jueves, 17 de diciembre de 2015

Los que llevo en mi alma

Es diciembre y espero que regresen de nuevo los que se fueron a otras latitudes.
Y en esta espera de este invierno inusual, sin nieve y sin frio, desenado que llueva y nos nazca Dios  en su portal pobre y su cuna de paja tiritando de frío recuerdo aquellos años donde todavía la lluvia nos bendecía con su húmedo manto. Si…
      Llovía en Madrid cuando llegué al Aeropuerto Internacional de Barajas. Miré la pantalla con el horario de llegada y comprobé que aún quedaban unos cuantos minutos para que aterrizara el vuelo procedente de Los Ángeles. Apoyada en la barra de contención que estaba enfrente de la puerta por donde los pasajeros tenían que salir, seguí pensando que aquél horario de las ocho cuarenta era demasiado intempestivo. Al menos para mi.  El despertador había sonado a las cinco de la madrugada, y desde aquél momento todo había sido correr y dejar atrás kilómetros en una carrera por llegar donde me encontraba. Doscientos kilómetros desde mi pueblo a Madrid, atravesar la gran ciudad, y ahora esperar a mi hija que volvía de California era una paliza. Sumando las cuatro horas que había dormido y el contratiempo de ver como octubre en sus primeros días nos regalaba un diluvio. Un diluvio que estaba pudriendo las uvas. Respiré y me fui serenando. Anunciaron por las pantallas un retraso, luego otro y otro más. Me fui a la cafetería y me tomé un café y un zumo de naranja. Me cobraron un disparate. Inmediatamente pensé que si a los agricultores de naranjas les pagaran el kilo a esos precios, seguro que no tendrían problemas. O si el mosto nos lo pagaran a la décima parte de lo que valía el zumo, tampoco tendríamos excedentes. La tierra, siempre la tierra... Y de pronto me acordé de mi abuelo cuando me decía, ya correrá la pataquilla por tu cuenta y verás entonces como haces cuentas.       
       Por fin la puerta se abrió y los primeros en salir fueron los pilotos y algunas azafatas, inmediatamente un grupo de chicos americanos rubios y desgarbados, vestidos estrafalariamente. No sabían lo que les esperaba cuando les diera el frío de Madrid en las piernas desnudas con aquellos pantalones bermudas. Por alguna razón todos los viajeros eran rubios y pecosos, y desde luego que entre ellos no estaba mi hija con su pelo negro y largo. Me esforzaba en mirar los rostros, dudé de haberme equivocado de puerta, interiormente empecé a temer algo. Rogué a Dios que no pasara nada...y entonces una joven con sombrero negro, una falda larga de topos azules y una chaqueta informal azul marino, tirando de un montón de maletas y llevando por su espalda y hombros bolsos y mochilas me envolvió en sus brazos. Se reía al comprobar que no la había reconocido.  Reconocí mi despiste y la miré detenidamente respirando tranquila. Anda vamos a llamar a papá y a tus hermanas para decirles que ya has llegado. Y volví a sentarme en la cafetería mientras mi hija por el teléfono prometía a su padre que llegaríamos a casa cuanto antes.
      
   Octubre marcaba con el paso de los días en los almanaques la consumación de la vendimia. Por fin el sol había salido y nos dejaba recoger la cosecha sin barro y sin llanto del cielo. Bajamos del coche y de entre los pinos salieron los gatos  y se acercaron a mi hija pequeña. Esta niña tiene un don para con los animales. Bueno, de verdad para con todo. Uno de los pinos mostraba unas ramas secas. Ya estaba siendo tratado, pero daba tristeza verlo así, marrón y moribundo. Los pinos eran ahora enormes, si el abuelo los viera se sentiría orgulloso de ellos. Seis pinos por tres niñas. Y de nuevo tres hijas se cobijaban a su sombra.
Por el camino venían mis otras dos hijas con mi marido, sudorosas, con los vaqueros manchados de mosto y de barro... Hacían proyectos para cuando terminara la vendimia plantar nuevos árboles, además de un ambicioso plan de embotellar vino. La tierra decía el abuelo que es la mayor pasión de los hombres.  Porque todos nosotros somos tierra. De la tierra nacemos y a ella regresamos, sentenciaba con su sabiduría parda.. Sangre de su sangre eran aquellas jóvenes mujeres nacidas en su misma tierra. ¿Mamá, me compraste en la feria las navajas que te encargué? Pregunto mi hija mayor. Asentí. La segunda de mis hijas bromeó diciéndole a su hermana que sus amigos no sabrían comer gachas con navaja.  Eso ya lo veremos, sentenció la mayor, porque lo que es las gachas les gustan mucho. Claro, dicen que a la fuerza ahorcan, cada vez que vienen les tocan gachas con pan y vino. Dijo riéndose la número dos de mis hijas mirando a su padre. Eso son cosas de tu madre y de su abuelo que la enseñó a comerlas y a guisarlas, dijo sonriendo mi marido.
       El sol se ponía detrás de los últimos ribazos mientras las universitarias discrepaban de la próxima celebración del vino nuevo. Mentalmente pregunté al abuelo si aquello era hacer las cosas bien. Miré mis manos y reconocí en ellas las huellas del trabajo. Miré luego a mis hijas y en ellas fui viendo otras mujeres que ya no estaban. Pero que habían poblado mi vida y la habían enriquecido dejando en mi lo mejor de ellas. Lo importante no eran las cosas. Lo realmente importante eran las personas, ese era el mejor legado y yo lo había recibido a manos llenas, justo era que a mi vez, yo lo trasmitiera.
Ya empezaban a verse sombras y silencio en los campos y por encima de los pinos se asomaban las primeras estrellas. Nos habíamos quedado solos frente a la extensa geografía de los viñedos. ! Solos!
No, solos jamás, porque en esta tierra el corazón de cada uno de nosotros está invadido y poblado por los corazones de los demás. Oliendo a mosto y sudor mi marido me pasó su brazo por mis hombros y empezamos a andar hacia los coches. Se nos había hecho un poco tarde y a esa hora la cooperativa vinícola estaría ya hasta los topes. En el camino esperaba el tractor enganchado al remolque con su carga de uvas... ¿En qué piensas? Me pregunto mi esposo. En todo, le contesté. Pensaba en la encrucijada que es la vida, en todos los que partieron cuando nosotros éramos niños y que nunca más volvieron. En sus anhelos y en sus recuerdos, en las manos de los hombres que plantaron estas viñas viejas y después tuvieron que emigrar para poder vivir a otras ciudades. En los que se marcharon para ser estrellas trémulas de las noches...  En tantos antepasados que siguen estando entre nosotros... Anda vámonos, mujer, que ya está bien por hoy, que todavía me queda descargar, y el día ya viene empujando a la noche. Y  el anochecer, que ya era sombra de la raíz de las cepas, nos sostuvo con un golpe de viento los deseos más íntimos. El esfuerzo de las personas quedaba abatido sobre los surcos llenos de sombras. Todo se borraba en el manto de la noche. Ya, apenas si se distinguían los contornos de las piedras del camino. Ni se notaba el cansancio en la piel a pesar de llevarlo tatuado en las entrañas. Un día más el campo se dormía sin otro cobijo que el de las estrellas, y con la misma magia esperaban las viñas, que los dedos de los vendimiadores volvieran al día siguiente a cortar los racimos de las cepas. A lo lejos se escuchó a un búho, y ladridos de perros que vagabundeaban buscando restos de comida. Pensé en los pobres perros galgos abandonados por los cazadores, y un presagio de tristeza me embargó. La tierra una vez más giraba inmersa en su eje con todo el equipaje de injusticia que desde antaño el hombre había ido creando.  Subimos a los coches camino de la carretera y del pueblo, atrás se quedaban las viñas, y de pronto sentí que una legión de almas se quedaba guardándolas.

                                                                                                         Natividad Cepeda

      Arte digital: N. Cepeda      
                                                                             





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