martes, 29 de agosto de 2017

Crónica de la muerte de un poeta

                            
Me desperté como un día cualquiera  antes de que la luz del día naciera por el Este. Me lave, por aquello de la higiene y preparé mi desayuno al estilo europeo en mi cocina, conecté la radio y por su boca de metal empezaron a fluir las noticias del mundo. La mañana empezaba con su rutina, pensé equivocadamente. Afuera, en la calle se escuchaban los pitidos de los panaderos; porque aquí, en mi pueblo grande que presume de ciudad, todavía nos traen el pan a casa algo anacrónico que terminará no tardando mucho, pienso yo. 
A través de los balcones abiertos se colaban las voces de los madrugadores, diferentes según marca la hora el reloj del cuarto de estar de mi casa. Pasadas las nueve de la mañana el teléfono me envolvió en su mensajería. Me llamaban desde un departamento del ayuntamiento informándome de que un poeta nacido en mi pueblo y residente en la capital del reino había fallecido. 
Mientras escuchaba extrañada de tanta prontitud en informarme, al terminar y yo dar las gracias me suplicaron con mucha ceremonia  que por favor, y ahora era cuando yo comprendía la llamada, que lo comunicara a los otros poetas y escritores del pueblo residentes en esa capital del reino y, a cuantos yo tuviera direcciones para que vinieran al sepelio al día siguiente.  Acepté el encargo y  busqué direcciones y teléfonos que era el medio más rápido de informar. Empecé a hacer una pequeña lista y fui recordando  aquella vez que me acerqué al hospital donde el poeta se recuperaba. 
Un amigo común me advirtió de que lo más probable fuera que su esposa no me dejara pasar a la habitación porque era muy celosa, y me miró de arriba abajo,  mientras me informaba. Correré el riesgo, contesté. Y así  llegue hasta la puerta donde dando pequeños golpecitos me empecé a anunciar tímidamente. La mujer me abrió y su mirada fue una radiografía. Sonreí por costumbre, y porque hacía años que ellos dos me habían acompañado en la presentación de mi primer libro y para mí, fue un honor tenerlos a mi lado. Me incliné para besar sus mustias mejillas y ella trató de empinarse inconscientemente para alcanzar mi metro setenta y cinco. Se la notaba cansada por sus ojeras y su mirada triste y hundida. Movió la cabeza y me dijo muy bajito que él estaba mal; y tú muy cansada le contesté y ella, asintió con la cabeza. No  te reconocerá porque anda despistado, me aclaró mientras avanzábamos hasta la cama.
El poeta tosía y se perdía entre las arrugas de su pijama hospitalario. Parecía más desgarbado y flaco  y en su rostro, las arrugas  acentuadas le conferían la imagen de un hombre campesino, estático y  callado, que mira y escudriña a quien tiene delante. Sentí su mirada venir hacia mí a través de sus gafas contemplarme, como si yo, y él, fuéramos un mismo escaparate de una tienda cualquiera. Sonreí; ella, su mujer, le dijo ¿le conoces? y él con voz cascada contestó que sí me conocía, porque  hacía tiempo habíamos compartido mesa y mantel. Me indicó que me acercará y me alargó su mano grande y todavía fuerte que se perdió entre las mías.
En aquella habitación de un hospital madrileño la muerte paseaba de un lado hacia otro; a veces se acomodaba cerca de nosotros y en ocasiones se asomaba a la calle aburrida de esperar y escucharnos. En un ángulo un poco apartado de nosotros otro poeta amigo del enfermo, se había retirado  con discreción, para que nosotros pudiéramos dialogar libremente. El poeta de vez en vez tosía y se ahogaba teniendo que dejar de hablar. Ella, la esposa solicita le arreglaba el embozo de la sábana y él, como un niño herido se dejaba hacer aguantándose las ganas de decirle que se estuviera quieta y de salir corriendo de aquella prisión blanca de haber podido hacerlo. 
Los minutos consiguieron que el poeta enfermo se olvidara de su lecho y su dolor constante y hasta bromeo con ese matiz socarrón manchego con el que se esconden tantos pesares y fracasos. Miré mi reloj y con ese gesto social y educado empecé mi despedida. Minutos antes me había desprendido de su mano y entonces él me alargo las suyas y yo le dije bajito y sonriendo, que se pusiera bien para cuando volviéramos a vernos, él me estrechó muy fuerte y con una sonrisa desencajada me dijo yo ya no volveré a verte.
Cuando cerré la puerta de la habitación del hospital y salí a la calle las luces de la ciudad y sus ruidos no fueron suficientes para  olvidarme del enfermo que dejaba postrado. La noche tenía gemidos y extraños seres pululando por todos los ámbitos de aquella gran ciudad, y  sentí la urgencia de alejarme de ella porque algo me ahogaba y oprimía el alma que no sabía explicar.
Los días pasaron hasta que el teléfono me dijo que él, se había marchado con sus versos a ese lugar donde el cuerpo suyo no sería una rémora. Empecé a llamar por teléfono a los poetas que habían sido amigos suyos; los que le felicitaron cuando le concedieron el Premio de la Crítica, el Nacional de Literatura… y algunos otros además de ostentar cargos culturales con aquellos que junto a él habían formado la llamada generación de los 50.

Hacía calor cuando el féretro pasó en el coche fúnebre por las calles del pueblo donde él había jugado y crecido. Donde se tragó el llanto de la injusticia y recibió la ayuda para salir del pueblo y ser poeta admirado y reconocido. El aire traía olor a paja y trigo, a calor de cosechadoras y a trillas de antaño. cantaban las chicharras y algún gorrión y palomas se asfixiaban de calor quedando tendidos en las acera y en el asfalto. A través del teléfono se fueron disculpando los poetas amigos porque estaban ocupados o de viaje… Al sepelio solo acudieron dos de ellos, uno el que aquella tarde estaba en el ángulo apartado de la habitación del hospital, y el otro, el que llegó a verlo cuando yo estaba allí y lo visitaba casi a diario y ofició para él, el rito cristiano de la despedida.
 Lo instalaron en el salón mejor del ayuntamiento, donde se discutían lo bueno y malo para el pueblo y pasaron por allí las gentes cultas y de mejor rango social; cuando la noche entraba en la hora mágica de las doce llegue de nuevo al ayuntamiento y subí la escalera en un profundo silencio como si el ayuntamiento estuviera vacío. Sonaban mis pasos en el blanco mármol escalón tras escalón. Al llegar ante la gran puerta del salón me pareció tan triste la escena que mis piernas se negaban a continuar, sentada junto a la caja mortuoria su mujer, sola, lo velaba en silencio. Hundida en el sillón incomodo parecía diluirse entre las luces y los sillones concejiles, que a los dos le daban guardia. No quiso dejarlo solo aquella última noche, y yo cuando el reloj del ayuntamiento y de la torre de la iglesia, dio la una de la madrugada, me despedí hasta el día siguiente.
Al funeral vinieron gentes importantes de la provincia y algunos se vinieron hasta el cementerio. Después de aquél día he escuchado y leído crónicas y peroratas de algunos de aquellos que no vinieron a su entierro como amigos queridos, incluso algún alcalde ha acusado a otros de no haberle homenajeado como se merecía y otras lindezas por el estilo, porque queda muy bien hablar de los poetas muertos para sentirse importantes. También es nombrado por doctos escritores locales, aunque creo poder afirmar que su nombre es conocido, pero escasamente su obra poética.

No hay crónica fotográfica de su mujer velando su cuerpo, sola, en mitad de esa soledad donde quedan los muertos. No existe oficialmente. Yo doy testimonio de que así fue y conmigo algunos municipales que todavía viven y lo recuerdan. El sarcasmo de la vida es ese, conocer quiénes son tus amigos incluso después de muerto.  


 
                                                                                           Natividad Cepeda

     


                                                                                                             

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