jueves, 21 de septiembre de 2017

Vereda de ilusión para Inmaculada Jiménez alcaldesa enamorada que se casa en Tomelloso

Junto a septiembre  aparece la primera mirada del otoño casi como un tímido saludo con una mirada cálida de bienestar y dicha imprevista. Pareciera que la tierra sedienta del verano buscara la paz  en el latir de los silencios. Esos silencios que quedan por los campos después de la vendimia cuando se han cobrado los jornales y el mosto se transforma en la bebida de los dioses desde antiguo.   Antes, cuando Tomelloso era solo rural y arriero, los novios esperaban a casarse a remate vendimias; para entonces ya se sabía que cosecha había dado el cielo y dueños y  empleados tenían las cuentas ajustadas para la dote de los hijos.  Aquello hoy es una anécdota   que duerme entre recuerdos y el vuelo de las alas del viento que susurra acontecimientos olvidados.
Ignoro el romance de esta rubia mujer con físico de celtibera y gesto decidido que ha empuñado el bastón de mando de mi pueblo mostrando su sonrisa igual que el oro del sembrado que en julio se recolecta. No conozco al afortunado hombre que la ama, asumiendo toda la ceremonia de ser el conyugue de la primera edil en la historia de Tomelloso y, estoy segura, que en los afluentes de la sangre el amor atraviesa sin puentes ni  barrancos el corazón de quien la ama.   Contra la juventud y la naturaleza nadie puede detener esos veneros que nutren de vida nuestra historia humana y en éste septiembre, cuando el día veintitrés se asome por las chimeneas limpias de humo, de Tomelloso, brillara en el amanecer la sonrisa amplia  de Inmaculada Jiménez Serrano, Alcaldesa de Tomelloso y novia ataviada de sueños y esperanzas bajo el dosel primero del otoño.
Antes de aquella guerra de la que escuché hablar desde mi infancia con dolor por todo lo acontecido, en mi casa paterna, donde cupieron todos alrededor de la mesa, los que habían sido encarcelados antes y los que lo estuvieron después; mucho antes de aquello, había unos libros donde los nombres de los tomelloseros existían en bodas, bautizos y entierros y en aquellas líneas estaban los nombres de los alcaldes y sus esposas: se perdieron entre llamas absurdas de odios y exterminios y aún hoy nos duele aquella barbarie inútil sin sentido. Pero a pesar del claroscuro jamás cerramos la esperanza a volver a pasar al templo donde esas viejas paredes saben todo cuanto aconteció a nuestra gente. Y ahí, en esa iglesia sumergida en el vacío del tiempo, se casa la primera alcaldesa de este pueblo manchego, que presume y repasa todo lo que tiene y olvida, o hace como que no recuerda, lo que no ha conseguido y perdió.  Y mañana, cuando en el oleaje de la nada se diluya este tiempo y repasen los hechos y acontecimientos, se hablará de la mocedad que perdió la alcaldesa al decir sí te amo al hombre de su vida, en un templo consagrado al amor. Porque para eso se erigieron su arcos y cúpula, su ojivas y ventanales, sus sillares, escasos, de piedra para que el amor perdurara por encima de todo lo que carece de amor. 
No verán a la novia las aladas cigüeñas que anidan en nuestras chimeneas, se han marchado igual que los vencejos y las chillonas golondrinas, la verán los ojos de los pequeños gorriones que viven en los resquicios de tejados y aleros. La verá el agua de la fuente que desgarra el espacio de la plaza de España con su sonido alegre. Y cuando sobre los tejados de la posada y el ayuntamiento sobrevuelen  palomas  y lleguen en bandadas hasta el campanario, solo ellas verán flotar la promesa salida de sus labios. Después cuando se apaguen las luces de ese día rompiendo la monotonía de un día más de éste septiembre que camina a su fin, un halo de misterio quedará suspendido en las calles del pueblo, remoto y verdadero subirá a las estrellas y allí quedará escrito el día que en pueblo se casó una alcaldesa rubia como una espiga con rasgos de valquiria.

                                                                                                            Natividad Cepeda
 Arte digital subido de las redes.


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