domingo, 30 de octubre de 2016

Madrigueras y socavones que nadie quiere ver

 Estoy mirando mi ciudad con esa tristeza que tienen  las flores sin perfume de los invernaderos. Antes, cuando en la ciudad florecían las flores su perfume inundaba los alrededores y embriagaban las rosas al pasar junto a ellas. Y cuando noviembre  se vestía de luto por los muertos  su elegía era un muestrario de flores en mi cementerio. Invisible  llegaba aluna lluvia a llorar con nosotros y caían sus lágrimas sobre las tumbas y las flores dejando un aroma  prendido de nostalgia en todos los rincones de mi cementerio. Las almas de los muertos suplicaban oraciones desde sus tumbas florecidas. Las había con flores sencillas, humildes que habían sido cortadas en los patios  de la familia, dejadas sin atavíos de cintas y papeles de celofanes. Se reconocían por la profusión de sándalo y crestas granates, laurel y margaritas pequeñas, hierbaluisa y claveles dejados con primor artesano sobre la tumba. Olían a patio encalado y tiestos  de latas de tomate y cubas vacías de aceitunas. Sí, eran flores con nombre propio cuidadas por amos amorosas que las dejaban sobre las tumbas con la emoción de seguir a mando a quien ya reposaba en el lugar sagrado sin otras confusiones que amar a pesar de la muerte y por encima de esa distancia corporal que no erradicaba lo que albergaba el alma y el corazón.  En la memoria seguían existiendo todos los que no estaban.
Un día las flores dejaron de ser plantadas en los patios y se comercializaron como las hamburguesas de las multinacionales, que no saben a nada, son caras  y para más inri, las sirven en cartones sin camareros; y como ganado manipulado se pasa a consumirlas sin protestar por nada. Así llegaron las flores sin aromas perfectas en tamaño y a punto para ser compradas y llevadas a todos los cementerios.  Los centauros de las emociones se fueron disipando entre centros florales  de formas y colores de flores exóticas, además de las flores logradas con híbridos mestizajes sin el aroma aquél que tenía mi ciudad en parterres y parques y también por noviembre en el cementerio de mi ciudad.
Ahora el cementerio carece de ese aroma que transportaba a los hogares donde los muertos habían vivido. Hay  más flores que entonces, todo es suntuoso, elegante pero carece de aquello que lo hacía inmortal, creíble y pródigo en ver ante las tumbas unos labios moviéndose  al ritmo tenue y silencioso, como leve murmullo de la oración que salía de los labios de cuantos de pie, estaban junto a sus muertos. Mi ciudad ha cambiado, es distinta y perdió los aromas  que prohijaba a los muertos y a los vivos entre sus paredes.  Y  en esa elegía sin ornamentos  de falso oropel, en algunas tumbas había romero y tomillo traído desde el monte, donde  todavía los conejos había que buscarlos porque sus madrigueras no eran socavones múltiples en terrenos labrados y en parque industriales, donde se plantaron jardines para las empresas que no llegaron y son habitados por ellos.
Recordar es retroceder al viejo solar del pasado. Es, mirar mi ciudad en su espejo presente  llena de incertidumbre, de ese miedo que no dice y se palpa cuando la noche cae sobre sus calles y casi nadie la transita a pie.  En ese espejo hay que protegernos todos porque somos unos desconocidos no fiables.
Yo también compro gladiolos y flores sin aromas y los dejo junto a los que perdí,  lloro sin lluvia y sin ellos, porque todavía veo los socavones que nadie quiere ver y sigo sola sin esconderme en las madrigueras actuales donde demasiadas veces escucho que algunos jóvenes se han suicidado en mi ciudad, a pesar de tener botellón y fiestas diferentes con libertad y sin melancolía ni nostalgias envueltos en disfraces que promulgan la felicidad sin conseguirla.


                                                                                                                         Natividad Cepeda

Arte digital: N Cepeda


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