jueves, 29 de septiembre de 2016

Leer sin aplausos ni halagos Madrid estaba imposible con el tráfico parado y los pitidos de los coches denunciaban el nerviosismo de los conductores., El calor de septiembre algo pegajoso se pegaba a la piel como una telaraña molesta al mediodía. Desde el Paseo de Delicias al Paseo del Prado y hasta la misma Puerta del Sol la gente era riada cruzando por los pasos de cebra. Tronaban en el aire los motores y había en el ambiente la intención desmedida de salir corriendo de todo aquello hasta olvidar las prisas de esa ciudad de babel donde los taxistas piratas; esos que no son legales, merman el trabajo de los que sí lo son y pagan a sus federaciones los impuestos que cumplen con la Ley. Primero viajé con un toledano que trabajaba de taxista, añoraba los montes toledanos y su aroma a tomillo y espliego. Me decía que no entendía como podía vivir en Madrid la gente, siempre con prisas y nerviosos porque todos pitaban y se enfadan, y me habló de su pequeño pueblo de unos dos mil habitantes y de su afición a cazar con galgos: admiraba la destreza de ambos animales, su lucha en la carrera por vencer o morir. Y la humanidad de la vecindad al compartir el saludo con los vecinos que prácticamente se conocen todos. Estaba en medio de las calles porque hay que trabajar donde hay trabajo, y la situación actual en España no está nada bien. Y más ahora, dijo, con esa pelea de los políticos que no les importan nada más que sus peleas por el poder. Madrid, Madrid vivo y callejero con gentes de colores de mil pueblos de las cuatro esquinas del mundo conocido, con las terrazas de las inmediaciones de la Puerta del Sol llenas a rebosar, de gentes ataviadas de ropa de marca clásica o alternativa de todas las edades. Paseaba por esas calles después de comer con Nicolás del Hierro, Alfredo Villaverde y Juan Jiménez Ballesta, escuchando esas anécdotas vividas por cada uno de ellos en ese Madrid de los secretos y de los encuentros. Porque los escritores somos gentes conocedores de secretos que a veces compartimos y otras, cambiando nombres y lugares, narramos en los libros. Cerca de las siete de la tarde en la Casa de Castilla-La Mancha situada en la calle de La Paz, al lado de la Plaza de Pontejos, o del Marqués viudo de Pontejos que fuera alcalde de Madrid y el que, entre otros muchos cambios en los castizos madriles, fue el que por decisión propia, dijo que el kilómetro cero, desde donde se cuenta la distancia de todas las carreteras de España, era la Puerta del Sol, y así es desde entonces. Allí en sus dependencias con cierto sabor a regusto del cronista perpetuo Ramón de Mesoneros Romanos, amigo íntimo del marqués de Pontejos, con el cual trazó los muchos cambios de la villa y corte, todavía en esas estancias, se siente la sombra de personajes que convivieron entre sus calles, plazas y teatros probablemente, porque en esa casa, en las tertulias y las diferentes aulas culturales prevalece el espíritu de los escritores de pasados siglos. Y cuando la tarde empezaba a declinar fueron llegando poetas y escritores para escuchar al poeta Nicolás del Hierro leer los poemas del libro “Esta luz que me habita” presentado por el presidente del Aula Juan Alcaide, Alfredo Villaverde, al autor y al escritor José Luis Morales, que como estaba anunciado habló del libro y de su autor. Nombres y presencias como la de Pedro Antonio González Moreno, José López Martínez, Luis Leal, Carmina Casala, Ángela Reyes, Elena Rojo, Tomás Osorio, Davina Sofia Pazos, Luz González, Alfredo García Huetos, Olga Alberca…nombres y nombres hasta llenar por completo el salón de actos escuchando palabras de reconocimiento a un escritor y poeta de larga trayectoria. Cuando cerré la puerta de esa casa me acompañaban muchos otros amigos y escritores que sentía a mi lado en la invisible presencia de los recuerdos. Por las calles seguía el tráfico incesante y el taxista que me llevó a la estación se disculpaba por los atascos en su lenguaje cadencioso de colombiano, residente desde quince años en Madrid, como me dijo, sin olvidar la nostalgia de la familia allá en América. En silencio, mientras se acortaba la distancia hasta mi casa recordaba la preocupación de todos por el momento crítico que vivimos políticamente. Y en el cobertizo de las ideas personales, me quedo con la amistad mostrada hacia el escritor de unos y otros llegados para arroparle con su presencia. Madrid se difuminaba en la noche y pensé en lo pequeño que somos ante la magnitud de lo impredecible. Y que poco importan localismos provincianos de luchas de poder y reconocimientos también en lo literario. Ya en casa, volví como cada noche, a coger un libro y leer. Leer sin aplausos ni halagos, ahí es donde se queda aojada la creatividad de la verdad del autor y su obra. Natividad Cepeda

                             
Madrid estaba  imposible con el tráfico parado y  los pitidos de los coches denunciaban el nerviosismo de los conductores., El calor de septiembre algo pegajoso se pegaba a la piel como una telaraña molesta al mediodía. Desde el Paseo de Delicias al Paseo del Prado y hasta la misma Puerta del Sol la gente era riada cruzando por los pasos de cebra. Tronaban en el aire los motores y había en el ambiente la intención desmedida de salir corriendo de todo aquello hasta olvidar las prisas de esa ciudad de babel donde los taxistas piratas; esos que no son legales, merman el trabajo de los que sí lo son y pagan a sus federaciones los impuestos que cumplen con la Ley. Primero viajé con un toledano que trabajaba de taxista, añoraba los montes toledanos y su aroma a tomillo y espliego. Me decía que no entendía como  podía vivir en Madrid la gente, siempre con prisas y nerviosos  porque todos pitaban y se enfadan, y me habló de su pequeño pueblo de unos dos mil habitantes y de su afición a cazar con galgos: admiraba la destreza de ambos animales, su lucha en la carrera por vencer o morir. Y la humanidad de la vecindad al compartir el saludo con los vecinos que prácticamente se conocen todos. Estaba en medio de las calles porque hay que trabajar donde hay trabajo, y la situación actual en España no está nada bien. Y más ahora, dijo, con esa pelea de los políticos que no les importan nada más que sus peleas por el poder.
Madrid, Madrid vivo y callejero con gentes de colores de mil pueblos de las cuatro esquinas del mundo conocido, con las terrazas de las inmediaciones de la Puerta del Sol  llenas a rebosar, de gentes ataviadas de ropa de marca clásica o alternativa de todas las edades. Paseaba por esas calles después de comer con Nicolás del Hierro, Alfredo Villaverde y Juan Jiménez Ballesta, escuchando esas anécdotas vividas por cada uno de ellos en ese Madrid de los secretos y de los encuentros.  Porque los escritores somos gentes conocedores de secretos que a veces compartimos y otras, cambiando nombres y lugares, narramos en los libros.
Cerca de las siete de la tarde en la Casa de Castilla-La Mancha situada en la calle de La Paz, al lado de la Plaza de Pontejos, o del Marqués viudo de Pontejos que fuera alcalde de Madrid y el que, entre otros muchos cambios en los castizos madriles, fue el que por decisión propia, dijo que el kilómetro cero, desde donde se cuenta la distancia de todas  las carreteras de España, era la Puerta del Sol, y así es desde entonces. Allí en sus dependencias  con cierto sabor a regusto del  cronista perpetuo  Ramón de Mesoneros Romanos, amigo íntimo del marqués de Pontejos, con el cual trazó los muchos cambios de la villa y corte, todavía en esas estancias, se siente la sombra de personajes que convivieron entre sus calles, plazas y teatros probablemente, porque en esa casa, en las tertulias y las diferentes aulas culturales  prevalece el espíritu de los escritores de pasados siglos.
Y cuando la tarde empezaba a declinar fueron llegando poetas y escritores para escuchar al poeta Nicolás del Hierro leer los poemas del libro “Esta luz que me habita” presentado por el presidente del Aula Juan Alcaide, Alfredo Villaverde, al autor y al escritor  José Luis Morales, que como estaba anunciado habló del libro y de su autor. Nombres y presencias como la de Pedro Antonio González Moreno, José López Martínez, Luis Leal, Carmina Casala, Ángela Reyes, Elena Rojo, Tomás Osorio, Davina Sofia Pazos, Luz González, Alfredo García Huetos, Olga Alberca…nombres y nombres hasta llenar por completo el salón de actos escuchando palabras de reconocimiento a un escritor y poeta de larga trayectoria. Cuando cerré la puerta de esa casa me acompañaban muchos otros amigos y escritores que sentía a mi lado en la invisible presencia de los recuerdos. Por las calles seguía el tráfico incesante y el taxista que me llevó a la estación se disculpaba por los atascos en su lenguaje cadencioso de colombiano, residente desde quince años en Madrid, como me dijo, sin olvidar la nostalgia de la familia allá en  América.
En silencio, mientras se acortaba la distancia hasta mi casa recordaba la preocupación de todos por el momento crítico que vivimos políticamente. Y en el cobertizo de las ideas personales, me quedo con la amistad mostrada hacia el escritor de  unos y otros  llegados  para arroparle con su presencia.  Madrid se difuminaba en la noche y pensé en lo pequeño que somos ante la magnitud de lo impredecible.  Y que poco importan localismos provincianos de luchas de poder y reconocimientos también en lo literario. Ya en casa, volví como cada noche, a coger un libro y leer. Leer sin aplausos ni halagos, ahí es donde se queda aojada la creatividad de la verdad del autor y su obra.
 
                                                                                                             Natividad Cepeda



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