriendo que deprisa.
Ninguno de nosotros quería los caramelos del disgusto, eran poca cosa, chupados y tan delgados,  se los dimos a Narizota, la perra del abuelo.    
Paparrús  tenía un novio que  iba a verla los domingos. La chica no se llamaba así, pero como el tío Manolo nos bautizaba a todos por segunda vez, a ella la llamaba Paparrús, y todos la llamábamos así, y a ella le parecía bien..
A mí, el tío Manolo me llamaba doña Brocha, por mi cola de caballo y por mis trenzas que terminaban como dos pinceles gordos. A Mari carmen, mi prima segunda, y una de mis mejores amigas, la llamaba “Sor Felices”. Sor Felices era una monja bajita de las del colegio de San Vicente de Paúl que tenía fama de no parar, ni de calentar la silla en ninguna parte. El tío Manolo, y la familia de mamá, comentaban que mandaba y disponía, de más en los asuntos del pueblo, y como Mari Carmen era lista y bajita el tío Manolo la llamaba, Sor Felices.
A mi prima Cheles, “Huevo cocido”. ¿Por qué? Pues no lo sé, debía de ser porque era algo descolorida y reía poco. A Mariasun, mi hermana “doña Magdalena”, creo que como Mariasun era una ricura, eso decían de ella, pues, seguramente por eso se parecía a las magdalenas.
a Felipe, otro de los primos “Quevedín”. A mi hermana pequeña “doña Socorro”. Sería porque siempre lloraba  cuando no veía a mamá...  A todos grandes y pequeños nos había bautizado a su manera el tío Manolo. Hasta él, a sí mismo, se había bautizado como “Pajas largas”
 Paparrús, nunca se enfadaba, nos daba de merendar y miraba como jugábamos. Cuando estábamos entretenidos  salía sin decir nada para hablar con su novio por la portada y si las abuelas la descubrían se enfadaban y el novio se iba. Paparrús nunca se enfadaba con nosotros, ni su novio, aunque siempre pensé que al novio de Paparrús no le hacíamos mucha gracia.
Cuando por la noche nos ponían los abrigos para volver a casa, la hermana Juana entre dientes decía... Hala, hala, veros a vuestras casas, que ya es hora, que no tenéis hartura, y si no os dijeran na, estabais dando saltos hasta caer reventaos.
Calla, calla, Juana, que a ti poca guerra te dan los chicos, que tú con comer suspiros y bizcochos borrachos tienes bastante, le decía mama Ricarda. Y Juana bajaba mucho su cabeza, y se sentaba junto al sillón verde de terciopelo de mama Chón en una silla baja, mirando de reojo, como uno a uno, nos despedíamos de las abuelas.
La hermana Juana siempre estaba con mama Chon, en verano asustaba a las moscas, haciendo ruido con unos zorros de tiras de papel. Ponía en la mesa el zumo de limón y la horchata,  llenaba los vasos cuando mama Chón  tenía sed, y las dos se pasaban la mañana a la sombra de los carrizos del patio de verano, bebiendo  a sorbos el zumo y la horchata, para que no les hiciera daño en la garganta.
En invierno, sentadas las dos en la mesa camilla, con los pies en el brasero y las faldas de terciopelo verde encima de sus piernas, miraba como mama Chón hacía con la aguja de gancho los gorros para los botijos, y cuando veía que juntaba algunos le pedía gorros para los botijos de su familia. Mama Chón decía que la hermana Juana pedía más que un fraile, y que tenía la boca como una serija, siempre abierta.
Yo la miraba y no le veía la boca tan grande, al contrario, era pequeña como una niña, pero arrugadita y vestida de negro.  La hermana Juana siempre sabía cuando yo tenía mucho sueño, y cuando me despedía  me susurraba; a dormir los mocosos que la noche es un pozo muuu hondo y el tío del sebo se lleva en su saco a los que no se duermen.
Yo la miraba abriendo mucho los ojos y no me creía lo del tío del sebo, porque el tío del sebo era amigo del abuelo, y no llevaba saco, y sí  un bote grande lleno de grasa blandita que se me escurría entre los dedos cuando la apretaba entre mis manos. Entonces, el sebo, salía entre ellos como fideos negros. Cuando el tío del sebo llegaba a casa mamá me pasaba del patio de los carros corriendo, decía que las manchas de sebo en los vestidos no salían aunque se lavaran y se frotaran fuerte entre las manos.
La hermana Juana no se quejaba de nada,  pero a veces se sentaba en su silla y se dormía. Mama Chón la miraba y decía. Si no para, si es una zascandil y todo le parece poco para los suyos. Y ella también cerraba los ojos y hacía como que dormía.
Mamá decía que hasta San Antón Pascuas son, pero no era verdad porque las Pascuas de verdad, no las de mentira, eran hasta los Reyes Magos. Cuando los Reyes de Oriente volvían a sus desiertos los niños volvíamos a las clases del  colegio.
Al día siguiente de celebrarse San Antón empezó a llover, y por eso estrené unas botas Katiuska negras. Con esas botas podía andar dentro de los charcos y no me mojaba los pies. María al llevarnos al colegio me  decía que yo estaba muy tonta con mis botas  y que no era pa tanto. María siempre nos cogía muy fuerte de la mano, y a mi no me gustaba.  Nos decía,  que si no nos gustaba que nos aguantásemos y que donde había chacha no había muchachas.
Mi hermana Mariasun no protestaba, pero cuando quería soltarse le daba un mordisco a María, dejándole señalados todos los dientes en la mano. María le pegaba en la boca y a mí me daba pena ver llorar a la nena.  También  la mano de María daba pena con los dientes de Mariasun dibujados en su piel.
Los dientes de Mariasun dan miedo. Una vez le tiró un bocado a la prima Cheles en la nariz y yo no pude separarlas. Asustada, me quedé mirando como Cheles daba patadas y lloraba, mientras  Mariasun se comía la nariz. Cuando mamá y las tías las separaron yo cerré los ojos, me acordaba de una película donde salía un pirata malo  que no tenía nariz.
Mariasun es muy guapa, la llaman, la muñeca, y sonríe y no se enfada, pero yo cuando veo que enclavija los dientes, me retiro  de ella, porque entonces,  muerde a quien puede.
El día que estrené las botas Katiuskas en el colegio no salimos al recreo por la lluvia. Durante la media hora del recreo nos dejaron hablar en clase y dibujamos lo que quisimos. Todas teníamos colores de la marca del Pino, nuevos, y las mayores, colores Goya, de pasta.  Emilita es una de las mayores y tiene unas trenzas rubias muy largas y un flequillo rizado. Es muy lista. La maestra nos  la pone de ejemplo. Pero no sabe jugar y anda como las mamás. Nunca corre, ni se mancha, ni se arruga los vestidos
A  Emilita, los Reyes Magos le han dejado un borrador gigante de color verde. Es tan grande que a mi no me cabe en mi mano. Esa mañana, durante la clase de dibujo, todas le pedimos a Emi que nos dejara su borra, porque como es tan grande no se gasta nunca. Además, el borra de Emi, borra mejor que los otros borradores y no se vende en las papelerías del pueblo. Por eso le pedí por favor que me lo dejara No me lo dejó, tampoco a Vicenta, Eusebia, Marisa, ni a Marifé... Adora, le dijo, que por lo menos  nos lo dejara tocar  que por eso no se le le iba a perder ni a gastar. Tampoco nos permitió tocarlo, por si se lo ensuciábamos. Y añadió que era un borrador de miga muy suave y se podía desmoronar.  No nos lo dejó. Marce, se llama Marcelina, pero todas le llamamos Marce, porque cuando la maestra la llama Marcelina todas nos acordamos del cuento de "La gallina Marcelina" y nos entra la risa y ella se enfada mucho. Pues, Marce, que sabe cosas que otras no sabemos, le dijo en tono convincente y por favor, que lo que podía dejarnos hacer era dejar que nuestros borras los pasáramos por el suyo, y así,  los nuestros, borrarían igual de bien que el suyo, que era tan bueno y bonito. Pero, no, la llamó “gallina Marcelina” alzando la voz, y nos acuso de estarla molestando. No nos quedo más remedio que borrar con nuestros borradores  y por eso los dibujos nos salió mal a todas.  El año que viene hemos acordado  todas que,  sin falta,  a los Reyes Magos, les vamos a pedir un borrador como el de Emilita.

 Antes de la hora de salida de los jueves, como no hay clase por la tarde, a todas nos ponen de pie, igual que cuando jugamos al corro, y las mayores  nos leen un cuento: para saber si estamos atentas, la Profe, interrumpe la lectura. Lectura no se llama, digo yo siempre para mis adentros. Lo de los adentros me lo enseñó mi María, me dijo que cuando una no se puede reír con la boca,  se ríe con el estomago.  Eso, son los adentros.
Pues, sí, la Profe corta el cuento cuando quiere y pregunta a una de nosotras  que fue lo último que leyó la lectora. Si lo sabe, no pasa nada, pero si no lo sabe inventa castigos que se nos ponen los pelos de punta. En ese libro hay cuentos feos y cuando no nos gustan yo he ideado mi propio cuento que invento para mis adentros, a la salida se lo cuento a mis amigas. Las pequeñas como no saben leer, no tienen que escuchar ese cuento cansino. Ese día  estaba leyendo Mari Loli, muy seria. Todo era silencio. No se oía nada, nada,  Emi pidió permiso para ir a por un pañuelo. A mi no me dejan ir nunca a por pañuelos. Todas estábamos atentas, por aquello de no perder el hilo del dichoso cuento...  y de pronto Emi gritó como Tarzán, haaaaaaahaaaaaaaahaaaaa, alzó una mano hacia arriba y con el flequillo de punta mostró su borra mordido chorreando babas.  Gritando sin parar, pregunto, con los ojos rojos y redondos ¿Quién haaaa sidoooo? 
Nadie dijo nada.
Yo miré a mis amigas y vi que todas reían para los adentros. 
De pronto,  Emi, con su mano, y un dedo largo, largo, señaló. Esa, esa ha sido.
El piso del colegio se hundía debajo de mis pies cuando miré y vi a Mariasun con la boca  hinchada como un globo saliéndole por todos lados  borra verde.
Mariasun tenía un color raro en la cara y Emi no paraba de gritar diciendo que se lo teníamos que pagar.
¿Pagar? estaba loca. ¿Cómo, si era de los Reyes Magos?
La  Profe, sin hablar le abrió con sus dedos la boca a mi hermana, pensé que se libraba de sus dientes gracias al borrador, que si no fuera por eso, ni la Profe, se habría librado de un buen mordisco.
Todas mirábamos asombradas como le sacaba de la boca trozos enormes de borra, y le daba golpes en la espalda. El borrador rodaba por el suelo y ya no queríamos tocarlo ninguna de nosotras.
Sentí que se me descomponía el cuerpo al ver aquello, me empezaron unos fuertes retortijones de barriga. - Si mamá me escuchara los adentros, me regañaría por decir retortijones-  Me dolía tanto el vientre que no podía moverme. Los pies estaban pegados al suelo igual que las moscas de la frutería de Isabel, que se pegan a unas tiras de papel que cuelgan desde el techo y se mueren moviendo mucho las alas. Cerré fuerte los ojos, apreté los puños, y así conseguí no ver a nadie. Ahora yo era una mosca y me moría pegada al suelo, pero sin alas.
Los mayores que lo saben todo dicen que la muerte es negra, y que los que van al infierno por ser malos les atizan con carbones encendidos. Pensé que me había muerto porque todo estaba negro y no tenía fuerzas... Mariasun y yo, seguro que bajábamos al infierno por lo del borra de Emi.
De pronto alguien me despegó del suelo y recobré la luz.
La Profe me llamaba y me zarandeaba por los hombros. Anda coge a tu hermana y salir.  Dile a  tu mamá que no coma hoy mucho, quizá haya tragado demasiado borrador. Y tú, - dijo mirando a Emilita- procura que no vuelva a ver nunca más a ninguna pequeña comiendo  borrador.
Cuando salimos a la calle Mariasun no hablaba nada y yo tenía miedo por no sentir mis piernas. De pronto Emi se puso delante de nosotras y dijo que le teníamos que pagar el borra. La cara de Emi era  fea y ya no andaba como las mamás. Yo tiré de la mano de Mariasun y empecé a andar, mi lengua se pegaba al cielo de la boca, y el vientre me volvió a doler.
Todas las niñas del colegio nos seguían y así llegamos a casa.
Mamá abrió la puerta de casa, y sin inmutarse lo más mínimo escuchó a Emi pidiéndole que le pagara su borra, y a otras cuantas de las mayores del colegio que voceaban apoyando a Emi. Luego sonrió y las mandó a sus casas, porque era demasiado tarde y bastante tenía ella con llevar a la nena al médico para evitar una posible infección.
Todo había terminado.
A mi hermana Mariasun no le pasó nada, pero yo tuve diarrea durante varios días.
Una tarde de verano en la papelería de Justo, dentro del mostrador, vi un borrador verde, grande y nuevo. Me quedé mirándolo asustada. Aquél borrador era igual que el borra de Emi, y faltaban muchos meses para que vinieran  los Reyes Magos… No podía ser, estaba soñando. El borrador era el mismo y desde luego que no lo iba a pedir en mi carta de regalos de las próximas Navidades. 
Justo, me lo señaló con una sonrisa en su cara de saber vender de todo, eso dice mamá de él, me lo alargó, por si lo quería tocar.
 No, no, nooo, le dije horrorizada, los borras tan grandes no me gustan, me sientan mal. Y salí corriendo de la papelería por si alguien se lo comía a bocados  y  me llevaba  la culpa del destrozo.


                                                                                                              Natividad Cepeda







                                        Relato incluido en el libro “Universo Narrativo” publicado por la Asociación de Escritores de Castilla La Mancha.


Arte digital: N. Cepeda


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