miércoles, 6 de septiembre de 2017

La tormenta

El verano se nos marchaba detrás de las primeras nubes de septiembre. Y para mi aquellos días que para los mayores olían a uvas maduras me sabían a pan con chocolate, leche en polvo que no me gustaba, y un queso amarillo y grasiento que escondía ente mis libros y cuadernos para evitar tragarlo. Pero todavía estábamos en el campo corriendo entre los árboles de la chopera viendo como emigraban sus pájaros y cogiendo con las manos la arena casi blanca del río seco con las que las mujeres sacaban brillo a las sartenes. Además cuando silbaba el tren salíamos corriendo de entre la espesura y corríamos hasta el puente de piedra para saludar al maquinista que nos saludaba con largos pitidos además de alzarnos su mano exclusivamente a nosotros.

El tren había sido mi gran descubrimiento junto con el bosque de chopos y zarzas, pájaros carpinteros y flores silvestres que crecían entre las sombra luces de la chopera. Jamás hasta ese verano yo había sido tan feliz  jugando con niños diferentes; niños que no iban al colegio a los que yo les leía mis cuentos porque ellos los mal deletreaban y leérselos me convertían en maestra, y a cambio ellos me enseñaban ese mundo maravilloso donde seguíamos el rastro de un zorro, que nunca vi, y en silencio escondidos entre esparragueras y yerba alta veía como con su pico el pájaro carpintero hacia su nido.

Aprendí que las hurracas atacaban otros pájaros y si podían robaban pollitos del corral grande de Carmen, la casera de la casa grande del tío Manolo de mamá, que era el que nos había invitado a pasar el verano en su finca. Los primeros días  echábamos de menos la piscina del balneario donde íbamos cada verano por el reuma de mamá, pero cuando conocí a los chicos de los caseros descubrí lo que era vivir en libertad.

Joaquín ayudaba a su padre por las mañanas a primeras horas pero después llegaba corriendo hasta la chopera donde nos permitían jugar un par de horas con los demás niños y él, que era dos años mayor que yo era el que me descubría los secretos de aquel bosque de verdad, con hojas caídas, zarzas donde se me engañaban mis largas trenzas y el claro de la chopera donde podíamos sentarnos en el suelo porque estaba mullido y seco. Todos decían que Joaquín era huraño y muy insociable, bueno ellos lo llamaban asqueroso y por esa razón Joaquín en presencia de su padre y su madre y todos los demás permanecía serio y taciturno y alejado un tanto de todos los demás.  Pero cuando llegaba por las mañanas a la chopera Joaquín era el mejor explorador de todos los libros y cuentos de aventuras.

Cuando llegaba y estaba jugando con todos los demás Joaquín, inventaba escusas para enseñarme a mi sola los secretos que él conocia. Así vi las madrigueras de los conejos y el cubil de los zorros, además de regalarme unos esparragos largos y delgados que los mayores decian que como era posible que los encontrara en pleno verano. Se mojaba el dedo indice de la mano derecha y alzandolo predecía sel tiempo según venia el viento. Una mañana aseguró que llovería por la tarde, porque había visto por el camino del cruce, correr las nubes como si jugaran al escondite y al pillar unas y otras. Nadie lo creyó porque hacia mucho calor y el cielo estab limpio y azul.

Despues de comer mamá nos abligaba a hecharnos la siesta y cuando nos levantamos el aire zurraba en las chimeneas y ventanas y todo el averio del corral andaba esaltado como loco. de pronto empezarona caer unos gotazos granades y por todos lados se oia tronar, los gañanes vinieron casi corriendo tirando de las mulas y al pasar a la cuadra empezó a  caer granizo tan grande como avellanas y nueces. Una de aquellas piedras de hielo le dio a una mula  en un  ojo y se le empezó a hinchar. Joaquín y su famiñia llegaron corriendo hasta la csa grande porque allí había un pararrayos y también llegaron otros vecinos porque decian que les daban miedo los relampagos y truenos.

Todos estabamos asomados viendo como caía el granizo. Los hombres dijeron que cuando terminara de llover no quedarían uvas en las cepas y sin aviso alguno Carmen, se puso la capucha de una manta de las mulas en la cabeza, sacó un palo y lo clavó en la tierra, todos le dijero que se pasara que era muy peligroso aquello que estaba haciendo, pero ella, sin miedo, sacó unas cosas negras que dijeron que eran petardos y los fue lanzando al cielo en medio de la tormenta. Al poco rato la tormenta se alejó y salimos todos a ver como el granizo había cubierto de blanco todo lo que nuestros ojos veían.

Las mujeres decian que Carmen era muy valiente y los hombres que aquello de tirar petardos estaba prohibido. Ella, sin inmutarse los miraba por encima de sus cabezas y alegaba que de no haber lanzado los petardos se habría perdido la cosecha. Al día siguiente la chopera estaba tan verde que todo se cubrió de florecillas. Todo el bosque era un canto continuado de pájaros y yo sentí que se me ponía un nudo en la garganta porque hasta ese día no había escuchado algo así, tan hermoso y bello que se me llenaron los ojos de lágrimas. Joaquín me miro y por primera vez lo vi reirse al mirar mis lágrimas. Yo me quedé seria y entonces él, me dijo que aquello de los trinos de los pájaros era normal cuando llovia.

Mamá empezó los preparativos para regresar a casa y el penultimo día Joaquín me llevó hasta el pie de un árbol grande al que le daba sombra el único ciprés y me señaló unas setas, iguales que las setas de los enanitos de los cuentos. No lo podia creer y Joaquín las cortó con su navaja y me las puso en mis manos. Cuando llegué con ellas las mujeres me miraron asombradas, se las di a mamá rogandome las asara pues así me había dicho Joaquín que se comían.

Cuando empezó el colegio yo deseba volver al campo y a la chopera, jamás volví a ver a Joaquín ni a su familia. Años después volví al mismo lugar y comprobé que todo estaba talado,  en un lado tristemente permanecia seco el muñón de un ciprés. Y entonces me dolió tanto ver aquello desierto sin árboles ni pájaros, sin niños ni caseros, sin voces por los caminos y, las casa derruidas porque los ladrones las habían robado repetidamente llevandose, las pilas de piedra donde bebian agua los animales, las tejas curbas de algunos tejados y los enseres que se guardaban dentro de la casa grande. Y una vez más sentí correr mis lágrimas por mi rostro de mujer al ver que no quedba nada del paraiso que yo conocí.





                                                                                     Natividad Cepeda


Arte digital: N. Cepeda

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