sábado, 24 de octubre de 2015

EL MACHO ROJO DEL ABUELO

                                  
                                      Octubre había llegado trayendo agua del cielo. Se quejaba la gente porque todavía  quedaban días de vendimia. Cuando pasaban los carros al pueblo traían las ruedas llenas de barro y las mulas se veían fatigadas de tirar con la carga por los caminos.
Yo esperaba en la portada, sentada en el poyete pequeño del centro, hecha un cucunete, apoyada la cara en mis manos con la vista fija en la entrada de la calle para ver aparecer el carro del abuelo con sus mulas y el macho rojo. Antes de verlo sabía que venía por su voz saludando a los vecinos. El abuelo era simpático y soportaba las bromas de los conocidos con una sonrisa en sus finos labios. Sin embargo, si lo miraba a los ojos, en ocasiones, me parecía ver que se le vidriaban y parecían tristes y apagados. Pero eso la gente no lo veía porque él no quería que nadie supiera lo que sentía.
El abuelo era pequeño de estatura, delgado y moreno, a mi me parecía que sus piernas y sus brazos eran de goma, pero de una goma muy fuerte porque cuando me elevaba en sus brazos yo volaba y me sentía segura.  Cuando el carro se paraba delante de la lumbrera de casa lo asejaban  pa tras, eso decía Nicanor, que era uno de los pisadores, y cuando ya lo tenían bien centrado en la boca de la lumbrera, desataban la lona y la ataban con cuerdas a la los clavos grandes de la pared dejando deslizarse el mosto hasta el fondo del jaraíz, que estaba en lo profundo de la cueva.
Yo tenía prohibido asomarme a la lumbrera, por si me caía, pero casi siempre conseguía extender mis manos hasta el chorro de mosto y beber  luego de ellas. El mosto así era  más rico, y además escuchaba el sonido  brusco y profundo que hacía el mosto al estrellarse en el piso de cemento del jaraíz. Enseguida resbalaban las uvas con un estruendo de golpe amortiguado.
Cuando el mosto caía  sonaba igual que una catarata que se despeña por un barranco, y yo soñaba que era el mosto brincando del carro a la cueva en plena libertad fuera de la lona. Cuando me descubrían con mis manos extendidas bañadas por el mosto y mi pequeño cuerpo protegido por el muro frágil de la lona. Al verme las mujeres elevaban gritos de miedo por si me asustaban y perdía el equilibrio y los pisadores daban fuertes voces pidiendo que me  retiraran de allí;  el abuelo, con su sonrisa cómplice, me  cogía en volandas y me subía en el lomo del macho rojo para pasar por la portada balanceándome en su grupa hasta llegar a la cuadra. Una vez allí, el abuelo me cogía en sus brazos y yo besaba al macho rojo muy cerca de sus grandes y enormes ojos. Entonces el macho movía sus orejas y su cola, y lanzaba por los enormes agujeros de su nariz un aire muy caliente que me lavaba la cara pegajosa de mosto.
       La familia decía que el abuelo estaba loco por dejarme hacer todo aquello, pero a mí me encantaba. Luego, cuando el abuelo depositaba en los pesebres paja y cebada  para las mulas, el macho y la burra blanca y gris, me cogía por la cintura y me enseñaba a revolver con mis manos la paja y la cebada.
 También me dejaba sostener con él, el cubo de agua del que bebían los animales, y jamás sentí miedo entre sus patas y sus bufidos. El abuelo me decía que los animales conocen a quien los quieren y que son mejor que muchas personas.
 El abuelo cogía la rascadera y pasaba una y otra vez sus manos delgadas y nervudas por el cuerpo de cada uno de ellos.  Los recorría desde  la cerviz  al rabo, y mientras lo hacía les hablaba como si ellos lo entendieran. Los peones y los gañanes decían que el macho rojo era un macho loco.
Lo llamaban coloraó, y se ponían a distancia de él porque lanzaba muchas coces al aire, y por si acaso alguna se perdía y les llegaba a ellos se ponían a buen recaudo de sus patas. Mi padre contaba que cuando lo compraron  una tarde que él estaba arando en la tierra de Pinilla con un garabato, el macho Rojo se encolerizó y salió corriendo con garabato y todo, y así llegó hasta el pueblo. Parece que fue todo un suceso. También un gran disgusto con sofocación por parte de mi padre. Mi padre también afirmaba que el macho Rojo era un animal muy valiente. Todos conocían la gran predilección del abuelo por su macho, y a mí  me hacía soñar siempre que el abuelo me subía a su grupa desnuda de atalajes.

Yo era muy poca cosa allí arriba abrazada a su cabeza en ocasiones, y en otras, erguida, asiéndome a su pelo basto y rojo como si fuera una heroína que habitaba un castillo










Publicado en el libro Almagre Literario:  ...continuará la narración


                                                                                                                       Natividad Cepeda
Arte digital: N. Cepeda

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