miércoles, 4 de noviembre de 2015

El rumor del agua de la noria

No recuerdo las fechas ni los nombres de los que me dejaron su saber en mi alma; no, no recuerdo su sombra humana y cotidiana. Desde siempre, en el espacio invisible del subconsciente, escuchaba murmullos, roce de pasos y de batir de alas alrededor de mi cuerpo pequeño e indefenso. A veces lo olvidaba y si preguntaba a los que me rodeaban me decían que eran ruidos del crujir de los muebles. Cuando el invierno visitaba mi pueblo en la casa vieja de la abuela materna se escuchaban pasar por la galería de arriba, cuando el aire hacía embudo en las paredes de la casa.
Desde los ventanales de la galería se veían paredes de una huerta abandonada donde los niños jugaban alrededor del pozo de lo que fue una noria. Subíamos al promontorio y, valientes nos asomábamos a las entrañas oscuras del agua, que nos contemplaba en su espejo. Los niños nos mirábamos y volvíamos a mirar a las entrañas angostas de la noria olvidada; permanecíamos  en silencio  escuchando el corazón del agua latir en lo profundo de nuestro corazón, jadeante de miedo y de misterio.
Cuando llovía en los otoños la tierra de la huerta se empapaba y dejaba ver restos de cacharros rotos y cosas pequeñas que buscábamos entre el barro y sus estrías mágicas y oscuras. Adosadas en las paredes cochambrosas, crecían raíces aferradas a las piedras denudas de tierra y cal,  y entre sus cavidades, los niños de la huerta escondían sus tesoros.
Las tormentas dejaban al descubierto chinas relucientes, blancas unas, y otras marrones, negras,  jaspeadas…que buscábamos afanosos entre el barro cuando dejaba de llover.
Los niños coleccionábamos las chinas porque con ellas jugábamos lanzándolas al aire con nuestros dedos y recogiéndolas antes que cayeran al suelo.
Las chinas más bonitas estaban en lo alto del pozo de la noria, y allí subíamos a buscarlas quedando uno de nosotros vigilando para avisar si venía alguien, porque todos nosotros teníamos prohibido subir al promontorio y asomarnos al hueco tenebroso del agua.
Un día después que la tormenta se calmara,  desde la ventana de la galería vi correr a los niños camino de la huerta. Baje despacio la escalera y sin hacer ruido me escapé a la calle uniéndome a la patrulla para buscar tesoros con ellos. Las hojas de las higueras  salvajes que asomaban sus dedos por la boca del pozo relucían de agua y vimos entre ellas una pelota de colores. Aquello era un milagro porque los niños que vivían en las viejas habitaciones de la huerta apenas si tenían balones remendados de parches; necesitábamos una vara para atraerla hasta nosotros y poder cogerla, pero miramos y no encontramos nada que pudiera servirnos.  Uno de los niños dijo que le pidiéramos algo a la Pepa.
La Pepa vivía en una de las habitaciones de la huerta, sin luz eléctrica, ni ventanas, con los pisos de tierra pintados con cal y con una cortina de tela vieja colgada en la entrada de su puerta.
La Pepa tenía el pelo gris y blanco, y su piel  sin cuidar y arrugada, ocultaba su verdadera edad y color. A nosotros, la Pepa, nos parecía vieja. Tan vieja  como la misma huerta, y ella cuando nos veía jugando subidos a lo alto de la Noria vacía, salía y nos gritaba que nos bajáramos  de allí. 
Todos nos dirigimos a la puerta de la Pepa y levantando la mugrienta cortina empujamos la puerta y pasamos al interior con el corazón apretado por el miedo.
Sentada, de espaldas a la puerta, en la habitación casi a oscuras, había una mujer envuelta en una toca que no conocíamos, sin apenas volverse nos preguntó qué era lo que queríamos y con la voz ahogada le pedimos una vara para sacar el balón del pozo de la noria. La mujer sin volverse nos dijo que ella nos devolvería el balón si avisábamos a la Pepa de su llegada. Después la habitación se llenó de más sombras y sin decir nada nos salimos corriendo sin parar hasta llegar a la calle, y jadeando nos sentamos en el bordillo de la acera.
El balón seguía flotando en el agua oscura del pozo de la noria,  pero buscar a la Pepa no nos hacía gracia y pensamos jugar a otra cosa. La tarde avanzaba poniendo oscuridad por los rincones de la calles y pronto oscurecería y no podríamos ver lo que había en la huerta y su noria vacía.
Desde lejos vimos venir a la Pepa con su andar lento y todos nos dirigimos a su encuentro,  atropelladamente, le contamos quien la estaba esperando, sentada en su cocina delante del fuego apagado de su casa. La Pepa se nos quedó mirando sin expresión alguna en su mirada  y sin decir palabra continuo su andar quejumbroso y lento. Se hacía de noche y el balón seguía flotando en el agua  oscura del pozo abandonado, por lo que pasados unos minutos todos seguimos a la Pepa, insistiendo en el recado de la mujer desconocida.
Algunos vecinos al vernos rodeándola le preguntaron qué era lo que queríamos; y ella, dijo que nada, que  le decíamos que en su casa había visita y que eso no era posible porque ella había cerrado la puerta con su llave y no podíamos haber podido entrar.
Los vecinos nos miraron misericordiosos, sabedores de que, la puerta de la Pepa, no era fácil abrirla si ella la cerraba con su “pequeña  llave de forja que pesaba  lo suyo” Y lo suyo, era casi 500 gramos o más de hierro. Además estaba el peligro de enfurecer el talante arisco de la mujer, aunque eso a los niños no nos importaba demasiado porque las mentes de los mayores pensaban cosas  bárbaras de ella, y para nosotros, solo era eso, una mujer sentada bajo su parra en la puerta de casa que nos veía ir y venir sin meterse para nada con nosotros.
En la bruma otoñal los niños buscábamos hojas amarillas, piedras lavadas por las aguas y semillas de enredaderas y arbustos para guardarlos como tesoros exclusivos que nunca se podían comprar en las tiendas. Pero aquél balón  de colores flotando en el fondo del pozo era un astro de goma que nos regalaba el sol al mirarse en el fondo del agua. Por ello insistíamos con nuestras pupilas dilatadas, buscando algo con qué hacernos con la pelota hallada.
La aventura  del balón errabundo y la mujer sentada en la cocina de la Pepa  no la creía casi nadie.
Nosotros, insistentes, afirmábamos la existencia de los dos, y por cansinos y pesados, algunos vecinos dijeron a la Pepa que fuéramos todos a su casa, y a la noria, para ver ambos hallazgos por lo inusitado del acontecimiento.
Pasamos a la huerta y una ráfaga de fino aire nos despeino a todos los flequillos. Algo enojada la Pepa levantó la cortina de su casa  y empujó la puerta con ademán brusco, para que todos viéramos que la puerta estaba cerrada. Y la puerta no cedió. Sacó de su cesto de palma su llave negra de hierro y la introdujo  nerviosa  en la cerradura. Giró la llave y la puerta no cedió. Los vecinos rieron y le dijeron que tenía que echar aceite a la cerradura;  sacó la llave mirándola incrédula,  y volvió a introducirla en el ojo grande de la puerta. Y la puerta no se abrió.
Algunos vecinos  empezaron a encresparnos acusándonos de haber metido algo en la cerradura,  los chicos mayores, muy enojados, protestaron,  asegurando a voces que nadie había hecho nada. La Pepa sacó de nuevo la llave y se la quedó mirando como si no fuera la suya, y entonces,  dos de los chicos explicando cómo habíamos pasado empujaron la puerta y la puerta se abrió.
Todos nos quedamos serios y sin hablar. La Pepa pasó, y como apenas llegaba la luz de la tarde a la habitación, encendió su candil de carburo, y lo colgó en lo alto de una escarpia quedando iluminada la cocina: y de pronto vimos  al lado del fuego el balón de colores, junto a la silla, donde la mujer que habíamos visto, estuvo sentada. 
La luz del carburo dejaba sobre las paredes nuestras propias sombras vacilantes, moviéndose al vaivén de la llama y del aire que pasaba a través dela puerta entreabierta, sentimos mucho frío a nuestro  lado y alguno de nosotros estornudamos y nos encogimos  sin saber por qué. Y al unísono  dijimos que la mujer nos había prometido que ella nos daría  el balón si decíamos que estaba allí esperando a la Pepa. Y los vecinos sin hablar nada, salieron, comenzando a andar hasta el promontorio de la noria. Los niños los seguíamos  orgullosos de haber recuperado el balón y de haber demostrado que la puerta de la Pepa, estaba como nosotros habíamos asegurado, abierta.
Llegamos arriba y los vecinos se asomaron al pozo entre las luces mortecinas de la tarde, y poniéndose las manos  en la boca ahogaron un grito con el estupor y el terror en sus rostros desencajados.
La prueba de que habíamos dicho verdad sobre la mujer aquella, estaba flotando en el agua del pozo; era ella, sujeta sus faldas a las ramas de la higuera la que yacía mirando las primeras estrellas.  Las estrellas  también se asomaban para mirarse en el espejo de las aguas. 
Nosotros no la vimos, nos retiraron de allí y empezaron a comentar que los otoños eran tiempo de suicidios. El balón de colores salió rodando pendiente abajo de las manos de un niño y nunca más volvimos a verlo.
El tiempo siguió pasando y en el inmenso hormiguero humano los niños aparcamos lo sucedido para seguir jugando, aunque ya nunca más nos asomábamos al pozo sin la rueda de la noria, ni volvimos a ir a la casa de la Pepa.


                                                                                                Natividad Cepeda

 Arte digital N. Cepeda

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