miércoles, 25 de diciembre de 2013

Crisálida de invierno

                                                    
El aparcamiento de la T1 del aeropuerto de Barajas en Madrid estaba lleno de coches y también los había en otros aparcamientos. Tres meses atrás el mismo aparcamiento estaba vacío y fue entonces cuando la crisis mostró su rostro en los viajes por avión. A través de los ventanales del aeropuerto se ven las hojas desprendidas de los árboles desvanecidas entre las nubes grises de la tarde. Enredadas en las gotas de lluvia pasaban y salían personas que esperaban o despedían a los viajeros con el nerviosismo en sus miradas. Para los que partían los adioses se quedaban en tierra de nadie, imposibles de alcanzar desde las ventanas y los cielos vacilantes de las escaleras de las nubes.

Sentada en una de las salas de espera, una señora vestida de abrigo de napa forrado de visón, desde su móvil preguntaba a varios conocidos, si tenían para dejarle, un vasito de jerez seco para terminar de cocinar unas perdices. Al otro lado una joven con jersey beige entretejido de dorados metálicos se quitaba un abrigo azul de plástico brillante con la desenvoltura de quien se despoja de una toalla después del baño. Se notaba que las prendas de ambas eran de precios diferentes, e incluso sus expresiones marcaban su diferencia social: las unía que las dos esperaban a personas que amaban. Las dos miraban el reloj y a la vez llamaban por teléfono impacientes por el retraso del avión. Apoyados en la barra de contención, frente a la puerta por donde salen los viajeros, un hombre decía a su mujer, que su hijo era el último que aparecería, como siempre, repetía una y otra vez. La mujer llamó por el móvil y la escuchamos decir que el padre estaba impaciente y cansado de esperar. Los mensajes digitales ocupaban a la mayoría de las personas. Las mochilas cargadas en la espalda denunciaban a los jóvenes en el malecón del aeropuerto, y en comedio de todos la búsqueda del encuentro familiar.

Algunos taxistas esperaban a los clientes sentados dentro del aeropuerto con caras de cansancio y desanimo. Un empleado asiático empujaba una larga hilera de carritos sin mirar a nadie. Las cafeterías y restaurantes se mostraban vacías, de forma que los empleados al mirarnos mostraban su preocupación por la falta de ventas. El anuncio navideño se reflejaba en los abrazos y en las sonrisas emocionadas de todos. Pensé, ha pasado un año, empieza otro, y seguimos buscando la esperanza entre los nuestros. La canción de estas fiestas late en el amor que la crisis no ha destruido todavía, pero lo que sí podemos ver son las grandes diferencias que abre brecha entre los que tienen, y aquellos que se mantienen a flote a duras penas.

Ya en la calle unos chicos se acomodan en un taxi y ruegan los lleven a la calle Serrano de Madrid…  Allí hay boutiques donde es casi imposible ir de compras  muchos millones de españoles; un vestido puede costar 200 y 350 euros y una blusa 170 y pantalones 140 euros y más. Por supuesto que son prendas casi únicas, exentas del urbanismo vigente sin sofisticación.
Ha pasado un año y crecen los pobres que ocultan como pueden su menesterosidad por la pérdida de  empleo y la bajada de los sueldos. Han llegado las fiestas navideñas y las familias se reúnen con los que se han marchado y regresan por unos días comprando los billetes con antelación, porque en las avenidas de ciudades europeas fallece el corazón de tristeza sin un abrazo en mitad de la sala de espera del aeropuerto, de las estaciones de tren y de las de autobuses. 

Volver para que los padres no nos sintamos deshijados entre tanta sinrazón de adioses continuos. Crisálida de invierno es la cara oscura de los que tienen 200 y 300 euros para vivir, que a estas alturas del año son demasiados los que caminan por la cuerda floja de la economía sin que les importe demasiado los refinamientos de los diseñadores de las tiendas de lujo de ninguna ciudad.




                                                                                             Natividad Cepeda



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