lunes, 20 de junio de 2016

Decadente sociedad occidental amaestrada


                  Me asombra la violencia  que nos lleva y trae por la senda  de Hades; ese infierno  que reparte trozos de injurias y combinados de veneno por las cavernas de las tribunas que incitan a la greña y al insulto, a la amenaza y la destrucción de todo cuanto sea posible, desde el mobiliario urbano, a las pintadas en paredes y bancos, paredes de edificios civiles y religiosos basados en hacer suyas, los habitantes de las calles, esas palabras de los Profetas  de prédicas civiles, o más bien de tinte incivilizado y errabundo entre el crujir de gritos y el recóndito ambiente de muertes anunciadas, porque unos son los malos, según, ellos; y ellos, los ángeles alados, que devolverán los sueños a la jauría humana que no respeta nada.

Callar es la nota silente de la mayoría de los habitantes, temen a las bandas de jóvenes jaleados por esos políticos que aluden al miedo de que la balanza de la suerte esté de su lado y no de ningún otro. Prometen paraísos imposibles, tan imposibles como esos que vivían al otro lado del muro: un muro construido por esa izquierda comunista  que ahora pregona libertades. La misma que ambiciona poder hacer milagros como en Grecia o ese otro lado oscuro de Corea del Norte donde la felicidad es la ambición de quien impone su criterio como dogma de vida. Y todos nos callamos.

El miedo se mete por todas las rendijas de nuestra sociedad amaestrada.  La sinrazón es la base de toda esa injusticia que nos sella los labios. Nos sentimos dichosos porque un equipo de futbol gana un partido y asistimos a ver miles de personas voceando como ganado estabulado, porque conviene tener a esas apersonas ocupadas en ver correr detrás de una pelota, a unos cuantos hombres, como si esos hombres fueran dioses.
Si hablo sin mordaza y sin tapujos  me siegan la hierba debajo de mis pasos. Se me levantan espadas sobre mi cabeza, machetes en mi espalda, espinas para mis pies y manos. En la caverna  se nos encadena delante de una imagen de plasma, se nos evita así, pensar  filosóficamente, porque pensar en peligroso e impide ser manipulado fácilmente. Por eso la libertad, la mía, se diluye como un azucarillo en un café con leche cuando me callo por miedo a que me tomen por desvariada, cuando me asombra que se pase a una iglesia y se insulte a los que celebran su fe, que es un culto privado. Un templo es un edificio que no se impone, que no agrede a quienes pasan a su lado: valientes son todos aquellos y aquellas, que se atreven a injuriar y destrozar los templos nuestros, los que marcan la diferencia arquitectónica, los que subsisten a espolios y vandalismos de otras épocas aterradoras, y permanecen para que los turistas, los observen y admiren porque son patrimonio nuestro y de generaciones pasadas y futuras.

Y me asombra que esas mismas personas que se atreven con la fe cristiana no les moleste ni se atrevan a levantar su furia en otros templos, mezquitas, por ejemplo; por qué no se atreven con esos edificios, quizá porque temen que no se lo permitan y entonces no se atreven, porque ellos ante esa otra fe, sí tienen miedo.

Se está herrando los procederes en demasiados ámbitos y no es bueno provocar por provocar y después pedir que seamos indulgentes. Pero los que no nos callamos somos pocos, y cuando hablamos se nos castiga negándonos el pan  social de las prebendas, de los reconocimientos y hasta el trabajo ganado en buena lid, por eso, porque no nos callamos y somos incorrectos. Yo siento que todo esto lo he vivido, que no es la primera vez que se me aparta de los salones del poder; no, ya lo viví antes, no recuerdo cuando fue, pero sí, sé que esto ha sucedido y que nunca termino bien.

Ya, ya, hablar así solo se lo es permitido a los que han padecido algunos ictus, a los locos poetas que se mueren de hambre y a los escritores pobres que nadie los contrata para escribir columnas de opinión, porque sus opiniones no se les debe dejar que otros las conozcan. Así para dejar que no nos tapen la boca tendremos que ser personajes de historias estrafalarias, algo así como quijotes trasnochados y decir que peleamos con gigantes, aunque nos demos de bruces con tanto descalabro que nos tiene atenazada la vida, porque la violencia y el miedo a ser pisoteados, maltratados, violados en derechos civiles y ahora tan disfrazados de eterno buenismo, nos deje como aquél gallo que perdió su plumaje, y el pobre cacareaba en vez de lanzar quiquiriquí, por si acaso se lo llevaba más pronto que tarde a la cazuela.  En otros momentos, otros siglos, vivieron atropellos y siempre perdieron todos, porque sin respeto, la anarquía solo engendra violencia y decadencia y siempre se da en las sociedades decadentes.


                                                                                                            Natividad Cepeda 

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